YO ESPESO CON MAIZINA
Muchas líneas hemos dedicado en esta columna, a lo largo de sus casi cinco años, para tratar los vericuetos del discurso gastronómico desde sus aciertos y desde aquellas carencias que, como consecuencia, lo minimizan. Hemos comentado que a la par del necesario discurso historicista y sociológico que explica nuestra cocina desde sus orígenes precarios, debe agregarse la visión técnica que loa su evolución. Hemos hablado de la necesidad de entender que el concepto de estacionalidad gastronómica no es privilegio de quienes viven las estaciones climáticas, sino que por el contrario, es tarea a documentar en Latinoamérica ante la avasallante profusión de ingredientes estacionales en medio de nuestro concierto barroco. Hemos comentado, que al maravilloso compendio esquemático de lenguaje técnico que nos legaron los franceses para que nos comunicáramos los de la cofradía del fogón, a través de libros texto, es necesario agregar palabras como recado, sancocho y punto de majarete. Hemos comentado también que la cocina venezolana es compleja, no por laboriosa, sino porque se necesita aprendizaje para replicarla y entenderla.
Todos los pueblos, así sólo sea por necesidad de pertenencia, poseen apegos por sus tradiciones; pero ello no necesariamente implica que el nexo afectivo sea uno desde el orgullo y la certeza. Conquista e imperialismo cultural son dos fuerzas extremadamente poderosas, que como globos aerostáticos nos hacen otear con envidia horizontes lejanos y nos desenfocan la tierra que pisamos, habitamos y olemos.
Bastante claro está a estas alturas de la globalización que nos arropa, que los elementos culturales inmateriales que suman en los haberes patrimoniales (nos referimos a cantos, bailes, costumbres, comida…), han pasado a tener real protagonismo a la hora de establecer los mecanismos de mercadeo de nuestras naciones, no solo con fines comerciales, sino sobre todo diferenciadores. Lograr insertarse en el envidiable club de países que vienen construyendo su prestigio mundial a través de sus valores culturales implica dar el enorme salto desde el terreno de la querencia por pertenencia hacia el terreno de la creencia de que nuestra cultura es un valor único con valores transmisibles en el plano global. Un buen ejemplo que apunta hacia el hecho de que aun no “creemos”, es el que se da en casi todas las escuelas de cocina a la hora de transmitir la visión profesional respecto al uso de la maizina (entendiendo que la marca ha pasado a ser vocablo de uso común) o de harinas precocidas de maíz.
Salvo por algunas veleidades de la cocina moderna, al hombre nunca le ha gustado comer salsas aguaditas, para eso están las sopas. De allí que desde el inicio de la alquimia culinaria se las haya arreglado idear espesantes. Polvos de nueces, sangre, purés de vegetales, gelatinas, almidones; han tenido a lo largo de la historia sus momentos de gloria. Debido a que la literatura gastronómica especializada tuvo sus orígenes en el Viejo Continente europeo, resultó natural que sus dos formas preferentes para espesar salsas terminaran por ser las más enseñadas y, por consecuencia de esa transmisión, las más respetadas. Nos referimos al método de reducción (cocción lenta hasta espesar) y al uso de Roux, que es el que concierne a este artículo. Se trata simplemente del uso de harina de trigo (mezclada con mantequilla para que no haga grumos) con el fin de “inmovilizar” las moléculas de agua de la salsa a espesar. Es tal la popularidad académica del Roux como espesante, que se ha generado la matriz de opinión de que espesar con él es de Alta Cocina y hacerlo con Maizina o harina de maíz es propio de quienes aún no saben cocinar profesionalmente. El meta-mensaje detrás de esta aseveración es un espanto: El trigo europeo es propio de Alta Cocina y nuestro maíz (o papa, dependiendo de la fécula usada) es de ama de casa. Nuevamente, se hace presente, el discurso minimizador de nuestros procesos culturales y de nuestra propia evolución técnica.
Haciendo el ejercicio hipotético de ser chauvinistas, podríamos decir “Pobrecitos los europeos que se la tuvieron que arreglar con la harina de trigo a falta de maíz o de papa”; pero, ni Roux es mejor que maizina, ni viceversa. Cada pueblo se las arregló en sus orígenes como pudo y con lo que tenía, y alrededor de esa despensa inventó sus platos. Así como estoy seguro que si no se hace una papilla de bebé con maizina o un majarete de coco con harina de maíz, el resultado sería cualquier cosa menos bueno; igualmente me consta que una salsa bechamel para lasaña hecha con maizina, siempre es una hermana menor de la salsa original espesada con harina de trigo.
