MANIFIESTO VENEZUELA

Por las venas de Latinoamérica corre una obsesión bonita en el ámbito gastronómico. Savia dulce que alimenta nuestras ganas de definir un lenguaje propio desde todos los ámbitos. Entendiendo y respetando los logros, los modelos, las reglas de quienes desde bastiones teóricos e intuitivos han teorizado y esquematizado los avatares, que sin orden ni tiempo para pensar, emanan desde las marmitas de los cocineros; pero usando esos modelos para construir nuestro propio entramado. Sencillamente vamos dándonos cuenta que no basta con traducir: hay que entender y reescribir.

Entendemos la necesidad de la palabra como herramienta de comunicación entre pares, pero comenzamos apilar palabras hermosas como sofrito, tostadito, hervor suave y no nos da vergüenza explicar que a veces las cosas deben endurecerse hasta tener el punto de un majarete.
Aplaudimos a los siglos de historia que se apilan en las tiendas, hablando desde woks, paellas y sartenes; pero como diría Maiakovski, nuestros budares y pailas hablan también a los siglos, a la historia y al universo. Nunca dejaremos de asombrarnos con un Silpat o un Thermomix de sibilante tecnología, pero entendimos finalmente que el patentado teflón comenzó a cobrar sentido en una tostiarepa. No entendemos como cuelan otros un aceite onotado o el sobrante dulzón después de freír plátanos, sin nuestro vasitos perforados de aluminio ¿Será que no onotan?

Creemos que el tiempo es rueda de movimiento perpetuo que nos despabila con periodicidad gracias a las estaciones. Luego de haber mirado con envidia poco sana las cuatro que se apoderaron del mundo, nos estamos dando cuenta que las nuestras son tantas que no nos permitíamos notarlas para evitar la embriaguez. Abril de Chigüire permitido, Mayo florido de nísperos olorosos, Junio profuso de mangos recogidos, Julio de pulpos bamboleantes, Diciembre de olor a jamón y aceitunas.

Agradeceremos eternamente que otros nos hayan explicado que no existe lenguaje en los oficios si no está asociado a técnicas. Maillard, confitar, laquear, son las palabras que resumen algunos de los logros más trascendentales de la humanidad. ¡Gracias!, son el modelo para que comencemos a reescribir nuestras recetas no desde los orígenes sino desde la depuración de técnicas por los siglos. La sapiencia detrás de una buena hoja de plátano, la técnica para tostar a distancia un casabe en La Negra, la manera de usar la gelatina de res para hacer un Aliado en Mérida, los huequitos esquivos de un flan bien hecho, el Oreao de un carite en Margarita… ¡Todo!, todo generará palabras únicas que nos resumirán como pueblo, como casas que se trasmitieron por siglos una manera de hacer, aceptando las mejoras de cada generación precedente.

Entendemos que trasmitir en cocina pasa por la evocación y que ésta debe estandarizarse para evitar cacofonías. Son los descriptores, así los llaman. Hemos comenzado a ponernos de acuerdo para definir cuales son los nuestros, hasta acordar que un buen vino a veces huele a guanábana y que el cacao a veces evoca guayabas de patio.

Aceptamos a los concursos como vehículo natural para tasar la evolución de las nuevas generaciones en el plano global. Creemos en sus reglas y su severidad. Pero las reglas deben ser el reflejo de una cultura, porque de traducirse literalmente sólo pueden generar injusticias. Haremos nuestras propias reglas para que esté permitido que un budare no se lave con paranoia aséptica, para que la cuchara de palo sea permitida, para que nos de igual el valor calórico de una hallaca o la porosidad de una olla de barro, para que nadie nos obligue a pasteurizar la leche de un queso telita, o pero aun, ¡válgame Dios!, refrigerarlo. En nuestros concursos, de jurado también habrá señoras que nos digan si de verdad está sabroso lo que hacemos.

Creemos en los modelos y como bien dice mi buen amigo Laureano Delgado, todo lo que queremos vender debe tener una historia. Entonces, tenemos que sentarnos a soñar un país hasta decidir cual es la historia que queremos contar a la hora de salir a venderlo, pero recordando las sabias palabras que dijo el Benedetti que hoy tiene a mi alma impregnada de una viscosidad extraña con su partida: “¿Y si Dios fuera una mujer?”


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