CUANDO EL MAR ARROJA VALORES

La naturaleza de mi oficio me ha llevado a conocer una cantidad importante de productores pecuarios que lo hacen desde una base artesanal y sin el recurso tecnológico que permite una inversión monetaria importante. He sido testigo de excepción de la labor absolutamente agreste, a veces indomable, que deben afrontar para vendernos un kilogramo de carne, leche, huevo o queso. No existe un solo día en el que no deban recoger animales muertos o curar otros. Ni uno solo en el que no asistan a la magia de un alumbramiento o pasen por unas angustias tremendas porque el alimento se ha encarecido, al punto de volver irreal la rentabilidad. Los he visto tener que aprender de técnicas agrícolas para sembrar alimento y perder en un mes todo lo cosechado por plagas o por falta de agua. En algunos casos he visto que pierden 50 animalitos y con ello todas las ganancias que esperaban para ese año. Como pocas personas que conozco, viven diariamente encarando a la vida porque tienen a la muerte siempre enfrente. Esa palabra tan esperanzadora como es “sustentable”, en boca de un productor es la que define la delgada línea entre vivir o malvivir, entre vida digna o supervivencia. Los respeto. Confieso que a veces no comprendo del todo el porqué de su decisión.

Soñando en voz alta y deseándole a los productores que tengan una vida más cómoda, menos ingrata, podríamos imaginarnos un mundo utópico en el que pudiéramos recoger los animales para el sacrificio y venta, sin tener que pasar por las angustias de alimentar, curar, asistir e inclusive (exageremos), sin ni siquiera tener que procesar a los animales antes de su venta. Simplemente estarían allí y todo lo que tendríamos que hacer es recogerlos y venderlos.

¿Exageramos? Exactamente esa es la fórmula que arroja el mar. Nadie tiene que hacer un esfuerzo por alimentar a las especies comestibles marinas, mucho menos estar pendientes de su salud o de su crecimiento. Allí están, entregados esos peces en sartén de plata para nuestro regocijo y somos tan inmensurablemente brutos que acabamos con ellos. Sólo nos piden algo tan terminantemente lógico como es respetar la veda, las madres, las crías en crecimiento y su casa; pero no, simplemente no sabemos resistirnos a un holocausto. No contentos con nuestra orgía depredadora hasta inventamos técnicas como la pesca de arrastre o ponerle precio a lo exótico. Nos la están cobrando con carestía y hambre. Me alegra saber que nuestros delitos no siempre quedan impunes.

II

Recientemente fui el orgulloso chofer de la periodista Rosanna Di Turi, directora de la revista “Todo en Domingo” de este periódico, en un periplo que hizo por la Isla de Margarita para recoger entrevistas para un artículo que viene en camino, sobre lugares y experiencias importantes y poco publicitadas de la Isla. De ese paseo dos momentos me impresionaron muchísimo:

Desde el año 2002 existe una organización compuesta exclusivamente por mujeres de la zona de La Restinga, que posee el derecho dado por Inparques para recolectar ostras. El nivel de consciencia ecológica que poseen sería la envidia de cualquier organización. Permanentemente reciben entrenamiento y transferencia de tecnología, por parte de la Fundación Polar, al punto de que en ese parque nacional de 100 km2 se han establecido zonas de veda y lo que es más impresionante: Poseen almácigos en donde hacen crecer semillas de mangle para proceder luego a reforestar. La experiencia ha sido tan exitosa, que inclusive, están reforestando zonas del país en tierra firme, en donde la mano depredadora acabó con el sustento histórico de algunas comunidades.

“Estas paredes están hechas de mejillones”, así habló desde su casa el vocero de pesca del concejo comunal de La Guardia. Prácticamente todos los mejillones que se venden en la Isla y buena parte del país provienen de ese pequeño pueblo pesquero. Diariamente extraen varias toneladas y nuevamente la milagrosa y esquiva triada de Comunidad-Gobierno-Empresa privada ha logrado el milagro: La Fundación La Salle en coordinación con los concejos comunales viene realizando talleres de entrenamiento para “sembrar” mejillones. Es emocionante ver como pacientemente desechan aquellos que por tamaño “aún son semilla” y puedo asegurarles que el lenguaje técnico que le oímos a los pescadores sería la envidia de más de un estudiante de biología marina.

Se trata de dos comunidades organizadas que entienden perfectamente que sólo en sus manos está la posibilidad de lograr una vida digna para los suyos. Desde sus bastiones heroicos y con consciencia ecológica, han convencido tanto a la empresa privada como al gobierno de que un mundo mejor es posible… ¿Puede haber, acaso, mejor manera de construir?

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