LA VUELTA DE LAS CARABELAS

En el año 1888 se publicaba Azul del poeta Rubén Darío. Sin saberlo, el “ruiseñor errante de América, como lo llamó Juan Ramón Jiménez, colocaba con su libro la piedra fundacional, de lo que a la postre, él mismo habría de bautizar como movimiento Modernista de la literatura, a manera de desplante ante lo que para entonces era considerada una mala palabra. La renovación de lenguaje que con el movimiento devino, terminó por sacudir las bases de la América hispanohablante, ganando como adeptos a nombres fundamentales de nuestra historia, como son el cubano José Martí o la uruguaya Delmira Agustini. Cuatro años después de la publicación de Azul, Rubén Darío viajaría a España. Fue tal la influencia de su visita y el poderío de su discurso, que el encuentro del poeta latinoamericano con sus pares españoles se considera el inicio del Modernismo español, encabezado por Manuel Machado, Alonso Quesada y Ramón María del Valle-Inclán.

II

Recientemente me comentaba el enciclopédico chef venezolano, Alonso Núñez, que estaba leyendo un libro editado en 2002 por la Biblioteca Ayacucho, titulado Estética del Modernismo Hispanoamericano. En la presentación del mismo, el venezolano Miguel Gomes (actualmente profesor de literatura en español de la universidad de Connecticut) habla justamente de la influencia del modernismo latinoamericano en España y lo llama “la vuelta de las carabelas”. La evocación poética de estas cinco palabras es contundente. Poderosa. A partir de ese comentario fue imposible dejar de soñar.

III

Queremos creer que desde América volvieron las carabelas al Viejo mundo cargadas de maravillas gastronómicas. Tal vez, pero nunca las quisieron adoptar. Sólo han sido curiosidades de zoológico o excentricidades de vivero.

Resulta curioso que siendo América el continente considerado reservorio de biodiversidad comestible, dada su variedad (al punto que, inclusive sus propios pobladores desconocen una buena parte de ella), la influencia cotidiana en la mesa europea prácticamente se haya limitado a la vainilla como aromatizante, a uno solo de nuestros miles de tubérculos (la papa), al tomate como imprescindible, y a dos vicios adoptados: tabaco y cacao. La cultura gastronómica de Europa prácticamente fue impermeable a la adopción de ingredientes americanos. Aunque conozcan el maíz, al aguacate, maní, ají o piña; rara vez veremos que una señora madrileña vaya al mercado a comprarlos en un arranque desesperado de antojo.

No es criticable. Es natural que los pueblos orgullosos de su propia identidad gastronómica, sean bastante impermeables al ataque de influencias externas y Europa indudablemente posee una identidad gastronómica muy sólida.

IV

Recuerdo perfectamente los platos del francés Pierre Blanchard o del italiano Amadeo Mazzucato, en lo boyantes años 70 y 80, en Caracas. Hicieron historia porque se dedicaron a emplear nuestros ingredientes tradicionales bajo la mirada técnica tradicional europea. Surgieron así el confit de lapa, del primero o el hojaldre de aguacate, del segundo.

Treinta años después, a medida que vamos documentando nuestras técnicas, las carabelas han comenzado a regresar. Fui testigo de un español haciendo tequeños de serrano y de otro hablando de ceviche de rape. Vi como Andoni Luís llamaba falso carbón a una yuca cocida en maíz morado o como el curanto mapuche chileno pasó a ser moda.

La clave estriba en que finalmente uno de nosotros se presentó ante sus tarimas y les explicó como hacíamos las cosas; y ya debe estar con las maletas prestas quien les explicará los mil usos de la yuca o la perfección de textura de un pescado asado si se envuelve en hoja de plátano. Con cada técnica generaremos la necesidad por nuestros productos y finalmente veremos carabelas cargadas de guanábana, budares, flor de la canela, chigüire, onoto y mamey… en un viaje que esperó 500 años.

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