LA IDEOLOGÍA ES LENGUAJE
Así como Roma es la ciudad de peregrinaje de los católicos y Amritsar la de los Sikhs, Varanasi lo es para quienes creen en las enseñanzas del Bhagavad Gītā. En esa ciudad, desde hace varios miles de años, se reúnen miles de creyentes al amanecer y al anochecer para escuchar el embriagante sonido de conchas marinas, ver el bambolear rítmico de lámparas de aceite y creer en los mantras, emanados por los Sadhus, que han renunciado a todo salvo a la palabra de escrituras antiquísimas y a su adoración por Krisna. Cada día puede observarse a una multitud importante de seres que, sentados ordenadamente en el piso, siguen cada momento de la liturgia. Verlos es observar la bastante obvia separación entre quienes fueron formados bajo esa fe y quienes, venidos desde el exterior, creen pertenecer a esa fe. Los primeros contestan al unísono cada sutil palabra emanada desde una pequeña terraza que se alza por encima de sus cabezas; los segundos, por desconocimiento absoluto del lenguaje, cierran los ojos, cruzan las piernas en posición yoga, extienden los brazos a los lados haciendo un círculo perfecto con pulgar e índice, y en trance dicen "Ommm" cuando nadie lo hace. Creen pertenecer, pero las miradas burlonas de sus vecinos sólo consiguen acrecentar lo que a todas luces es evidente: No son, no pertenecen, no lo podrán hacer mientras no entiendan lo que el hombre santo les dice. La escena no difiere en nada a la que podríamos ver en una iglesia católica, si alguien pretende pertenecer únicamente por haber leído la Biblia. El "Padre Nuestro" no puede leerse de manera mecánica. Debe hacerse en nuestro idioma, con nuestro canto y sobre todo con el dramatismo que le confieren las pausas con que hemos sido entrenados luego de años de repetición. La mirada pía de "La paz sea contigo" y el golpecito en el hombro del vecino tienen un instante: ni un segundo antes, ni uno después.
Ha sido así desde siempre, la ideología es lenguaje y es entonación. De allí que no sea casual que todo propagandista basa su afán de convencimiento en lograr una forma de lenguaje distintintiva. Oposición versus oposicionista, expropiación versus recuperación, indio versus originario, funcionaria versus representante, Waraira versus Ávila. Sólo un fanático de los Leones de Caracas entiende todas las implicaciones y el código que trae la palabra "Gloriosos", que antecede como fórmula al bautizo del equipo de béisbol... No son palabras, son las cercas que nos encasillan.
No es diferente en los oficios. Cada uno posee su lenguaje y la escogencia de este no es mas que el reflejo de los tiempos que corren. Los religiosos tienen sus libros sagrados, los políticos los medios de comunicación y los policías su jerga. La cocina, como oficio que es, no escapa. Tenemos el menú.
II
No conozco un solo país en donde en el plano domestico se discuta si existe o no una cocina nacional. Sería casi ridículo imaginar la escena de una familia comiendo arepas con diablito, bisteck con tajá o pisillo de cazón, enfrascada en una acalorada disertación acerca de la existencia de una identidad gastronómica. Todos saben con certeza que nada de eso podrían comerlo en otro país, y todos saben que les haría falta llegado el caso. Cosa muy diferente es cuando la discusión se plantea desde la propuesta formal, representada en los restaurantes de las ciudades. Negocio es negocio, y restaurantes y clientes mantienen una permanente simbiosis de adaptación-educación que es el reflejo de las bonanzas, sueños, carencias, modas e inclusive ideologías de los tiempos que determinan inclusive hasta que límite es políticamente correcto el placer. El reflejo de esos tiempos está claramente reflejado en los menús. De hecho en columnas anteriores, hemos notado como son ellos una gran herramienta de apoyo para estudios de estadística social.
Ya en el plano gastronómico, esta primera década del siglo XXI, ha estado claramente signada por un profundo entusiasmo desde el cual, sus actores, buscan una identidad de lenguaje que permita posicionar nuestras propuestas a nivel internacional con características indistintas y reconocibles fácilmente. Nos acercamos al momento en el que leer el menú de cualquier restaurante con cocina de autor sea un acto de reafirmación, no por apelar al recetario tradicional, sino por apelar a nuestra despensa, nuestra nomenclatura, nuestro terroir y nuestra manera de ver la vida; y cuando esa forma de escribir se convierta en norma estándar del oficio, habremos ganado una batalla ideológica importantísima. Los tiempos bonitos en los que se armonizan el lenguaje de la calle y el académico. Tiempos en que Reina Pepiá deja de ser idiosincrasia y pasa a ser caballo de Troya que vende a un país con ideología de marca.
Ha sido así desde siempre, la ideología es lenguaje y es entonación. De allí que no sea casual que todo propagandista basa su afán de convencimiento en lograr una forma de lenguaje distintintiva. Oposición versus oposicionista, expropiación versus recuperación, indio versus originario, funcionaria versus representante, Waraira versus Ávila. Sólo un fanático de los Leones de Caracas entiende todas las implicaciones y el código que trae la palabra "Gloriosos", que antecede como fórmula al bautizo del equipo de béisbol... No son palabras, son las cercas que nos encasillan.
No es diferente en los oficios. Cada uno posee su lenguaje y la escogencia de este no es mas que el reflejo de los tiempos que corren. Los religiosos tienen sus libros sagrados, los políticos los medios de comunicación y los policías su jerga. La cocina, como oficio que es, no escapa. Tenemos el menú.
II
No conozco un solo país en donde en el plano domestico se discuta si existe o no una cocina nacional. Sería casi ridículo imaginar la escena de una familia comiendo arepas con diablito, bisteck con tajá o pisillo de cazón, enfrascada en una acalorada disertación acerca de la existencia de una identidad gastronómica. Todos saben con certeza que nada de eso podrían comerlo en otro país, y todos saben que les haría falta llegado el caso. Cosa muy diferente es cuando la discusión se plantea desde la propuesta formal, representada en los restaurantes de las ciudades. Negocio es negocio, y restaurantes y clientes mantienen una permanente simbiosis de adaptación-educación que es el reflejo de las bonanzas, sueños, carencias, modas e inclusive ideologías de los tiempos que determinan inclusive hasta que límite es políticamente correcto el placer. El reflejo de esos tiempos está claramente reflejado en los menús. De hecho en columnas anteriores, hemos notado como son ellos una gran herramienta de apoyo para estudios de estadística social.
Ya en el plano gastronómico, esta primera década del siglo XXI, ha estado claramente signada por un profundo entusiasmo desde el cual, sus actores, buscan una identidad de lenguaje que permita posicionar nuestras propuestas a nivel internacional con características indistintas y reconocibles fácilmente. Nos acercamos al momento en el que leer el menú de cualquier restaurante con cocina de autor sea un acto de reafirmación, no por apelar al recetario tradicional, sino por apelar a nuestra despensa, nuestra nomenclatura, nuestro terroir y nuestra manera de ver la vida; y cuando esa forma de escribir se convierta en norma estándar del oficio, habremos ganado una batalla ideológica importantísima. Los tiempos bonitos en los que se armonizan el lenguaje de la calle y el académico. Tiempos en que Reina Pepiá deja de ser idiosincrasia y pasa a ser caballo de Troya que vende a un país con ideología de marca.
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