PANAMÁ
Panamá resultó una sorpresa... ayudó mucho que estuviese allá mi amigo Oriol Serra quien justo antes de irnos al aeropuerto (antes de venirnos a Venezuela) nos organizó un almuerzo en su casa, del que anexo al final de este artículo fotos tanto del menú como de los vinos que abrimos.
Nada más feroz para el ego que una preconcepción, para luego enfrentarnos a nuestra propia incultura. Eso exactamente es lo que me pasó con la ciudad de Panamá. Confieso que luego de tantas historias alabando el milagro económico asociado a la industria de la construcción, tenía la impresión de que mi paseo sería nada más un vuelo fugaz por rascacielos atestados de personas simulando pertenecer a una cultura que no les pertenece. ¡Mayor error! Panamá vibra con una cultura y una gastronomía que es exhibida con orgullo merecido y que entra por las venas hasta enviciar. Sea pues este amoroso artículo, mi manera de redimirme ante una de las tantas generalizaciones que a ratos permitimos que entren en nuestra alma para enviciarla.
Tal como ha sido la filosofía de esta columna cuando de bitácoras de viaje se trata, comencemos como siempre por su mercado. O sus dos mercados, en este caso.
Por la zona de Ancón se llega al mercado de Abastos. Mamey colorado, zapote, mangotinos, naranjillo, borojó, tomate de árbol, piñas dulces como el azúcar ¡Frutas, cuya tizana de aromas se confunde con la omnipresente fragancia del culantro panameño hasta emborrachar! La visita a este descomunal mercado (que no se entiende para una ciudad de apenas medio millón de habitantes), toma por lo menos dos horas. Allí pueden encontrarse sacos de frijoles chiricanos o de frijoles guandú, los dos frijoles principales de la dieta panameña. Allí podrá usted descubrir que Concolón es el nombre con que este pueblo le rinde culto al pegadito de arroz de las ollas y allí descubrirá que un ají idéntico a nuestro ají dulce, pica endemoniadamente y aquel que vemos con terror, por el contrario, sabe muy parecido al nuestro. Antes de irse, no deje de visitar la sección de vegetales chinos y pida un agua de pipa (agua de coco), mientras se deleita con la vestimenta de los indios Kuna que caminan orgullosos conscientes de su belleza inalcanzable.
El otro gran mercado de la Ciudad de Panamá, es el impecable y súper ordenado mercado de mariscos que se encuentra en la avenida Balboa. Contrario a muchos mercados de mariscos del mundo éste no debe ser visitado muy temprano, siendo las nueve de la mañana una hora ideal y el domingo un día perfecto. Varias veces me he quejado en esta columna de cómo Latinoamérica suele estar de espaldas a su propio mar. Panamá rompió el molde. La visita al mercado no sólo vale la pena para instruirse con la riqueza marina tanto del mar Caribe como del Pacífico, sino porque además en la entrada hay varias cevicherías con tanta variedad que se hace difícil la escogencia, y porque en el segundo piso se le puede pedir a la dueña del restaurante que nos cocine cualquier pescado recién adquirido. En este mercado conocí langostas de dulzura indescriptible, que no pasan de 150 gramos cuando llegan a adultas, me entretuve con variedades de camarones tigre y vi con asombro centollos (cangrejos) del tamaño de dos manos.
Panamá posee un casco colonial muy hermoso, en donde viejas casas de pintura raída comienzan a engalanarse gracias a una política gubernamental de exenciones impositivas, que busca convertir el lugar en uno de los polos gastronómicos y culturales de la ciudad. Es fascinante caminar de noche entre sus cafés, luego de pasar por una puerta colonial que da a la calle (y que podría abrirse con una navaja) con un letrerito que dice “Despacho de la Primera Dama” o luego de ver los balcones de la casa de ese héroe nacional llamado Rubén Blades; mientras en el lejano horizonte se ve una ciudad moderna que se levanta con los sueños de los inmigrante que la construyen.
Nada puede prepararnos para el Canal de Panamá. Su presencia descomunal en lugar de hacernos sentir pequeños, nos hace sentir seres poderosos capaces de torcer el destino con desdén, y nos recuerda aquella frase final maravillosa, en la película Blade Runner, del moribundo Roy (personificado por Rutger Hauer) que comienza con “Yo he visto cosas que ustedes no creerían… ”. El lugar ideal para ver el funcionamiento de las míticas esclusas que partieron en dos el istmo, es el restaurante Miraflores, que desde hace dos meses es comandado por el chef peruano Diego García.
Frente al canal… la Ciudad del Saber. La vasta zona boscosa que ocuparon los norteamericanos, hasta que cedieron en el año 2000 la administración del canal a los panameños. Caminar por sus casas, que recuerdan a nuestros campos petroleros, es una buena manera de entender lo que fue, lo que es y sobre todo, lo que quiere ser este país que trastoca tierras militares por espacios para ONGs y centros culturales. Panamá no vale una visita, vale varias.
