Olivia vive en mi casa desde hace varios años. Una negra grande (y extremadamente malhumorada), que pasó de los sesenta, a la que se le va desdibujando de la memoria la muy impresionante historia de su viaje por estaciones de miedo, hasta que la dejaron sin maleta y sola, botada en Los Teques hace casi tres décadas, cuando ya era una mujer de 40 años. “De Barbacoa-Nariño, en Pasto, es que soy yo señor Sumito, pero viví en Tumaco-Buena Aventura (siempre los dice pegaditos) que es donde las casas tienen al agua por debajo y no hay tierra sino arena”, me repite con rutina que me hace falta oír a diario. Me se de memoria el recorrido que hizo desde las costas del pacífico colombiano hasta los vericuetos de La Vega en Caracas, y de recorrerlo en un mapa, puedo imaginarme un camino tapizado de flores, auyamas y tomates… porque Olivia, por donde camina, va regando semillas. Cuando vamos al mercado juntos, la veo escudriñar atenta a las auyamas partidas en dos hasta que se enamora de una. La e...