NO TE ANGUSTIES AMOR, NADIE TE OBLIGA
Todo aquel que come con gozo es un experimentador nato que siente y colecciona sabores en anaqueles construidos en su memoria gustativa. A la larga esta compilación termina por generar una paleta infinita llena de pesos, colores, texturas, recuerdos. Verde oliva no es igual a verde lechuga. Una unta, la otra cruje. Una nos hace salivar, la otra nos prepara para el sonido. Una es verde a la luz de las velas, la otra fosforescente. Tomadas de la mano, una invita a lamerse los dedos, la otra no. Verde no siempre es verde. Son cientos de sabores, que nos han llenado de un cúmulo tan basto de sensaciones que queremos creer que siempre fuimos así. Sentimos que desde siempre hemos ido ávidos, pase lo que pase, hacia la búsqueda de las emociones que nos depara cada sabor desconocido, acurrucado en mesas exploradas. Adultos nos negamos a aceptar que hubo un momento en nuestras vidas que ante la presencia de lo desconocido, nos negábamos tozudamente a probar bocado y siempre terminamos por decirles a nuestros hijos que a su edad comíamos de todo. Para suerte de ellos, siempre habrá una abuela para desmentirlo.
Apreciar sabores indudablemente es un hecho cultural, pero venimos al mundo con predisposiciones genéticas que nos llevan a aceptar de plano un tipo de sabores y rechazar otros. Basta con experimentar dándole a un recién nacido un trozo de rojo radicchio o un sorbo de té hecho con yerba mate, para entender que faltarán años antes de que esa criatura descubra la sensualidad espesa detrás de los cien mil tonos dulces de lo amargo. Darle a un niño picante nos parece cruel y luego caemos rendidos ante la lluvia de fuegos artificiales que genera ¡Prueba, prueba! pedimos con ansiedad cada vez que la boca fruncida y el gesto firme de uno de nuestros hijos trasmuta a muralla infranqueable. Es por amor que lo hacemos, sabemos que se están perdiendo de algo que nos da un placer enorme. No hay peor impotencia que no poder compartir los placeres con quienes amamos ¡Prueba, prueba!… Hijo, por favor prueba. Hay colores allí en donde no ves. Te juro que he nadado en ellos.
No hay apuro Mamá, Papá. Ya llegará la hora de los enamoramientos. La hora de socializar.
Años después ella está en la cocina haciendo gefilte. Luego prepara el chrain con remolacha y el olor del vinagre le recuerda aquel novio. Cuando el tenedor le entrega el sabor dulzón del pescado molido, vuelve a ella el límpido color violeta que vio la primera vez. Prueba hijo le dice ella. Él la mira con asco.
- Amor, yo se que estos platos no te van a gustar. Come lo que quieras. No te angusties amor. Nadie te obliga.
Apenas recuerdas que lo que acaban de servirte es un pimiento piquillo relleno de cordero guisado con romero. ¡Ahora o nunca! Y clavas decidido el tenedor en la roja carne. Pimiento que sabe a grande. Pimiento que sabe a palmada orgullosa de padre. Pimiento dulce, amargo, picante, romero, rojo, pertenencia. Te dejas llevar por la euforia e inclusive sorbes un poco de vino. Vino que frunce los cachetes, vino que quema, vino que sabe mejor en la nariz. Vino amargo al que le faltarán años para tener aroma intelectual, vino prohibido.
Lejano oyes a tu padre explicar impresionado que tu no comes nada. Tu mirada lo subestima, ¡eres grande! Lo amas y sabes que aún no lo ha notado.
Nota del autor: En 1983 probé aceitunas por vez primera en la ciudad de Barcelona (España) ¡Quería desaparecer! ¡Qué sabor espantoso! Me sentía cuerdo en una mesa de orates que parecían disfrutarlo. No tenía opción, esa viejita había macerado con sus manos olivas de su propio jardín. Más que obsequiar, ofrendaba ¡Gracias señora!, donde quiera que esté.