Así que, sin ánimos de escandalizar, les informo que uso Maizina a cada rato. Soy latinoamericano.
Todos los pueblos, así sólo sea por necesidad de pertenencia, poseen apegos por sus tradiciones; pero ello no necesariamente implica que el nexo afectivo sea uno desde el orgullo y la certeza. Conquista e imperialismo cultural son dos fuerzas extremadamente poderosas, que como globos aerostáticos nos hacen otear con envidia horizontes lejanos y nos desenfocan la tierra que pisamos, habitamos y olemos.
Bastante claro está a estas alturas de la globalización que nos arropa, que los elementos culturales inmateriales que suman en los haberes patrimoniales (nos referimos a cantos, bailes, costumbres, comida…), han pasado a tener real protagonismo a la hora de establecer los mecanismos de mercadeo de nuestras naciones, no solo con fines comerciales, sino sobre todo diferenciadores. Lograr insertarse en el envidiable club de países que vienen construyendo su prestigio mundial a través de sus valores culturales implica dar el enorme salto desde el terreno de la querencia por pertenencia hacia el terreno de la creencia de que nuestra cultura es un valor único con valores transmisibles en el plano global. Un buen ejemplo que apunta hacia el hecho de que aun no “creemos”, es el que se da en casi todas las escuelas de cocina a la hora de transmitir la visión profesional respecto al uso de la maizina (entendiendo que la marca ha pasado a ser vocablo de uso común) o de harinas precocidas de maíz.
Salvo por algunas veleidades de la cocina moderna, al hombre nunca le ha gustado comer salsas aguaditas, para eso están las sopas. De allí que desde el inicio de la alquimia culinaria se las haya arreglado idear espesantes. Polvos de nueces, sangre, purés de vegetales, gelatinas, almidones; han tenido a lo largo de la historia sus momentos de gloria. Debido a que la literatura gastronómica especializada tuvo sus orígenes en el Viejo Continente europeo, resultó natural que sus dos formas preferentes para espesar salsas terminaran por ser las más enseñadas y, por consecuencia de esa transmisión, las más respetadas. Nos referimos al método de reducción (cocción lenta hasta espesar) y al uso de Roux, que es el que concierne a este artículo. Se trata simplemente del uso de harina de trigo (mezclada con mantequilla para que no haga grumos) con el fin de “inmovilizar” las moléculas de agua de la salsa a espesar. Es tal la popularidad académica del Roux como espesante, que se ha generado la matriz de opinión de que espesar con él es de Alta Cocina y hacerlo con Maizina o harina de maíz es propio de quienes aún no saben cocinar profesionalmente. El meta-mensaje detrás de esta aseveración es un espanto: El trigo europeo es propio de Alta Cocina y nuestro maíz (o papa, dependiendo de la fécula usada) es de ama de casa. Nuevamente, se hace presente, el discurso minimizador de nuestros procesos culturales y de nuestra propia evolución técnica.
Haciendo el ejercicio hipotético de ser chauvinistas, podríamos decir “Pobrecitos los europeos que se la tuvieron que arreglar con la harina de trigo a falta de maíz o de papa”; pero, ni Roux es mejor que maizina, ni viceversa. Cada pueblo se las arregló en sus orígenes como pudo y con lo que tenía, y alrededor de esa despensa inventó sus platos. Así como estoy seguro que si no se hace una papilla de bebé con maizina o un majarete de coco con harina de maíz, el resultado sería cualquier cosa menos bueno; igualmente me consta que una salsa bechamel para lasaña hecha con maizina, siempre es una hermana menor de la salsa original espesada con harina de trigo.
Así que, sin ánimos de escandalizar, les informo que uso Maizina a cada rato. Soy latinoamericano.
Comentarios
La harina de maiz precocida "famosa harina pan", y el almidon de maiz o "Maizina", han pasado a ser producto escencial en los hogares venezolanos. Y como algunos saben apoyo mucho los ingredientes originales de nuestras cocinas o fogones y antiguas costumbres, pero no se puede escapar a la modernidad y a la ayudita que las amas de casa tienen para elaborar los alimentos, que le regalan ademas un tiempito extra para sus quehaceres y para estar con la familia...y me atrevo a decir hasta para ver la telenovela ; )
Lamentablemente hay productos desaparecidos de nuestras despensas, por el ejemplo el almidon de yuca que se sustituyo por la maizina en los almidoncitos, y la harina de maiz cariaco tostado que se ha ido sustituyendo por la harina precocida tostada para los pan de horno...y en esta parte de sustituciones si ya caigo en lamentaciones porque perdemos un poco los sabores originales de nuestros platos.