ESA CALLE QUE MANDA

Son las once y media de la mañana del sábado y tres obreros de ropas curtidas por la faena están sentados en sendas banquetas plásticas, comiéndose un pocillo de mondongo, de por lo menos medio litro, que reposa humeante en platos plásticos de colores chillones: casi tan grandes como un colador de pasta. Es un mondongo de sabor y sazón excepcionales, de esos en los que la pata de res se le coloco a la olla sin timidez y en donde se amalgaman la textura pegajosa de las gelatinas con la untuosidad de las verduras deshechas. Absortos como están entre la disyuntiva de escaldarse el cielo de la boca con la sopa hirviente o esperar con impaciencia el momento de mitigar un hambre que se acrecienta con cada segundo y con cada bocanada de aroma perfecto cargado de cilantro fresco, no notan a un pulido carro de lujo azul que acaba de mal estacionarse en doble fila frente al kiosco y desde donde se bajan un hombre en sus cuarenta y un niño de quince que aparenta menos. El hombre, vestido tempranamente de domingo, pide dos mondongos para llevar y manipula el plástico hirviente con una seguridad que sólo puede dar la cotidianidad reiterada y rutinaria - ¡Te vas a quedar loco cuando pruebes esto! – le dice al hijo, dejando en el ambiente el guiño cómplice de un rito de iniciación.

La escena transcurre en la esquina que conforman la avenida Hatillo con la calle Arenal, en la entrada de la que popularmente se conoce como la zona industrial de La Trinidad, en nuestra capital, Caracas. Allí está el puesto de Edith. Allí se instaló ella hace casi treinta años para cocinarle a la numerosa masa laboral que poblaba cada día las fábricas y los negocios de la para entonces conocida como ciudad satélite de nuestra capital, y en acto claramente maternal acostumbró a su clientela (hoy muchos, hijos de los conquistados iniciales) con el acto consentidor de su mondongo de los sábados. Para el alma de una cocinera debe ser tremendamente satisfactorio asistir a la escena sabatina de caras largas que, por culpa de unas sábanas pegadas, no disimulan su frustración al no haber podido acceder a una de las 160 raciones que cada mañana ahí se calientan.

II
Todos los países poseen su cocina de calle. Suele ser una cocina sencilla que puede hacerse con pocos recursos. Diseñada para comerse con las manos, sin sentarse, y sobre todo, muy fácil y rápida de hacer. Son los anticuchos peruanos, los choripanes argentinos, los tacos mexicanos, los buñuelos rellenos de papa colombianos, las pupusas salvadoreñas o el roti trinitario.

La historia recién narrada del imperdible mondongo caraqueño, permite apuntar la mirada hacia un fenómeno que caracteriza a nuestra manera de ver la cocina de calle: ¡Es particularmente laboriosa!. Solemos decir que la arepa o las empanadas son las representantes que tenemos en el concurso del mundo de la comida rápida, pero queda claro que una arepa o una empanada carece de sentido sin el relleno. Ese relleno sería infinitamente menos laborioso si por ejemplo la arepa se rellena con carne a la brasa o la empanada con queso blanco; sin embargo, nuestras señoras prefieren pasar muchísimas horas horneando un pernil, haciendo carne mechada o meneando en caldero un chucho bien guisado y el clímax, indudablemente, se da con todo el trabajo previo que tiene una empanada rellena de pabellón. Ni nuestros perros calientes se salvan del afán creador popular: no nos conformamos con las tres salsas comerciales de rigor, sino que exigimos en esos frascos verdaderas recetas de autor hechas en laboratorios caseros.

Por otro lado, nuestra forma de enfrentar la cocina de calle ha contribuido a mantener en pié una cantidad importantísima de recetas que los restaurantes han dejado de hacer e inclusive nuestras casas. Por ejemplo, en la Isla de Margarita desarrollaron al punto de la perfección la muy laboriosa receta de estofado de lengua de cerdo, receta virtualmente desaparecida de la mesa de los restaurantes, totalmente desconocida para los navegaos y poco conocida para los jóvenes. Las tres señoras que tienen un kiosco de color azul en la esquina que une la vía hacia San Juan con la autopista que va de Porlamar al aeropuerto, podrían vender arepas rellenas de cazón o de queso… pero no lo hacen. Cada mañana, en ese pequeño puesto, margariteños nostálgicos comen arepas rellenas de lengua de cerdo en salsa y con cada suspiro agradecen que exista quien quiera hacerlas.

Cada tarantín de esos es aula de una universidad que es obligatorio comenzar a cursar.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola Sumito te escribo desde la Republica Dominicana, me encanta tu programa de cocina, lE sigo en el gourmet, Pero este articulo que has escrito es sumamente interesante, Aqui en mi pais tambien se encuentras pequeos negocios de comida , riquisimas. Ese mondongo se nota qu esta rico. El dia que viistes mi pais prometo haverte un mondongo dominicano. Un gran abraso y feliz 2014.......Cherly Dib

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