Apreciar sabores indudablemente es un hecho cultural, pero venimos al mundo con predisposiciones genéticas que nos llevan a aceptar de plano un tipo de sabores y rechazar otros. Basta con experimentar dándole a un recién nacido un trozo de rojo radicchio o un sorbo de té hecho con yerba mate, para entender que faltarán años antes de que esa criatura descubra la sensualidad espesa detrás de los cien mil tonos dulces de lo amargo. Darle a un niño picante nos parece cruel y luego caemos rendidos ante la lluvia de fuegos artificiales que genera ¡Prueba, prueba! pedimos con ansiedad cada vez que la boca fruncida y el gesto firme de uno de nuestros hijos trasmuta a muralla infranqueable. Es por amor que lo hacemos, sabemos que se están perdiendo de algo que nos da un placer enorme. No hay peor impotencia que no poder compartir los placeres con quienes amamos ¡Prueba, prueba!… Hijo, por favor prueba. Hay colores allí en donde no ves. Te juro que he nadado en ellos.
No hay apuro Mamá, Papá. Ya llegará la hora de los enamoramientos. La hora de socializar.
II
A ella la invitan a almorzar a la casa del novio. Al pasar a la mesa, ella es testigo de ritos, cantos y rezos hasta ahora desconocidos, ¡que lindo es él! atina a pensar mientras lo observa absorta. Minutos después, perpleja, ve como la madre del muchacho comienza a colocar en el centro de la mesa, bandejas rebosantes de cosas raras. Una masa de gelatinoso y molido pescado cae en su plato y a su lado fideos de algún vegetal desconocido que huelen a mostaza. Ella le sonríe a ella. Ella le sonríe a él. Ella se quiere morir, no es momento de arqueadas. Con terror lleva el tenedor a su boca. Se sabe observada. Ese día ella descubre que un plato principal puede ser frío. Le parece sensual.Años después ella está en la cocina haciendo gefilte. Luego prepara el chrain con remolacha y el olor del vinagre le recuerda aquel novio. Cuando el tenedor le entrega el sabor dulzón del pescado molido, vuelve a ella el límpido color violeta que vio la primera vez. Prueba hijo le dice ella. Él la mira con asco.
III
Trece años tienes y tu padre te ha invitado a una tertulia de adultos. Eres parte de una mesa larga que con su formalidad predice reverencia gastronómica. La seriedad en el ambiente está contagiada de ceremonia. Suena el clink ritual de un tenedor que choca contra una copa a medio llenar y por imitación giras la cabeza en la dirección de quien acaba de anunciar la apertura del evento. Mientras tratas de entender la jerga que describe ingredientes que has rechazado desde siempre, descubres que tu padre está de buenas. Él se acerca cómplice y susurra:- Amor, yo se que estos platos no te van a gustar. Come lo que quieras. No te angusties amor. Nadie te obliga.
Apenas recuerdas que lo que acaban de servirte es un pimiento piquillo relleno de cordero guisado con romero. ¡Ahora o nunca! Y clavas decidido el tenedor en la roja carne. Pimiento que sabe a grande. Pimiento que sabe a palmada orgullosa de padre. Pimiento dulce, amargo, picante, romero, rojo, pertenencia. Te dejas llevar por la euforia e inclusive sorbes un poco de vino. Vino que frunce los cachetes, vino que quema, vino que sabe mejor en la nariz. Vino amargo al que le faltarán años para tener aroma intelectual, vino prohibido.
Lejano oyes a tu padre explicar impresionado que tu no comes nada. Tu mirada lo subestima, ¡eres grande! Lo amas y sabes que aún no lo ha notado.
Nota del autor: En 1983 probé aceitunas por vez primera en la ciudad de Barcelona (España) ¡Quería desaparecer! ¡Qué sabor espantoso! Me sentía cuerdo en una mesa de orates que parecían disfrutarlo. No tenía opción, esa viejita había macerado con sus manos olivas de su propio jardín. Más que obsequiar, ofrendaba ¡Gracias señora!, donde quiera que esté.
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