TODOS LOS DÍAS AL AEROPUERTO

La redondez conceptual que viene gestándose en Latinoamérica a nivel gastronómico, es insurreccional en su esencia. En lugar de responder a directrices emanadas de los escritorios que históricamente trazan las políticas de estado, viene siendo encabezada por individualidades capaces de agrupar tras de si a seguidores. Hay una voz que se suma a otra voz y a otra y a otra. Se oye un murmullo, un murmullo civil que emanado de las cocinas latinoamericanas va convirtiéndose en grito.

En mayo del año 2006 la revista inglesa Condé Nast Traveller, referencia obligada para la industria del turismo, establecía lo que a su juicio era la lista de los 100 restaurantes esenciales del mundo. Pasear el índice curioso por esa página hizo que muchos se detuvieran al toparse con el número 82. Luego de ocho decenas de nombres de ciudades reconocibles por aparecer con frecuencia en los listados, brotaba por primera vez una ciudad Suramericana. El diminuto restaurante “Leo, Cocina y Cava” se colocaba debajo de los reflectores apenas once meses después de inaugurado en el céntrico pasaje Santa Cruz de Mompox. Leonor Espinoza, su Chef, gritó más fuerte de lo que inclusive ella misma se había imaginado. Leonor no grita, susurra y endulza con voz cartagenera a quien le oye.

Es común escuchar a venezolanos o colombianos decir que un restaurante de cocina nacional (no necesariamente típica) es una empresa cuesta arriba. Los comensales potenciales dicen que para comer como en casa, sale menos costoso hacerlo en la casa misma. Una mentira que está haciendo desaparecer del mapa patrimonial miles de recetas. Por otra parte, los cocineros se escudan bajo el argumento de la dificultad real que existe en nuestros países para obtener de manera regular y con factura fiscal los ingredientes típicos. Una excusa que únicamente revela flojera y desapego.
Leonor posee un ejército de mujeres regadas por Colombia, y en silencio vociferan que no sólo es posible una cocina colombiana, sino que lo demuestran. Todos los días miembros de su equipo se dirigen al aeropuerto de “El Dorado” y recogen cajas con productos que llegan de todo el país ¡Todos los días! no miento.

Su abuela le hace conservas, una señora que conoció le manda un palmito que sólo existe en el llano, otra le manda un queso o el pescador de su infancia costeña le hace llegar pescado. Tortas de harina de arroz, hormigas secas y un sin fin de productos, imbuidos en apelación de origen, son descargados en su cocina horas después ante su escrutadora mirada de juez patrimonial.

El DVD termina de sorber un metálico disco bautizado Artesanías Culinarias de un Nuevo Caribe; 54 minutos después el paseo que Leonor ha hecho desde los fogones que estofan en su propia sangre friche de chivo Wayuu, hasta los ahumados campesinos de liebre del Sincé, dejan un aroma virtual en el aire. Ella y sus amigos han financiado el trabajo. No ha sido expuesto al aire. Ese redondo CD es escudo. Su cuchara de madera, espada. Escojamos nosotros si queremos ser dragones o compañeros de batalla.

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