PANAMÁ
Nada más feroz para el ego que una preconcepción, para luego enfrentarnos a nuestra propia incultura. Eso exactamente es lo que me pasó con la ciudad de Panamá. Confieso que luego de tantas historias alabando el milagro económico asociado a la industria de la construcción, tenía la impresión de que mi paseo sería nada más un vuelo fugaz por rascacielos atestados de personas simulando pertenecer a una cultura que no les pertenece. ¡Mayor error! Panamá vibra con una cultura y una gastronomía que es exhibida con orgullo merecido y que entra por las venas hasta enviciar. Sea pues este amoroso artículo, mi manera de redimirme ante una de las tantas generalizaciones que a ratos permitimos que entren en nuestra alma para enviciarla.
Tal como ha sido la filosofía de esta columna cuando de bitácoras de viaje se trata, comencemos como siempre por su mercado. O sus dos mercados, en este caso.
Por la zona de Ancón se llega al mercado de Abastos. Mamey colorado, zapote, mangotinos, naranjillo, borojó, tomate de árbol, piñas dulces como el azúcar ¡Frutas, cuya tizana de aromas se confunde con la omnipresente fragancia del culantro panameño hasta emborrachar! La visita a este descomunal mercado (que no se entiende para una ciudad de apenas medio millón de habitantes), toma por lo menos dos horas. Allí pueden encontrarse sacos de frijoles chiricanos o de frijoles guandú, los dos frijoles principales de la dieta panameña. Allí podrá usted descubrir que Concolón es el nombre con que este pueblo le rinde culto al pegadito de arroz de las ollas y allí descubrirá que un ají idéntico a nuestro ají dulce, pica endemoniadamente y aquel que vemos con terror, por el contrario, sabe muy parecido al nuestro. Antes de irse, no deje de visitar la sección de vegetales chinos y pida un agua de pipa (agua de coco), mientras se deleita con la vestimenta de los indios Kuna que caminan orgullosos conscientes de su belleza inalcanzable.
El otro gran mercado de la Ciudad de Panamá, es el impecable y súper ordenado mercado de mariscos que se encuentra en la avenida Balboa. Contrario a muchos mercados de mariscos del mundo éste no debe ser visitado muy temprano, siendo las nueve de la mañana una hora ideal y el domingo un día perfecto. Varias veces me he quejado en esta columna de cómo Latinoamérica suele estar de espaldas a su propio mar. Panamá rompió el molde. La visita al mercado no sólo vale la pena para instruirse con la riqueza marina tanto del mar Caribe como del Pacífico, sino porque además en la entrada hay varias cevicherías con tanta variedad que se hace difícil la escogencia, y porque en el segundo piso se le puede pedir a la dueña del restaurante que nos cocine cualquier pescado recién adquirido. En este mercado conocí langostas de dulzura indescriptible, que no pasan de 150 gramos cuando llegan a adultas, me entretuve con variedades de camarones tigre y vi con asombro centollos (cangrejos) del tamaño de dos manos.
Panamá posee un casco colonial muy hermoso, en donde viejas casas de pintura raída comienzan a engalanarse gracias a una política gubernamental de exenciones impositivas, que busca convertir el lugar en uno de los polos gastronómicos y culturales de la ciudad. Es fascinante caminar de noche entre sus cafés, luego de pasar por una puerta colonial que da a la calle (y que podría abrirse con una navaja) con un letrerito que dice “Despacho de la Primera Dama” o luego de ver los balcones de la casa de ese héroe nacional llamado Rubén Blades; mientras en el lejano horizonte se ve una ciudad moderna que se levanta con los sueños de los inmigrante que la construyen.
Nada puede prepararnos para el Canal de Panamá. Su presencia descomunal en lugar de hacernos sentir pequeños, nos hace sentir seres poderosos capaces de torcer el destino con desdén, y nos recuerda aquella frase final maravillosa, en la película Blade Runner, del moribundo Roy (personificado por Rutger Hauer) que comienza con “Yo he visto cosas que ustedes no creerían… ”. El lugar ideal para ver el funcionamiento de las míticas esclusas que partieron en dos el istmo, es el restaurante Miraflores, que desde hace dos meses es comandado por el chef peruano Diego García.
Frente al canal… la Ciudad del Saber. La vasta zona boscosa que ocuparon los norteamericanos, hasta que cedieron en el año 2000 la administración del canal a los panameños. Caminar por sus casas, que recuerdan a nuestros campos petroleros, es una buena manera de entender lo que fue, lo que es y sobre todo, lo que quiere ser este país que trastoca tierras militares por espacios para ONGs y centros culturales. Panamá no vale una visita, vale varias.
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