LA EDAD DE LOS COCINEROS

A Oscar Matzerath, joven eterno

I

Doblando cada recodo de una sede atestada, vemos a grupos de personas que disertan sobre su oficio. Es curioso, parece que todos compraron la ropa en las mismas tiendas. Algunos con mirada grave, otros desternillados ante la ocurrencia de un colega ¿Es acaso el sesentón Arzak, aquel que no para de gesticular a lo vasco mientras habla con el treintañero Andoni? ¿Será el joven peruano Gastón el que escucha en silencio a las venezolanas Cuchi Morales y Tamara Rodríguez, mientras éstas lo invitan a pasear por tierras yaracuyanas y embelesarse con la fragancia del cacao pariano?

Si un observador desprevenido observase por causalidad esta escena y se detuviese a entender la cháchara que mantiene atentos a estos grupos alegres, no podría entender la naturaleza real de la fiesta. No hay una edad, al menos una pista generacional, que permita inferir que hacen juntos. Difícil entender porque un hombre pasados los sesenta escucha con admiración a un jovencito de cuarenta o porque muchachitos se ríen a carcajadas ante las ocurrencias de gente mayor. Definitivamente no se trata de un cumpleaños ni de una reunión de ex alumnos (demasiadas edades involucradas), ¡Son cocineros!

II

Pertenecer a un oficio, a un credo o a una ideología común, genera una fascinante falta de temporalidad. Basta que dos personas posean el mismo lenguaje para que las barreras generacionales pasen a ser un sinsentido. Un universo de eterna juventud o de sosegada vejez, que refleja una edad que siempre estuvo presente. Todos aportan, todos aprenden. Resulta entonces interesante preguntarse si cada oficio, si cada profesión, posee una edad. De ser así, resulta interesante preguntarse cuales aspectos pueden llegar a influir en esa apreciación del colectivo.

Indudablemente un aspecto que pesa a la hora de definir la edad de un grupo es su propio entorno; por ejemplo, hay ciudades que invitan a ser joven eternamente y otras que jubilan antes de tiempo. Pero ya en el plano de los oficios, el uniforme es uno de los aspectos que más influyen, y al referirnos a él no lo hacemos pensando en aquellos trajes que deben usarse para trabajar (como la filipina del cocinero o lo braga del herrero), nos estamos refiriendo a una manera “civil”, común de vestimenta que uniforma a quienes comulgan en cosas comunes. Abogado penalista sin corbata no lo es, Abogado de derechos humanos con ella tampoco. Rastafari sin los colores de la bandera de Etiopía o sin la apología a la consabida hojita, tampoco.

En el caso de los cocineros occidentales, pareciera que la norma son los zapatos de goma, la franela poco costosa unicolor y los jeans. Sencillamente no es descabellado imaginarse a una Ana Belén Myerston (muy admirada cocinera merideña) de treinta años, hablando con un Paco Torreblanca (el pastelero español más importante del momento) en sus cincuenta, vestidos de manera casi idéntica aun viniendo de generaciones y geografías totalmente diferentes.

Si aceptamos entonces a éste como el “uniforme civil” de los cocineros, podemos tomarnos la libertad de adelantar que la edad de los cocineros raya en la adolescencia o por lo menos deberemos achacarles el viejo slogan de los publicistas: son unos “adultos contemporáneos”. Pensar en uniformes que definen edades es menos frívolo de lo que podría inferirse con una primera mirada. El uniforme define desde una forma de lenguaje, pasando por el tipo de lugares que se frecuentan, hasta la tónica y la atmósfera de las reuniones y festejos en los que se participa. El uniforme define inclusive una fonoteca en la que los títulos de álbumes musicales se repiten de manera asombrosa en las colecciones de sus miembros. De allí que cuando alguien toma la decisión de vida de “pertenecer” a un grupo de oficio, en el fondo también está decidiendo la edad colectiva que de manera orgánica terminará por influenciar aspectos bastante íntimos de su propia vida.

No debe confundirse edad con compromiso y mucho menos con madurez. En particular, la cocina implica mucha responsabilidad. Los cocineros, independientemente de que tengan 18 o 50 años, optan por una forma de vida profundamente disciplinada en donde los horarios y los compromisos están revertidos de una rigurosidad prusiana y en donde permanentemente está presente el compromiso de ser responsables de los sueños individuales de muchos subalternos.

La cocina, como pocas profesiones que he visto, vuelve adultos a niños que deciden ser jóvenes por el resto de su vida.

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