EL DIFÍCIL ARTE DE VENDER COMIDA

Cuando un empresario se avoca a establecer los mecanismos de mercadeo que le permitan competir en el plano global, indudablemente una de las fases más complicadas es aquella en la que debe definir las promesas de su producto. Es decir, aquellos valores únicos y diferenciadores que a la larga habrán de seducir a los potenciales compradores, haciéndoles preferir ese producto en lugar de los similares de la competencia. Muchas veces esta promesa está ligada al precio, otras a la venta de un estilo de vida, a veces a la durabilidad y muchas otras simplemente porque se trata de un producto que llena un nicho hasta entonces sorprendentemente desatendido.

Todos estos factores obviamente deben tomarse en cuenta si el producto a vender es gastronómico, con la diferencia de que como veremos, cuando se trata de vender comida las reglas de mercadeo se enfrentan a sutilezas difíciles de asir.

Así como el vendedor de un nuevo producto debe gastar cantidades importantes de dinero en su mercadeo a través de la publicidad, la industria eno-gastronómica invierte cantidades asombrosas no sólo en vallas y avisos publicitarios, sino en convencer al público mediante la prueba directa, en unos casos, o mediante campañas masivas de educación, en otros. En el caso de la prueba directa el ejemplo más clásico es el de la promoción en puntos de venta mediante la degustación directa del producto, y en el caso de la inversión en educación el ejemplo más notable es el de la industria del vino, que con sus catas logra ir sumando a fanáticos, inclusive en mercados históricamente renuentes por razones culturales ¡Imagínese que antes de comprar una licuadora le inviten a probarla en su casa, o que antes de comprar una computadora le paguen un curso de programación para convencerle!

Súmele a esto el hecho de que la venta de productos gastronómicos está sometida inevitablemente a una verdadera promiscuidad de marcas e irá haciéndose una idea de las complicaciones de vender comida. Usted jamás verá varias marcas de colchones uno al lado del otro en una vidriera o una tienda que venda en el mismo lugar a dos marcas rivales de zapatos para correr, pero con seguridad a la hora de comprar una vinagreta o un vino, tendrá que dilucidar entre decenas de semejantes que le pican el ojo tratando de ser adoptados.

Ante realidades como estas, la industria de venta de comida y de alcoholes entendió que entre muchos factores, su supervivencia depende de una crítica gastronómica percibida como creíble, que convenza al público potencialmente comprador de las bondades de un producto ¡De poder medirse el crecimiento en el último par de décadas del poder e influencia de un oficio, seguramente los de periodista y crítico gastronómico se llevarían los laureles!

Seducir a quienes generan matrices de opinión (en este caso, como hemos visto, los crítico y periodistas) pasa necesariamente por estrategias que van desde las moralmente discutibles ocasiones en donde la fea palabra de palangre hace aparición, hasta aquellas en las que de manera genuina deseamos que un acto objetivo de su parte exalte las virtudes de nuestro producto.

Diferenciar un producto de tipo tecnológico es relativamente fácil ya que ello dependerá de valores relativamente objetivos (más rápido, más eficiente energéticamente, con mejor capacidad de amortiguamiento, etc.), pero lograrlo con un producto de tipo gastronómico es particularmente complicado, porque salvo que estemos hablando de calorías o de salud, inevitablemente la palabra mejor estará asociada a una de las palabras más subjetivas posibles: sabroso. Es aquí en donde entra la necesidad de empezar antes que nada por definir un lenguaje único. Es muy difícil que un crítico gastronómico pueda ser del todo objetivo si le pedimos que de su opinión objetiva acerca de un queso tipo Brie, de un vino estilo Burdeos o de una vinagreta que imite el formato de otra conocida. Un análisis de ejemplos comercialmente exitosos en el plano gastronómico siempre apunta hacia una exaltación de técnicas, nombres y sabores claramente diferenciados, generalmente ligados a una zona geográfica. No es casual que una etiqueta de vino argentino se llame Fin de mundo o que la zona Chuao haya pasado a ser casi una marca cuando hablamos de chocolate de calidad.

Cada vez que mercadeamos un producto desde el orgullo del lenguaje y los códigos que nos definen, logramos vender la mayor de las promesas de mercadeo… porque en ese momento el producto que realmente estamos vendiendo es a nuestro país.

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