INFANCIA ROBADA
Te vi. Arrogante, perfectamente consciente de tu belleza. Te vi en el anaquel exhibiendo oronda y segura tus nuevas carnes tecnológicas y en tu impudicia exhibicionista se podía respirar claramente que entendías, que no sólo eres diferente sino además mejor. ¡Ja mejor!. Tal vez eso sientas, que eres mejor; pero para mi simplemente eres más fácil. A tu madre la seducía, la cortejaba y esperaba con temblores sus mieles. Tú en cambio me las entregas sin mediar palabra, eres mecánica y en tu frialdad arrastras mi infancia.
Aún puedo verme preadolescente teniéndola a ella en mi regazo, calmándonos ante la certeza de los recreos. El timbre de entonces era campanada premonitoria de dulzura compartida. Todo comenzaba con el ritual de abrirte, casi siempre con la punta de un bolígrafo inservible y muchas veces con la ayuda de cualquier artefacto punzo penetrante. La hebilla, una piedra puntiaguda, la ilegal navaja, ¡todo era válido! El primer huequito apenas permitía asomar el futuro, pero luego venía el definitivo. Mi maestra de tercer grado luchaba por enseñarme matemáticas, pero fue con tu segundo huequito que entendí el significado de equidistante, ¡ay en ese instante explotabas! y yo corría a sorber esas primeras gotas que parecían salir con un impulso guardado. Comenzaba entonces a lamer de ti con avidez infantil y poca certeza de temporalidad. Mis pocos años disculpaban que creyese que era para siempre y sólo cuando comenzabas a escasear entendía que que en mis manos había estado la posibilidad de prolongar el placer, al menos unos minutos más. Te engullía los primeros segundos para luego era encontrar con desesperación, la manera de prolongar un final advertido e inevitable. Cuando se acercaba el final comenzaba el sonido, aire entrando por el otro huequito que a veces silbaba o a veces era sordo ronquido. Luego te levantaba y morbosamente esperaba, la caída, cada vez más espaciada en el tiempo de las gotas finales. La última la obtenía soplando por uno de los dos huequitos y en ese momento olía por primera vez la combinación extraña de leche dulce, lata y saliva que aún no se si me agrada, pero igual me acompaña desde entonces. Como nunca pude abrirte del todo, me acompañará hasta el final el misterio: ¿Aún podía obtener más de ti? ¿Mi avaricia realmente había logrado vaciarte?
Hoy te vi por primera vez. Con bombos y platillos anunciaban que comenzaba tu debut maduro con nuevos vestidos. El primero con rosca a la manera de los tubos de pasta dental y el de gala con la posibilidad de usar el “abrefácil”. Que cosas, así le dicen. Murió la seducción. Ahora es ¡zas! ¡tas! y ¡listo! Se fueron mis olores mezclados, mis angustias de bolígrafo, los sonidos maleducados, la expectante espera, los misterios, las lamidas groseras para evitar compartir. A medida que desenroscaba tu moderna tapa roja, procedía a enroscar mis horas de recreo y una parte importante de mi infancia y me pregunto ¿Ahora cómo hago arequipe si no te puedo hervir?
Aún puedo verme preadolescente teniéndola a ella en mi regazo, calmándonos ante la certeza de los recreos. El timbre de entonces era campanada premonitoria de dulzura compartida. Todo comenzaba con el ritual de abrirte, casi siempre con la punta de un bolígrafo inservible y muchas veces con la ayuda de cualquier artefacto punzo penetrante. La hebilla, una piedra puntiaguda, la ilegal navaja, ¡todo era válido! El primer huequito apenas permitía asomar el futuro, pero luego venía el definitivo. Mi maestra de tercer grado luchaba por enseñarme matemáticas, pero fue con tu segundo huequito que entendí el significado de equidistante, ¡ay en ese instante explotabas! y yo corría a sorber esas primeras gotas que parecían salir con un impulso guardado. Comenzaba entonces a lamer de ti con avidez infantil y poca certeza de temporalidad. Mis pocos años disculpaban que creyese que era para siempre y sólo cuando comenzabas a escasear entendía que que en mis manos había estado la posibilidad de prolongar el placer, al menos unos minutos más. Te engullía los primeros segundos para luego era encontrar con desesperación, la manera de prolongar un final advertido e inevitable. Cuando se acercaba el final comenzaba el sonido, aire entrando por el otro huequito que a veces silbaba o a veces era sordo ronquido. Luego te levantaba y morbosamente esperaba, la caída, cada vez más espaciada en el tiempo de las gotas finales. La última la obtenía soplando por uno de los dos huequitos y en ese momento olía por primera vez la combinación extraña de leche dulce, lata y saliva que aún no se si me agrada, pero igual me acompaña desde entonces. Como nunca pude abrirte del todo, me acompañará hasta el final el misterio: ¿Aún podía obtener más de ti? ¿Mi avaricia realmente había logrado vaciarte?
Hoy te vi por primera vez. Con bombos y platillos anunciaban que comenzaba tu debut maduro con nuevos vestidos. El primero con rosca a la manera de los tubos de pasta dental y el de gala con la posibilidad de usar el “abrefácil”. Que cosas, así le dicen. Murió la seducción. Ahora es ¡zas! ¡tas! y ¡listo! Se fueron mis olores mezclados, mis angustias de bolígrafo, los sonidos maleducados, la expectante espera, los misterios, las lamidas groseras para evitar compartir. A medida que desenroscaba tu moderna tapa roja, procedía a enroscar mis horas de recreo y una parte importante de mi infancia y me pregunto ¿Ahora cómo hago arequipe si no te puedo hervir?
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