ARMISTICIO

Al historiador venezolano Germán Carrera Damas, embajador en ocasiones y goloso por referencia obligada, le oímos en una ocasión un cuento fabuloso: Con su labia profusa y exquisita contaba, que siendo embajador de nuestra república ante el vecino país de Colombia se encontró ante una complicada situación diplomática debido a una incursión desautorizada en la frontera. Conocedor de lo exasperante que puede llegar a ser una escalada de notas diplomáticas o peor aun, la diplomacia de micrófonos; decidió convocar a uno de los más altos jefes militares del país hermano para una reunión en su casa, aprovechando que era dueño de información preciosa y privilegiada: al militar colombiano le gustaba cocinar.

Para sorpresa del metódico castrense vecino, en la casa de nuestro representante únicamente se encontraba nuestro embajador ataviado con el mejor de sus delantales y con una cuchara de palo como arma guerrera. Invitó al militar a la cocina y lo conminó a ayudarle con un risotto de hongos, que para entonces, ya humeaba en los fogones. A medida que transcurría la noche sólo hablaban de cebolla, aromas y guerras pasadas, perdidas en ollas chamuscadas. Finalmente, con los platos vacíos de arroz y cargados de burusas de pan, como solitarios testigos de lo que vendría, Germán Carrera Damas le preguntó al militar -¿Entonces hermano, cómo vamos a arreglar ésta vaina?- La noche cachaca fue testigo de lo que los cancilleres quizás nunca llegaron a sospechar: Un armisticio sellado al calor de un aguardiente anisado y con la satisfacción de una barriga llena.

Nota del autor: En cualquier buscador de Internet coloque “Diplomacia y Gastronomía de Germán Carrera Damas”, se topará con el fabuloso discurso que el historiador dictó el 7 de marzo de 2007 en la Universidad Metropolitana de Caracas, en ocasión del “Primer Congreso Internacional de Gastronomía”¡Una joya!

II

Hermosa paradoja la francesa. Por un lado, comen los habitantes de la vieja Galia, mantequilla, grasa de cordero y pan como unos desaforados inconscientes que pretenden disminuir las estadísticas globales de expectativa de vida. Por el otro, exhiben con descaro unos corazones robustos, tanto para el amor, como para la batalla que gana únicamente quien más arrugas tiene para mostrar. Mucha investigación se ha hecho para accesar la esquiva fórmula de este grial y muchas veces apuntan las armas científicas hacia ingredientes que, a modo de maná, todo lo alimentan y todo lo curan. Ávidos como estamos los occidentales de fórmulas mágicas que nos resuelvan los entuertos con el menor esfuerzo, nos avocamos de manera masiva tras ese nuevo filón llamado dieta mediterránea. Es posible que sea así. Es posible que hayan sido bendecidos por el vino y el aceite de oliva … Pero es posible que la explicación sea más sencilla, menos técnica, más hermosa.

Imagínese usted sólo por un instante, que la vida le da un regalo casi bendito: una hora del día exclusivamente para usted. Una hora en la que está prohibido pensar en tráfico, impuestos, obligaciones de proveedor, retiros o fragilidad. Imagínese que esa ahora es para siempre. Que nadie se la quitará. Algo así como una hora de yoga o de meditación y escape. No hay que ser un sesudo catedrático para intuir que semejante utopía debe conllevar a un mejoramiento exponencial de la salud, que con semejante regalo sólo queda ser longevo aunque sea por el placer de disfrutar de esa hora regalada, en tiempos urbanidad, de macho productor y de hembra que todo lo debe poder sin que se le note.

Imagínese usted sólo por un instante, que la vida le da un regalo casi bendito: la posibilidad de comer una de la tres comidas del día sentado como Dios debió planificarlo, es decir en una mesa con mantel, copa, afectos y comida pensada. Eso hacen los franceses, los mismos de la París de 10 millones de habitantes y de tráfico descomunal. Los mismos que tienen la obligación de ser bonitos todo el tiempo y a los que nadie sonríe. No se como se las arreglan, no me importa. Sólo se que cada día, ellos establecen un armisticio con la vida, con su cotidianidad, con su desmesura de ciudad… y deciden vivir.

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