Química y cocina: placeres insospechados, por Renée Kantor
COPIA DEL ARTÍCULO PUBLICADO EN: http://prodavinci.com/2011/08/21/vivir/quimica-y-cocina-placeres-insospechados-por-renee-kantor
Al ingresar al Agro Paris Tech –santuario del mundo científico de Francia– una gruesa puerta verde con la inscripción Chimie Analytique impide las miradas indiscretas. Pero basta con tocar un timbre para introducirse en un mundo de tubos de ensayo, pipetas, balanzas, barómetros, goteros, microscopios y embudos. En este universo reina Hervè This, un físico-químico nacido en un barrio chic de las afueras de París en 1955, un científico de renombre internacional capaz de desarmar la distancia que impone la ciencia y explicar las razones por las que un huevo cocido a 65 grados mantiene intacta la yema, o cómo hacer una gelatina caliente, o cómo centrar la yema en la clara, esto último como un acto estético que, según This, prueba que el cocinero ha realizado su trabajo con esmero y no de manera apresurada, sin tener en cuenta al comensal. Acomoda su camisa blanca de cuello mao, y de un vistazo barre la frialdad luminosa del laboratorio. Caminamos unos pocos metros hasta su oficina, me ofrece café, unos caramelos de bergamota, empina las cejas y dice casi con ternura: “Soy químico desde los seis años. Me he quedado en la infancia”. A esta pasión que lo exalta y lo ausenta del mundo, él la ha bautizado “gastronomía molecular”. Y desde hace veinte años intenta convencernos de que su posibilidad de comprensión está al alcance de todos.
Una ley parece guiar a This: la ubicuidad. Logra estar en todas partes. Acaba de regresar de Rio de Janeiro, adonde fue a dar una conferencia y a explicar en una favela cómo producir litros de clara de huevo utilizando sólo un huevo. Desde que el ex ministro de Cultura francés, Jack Lang, le pidió que introdujera la cocina en las escuelas, se desplaza continuamente a otras ciudades y pueblos de Francia a entrenar a niños y maestros. Dicta seminarios a los que asisten desde personalidades como Ferrán Adrià –chef del prestigioso restaurante español El Bulli, “uno de los primeros en haber confesado que se inspiró en mis libros”, dice Hervè This– hasta amas de casa en busca de nuevas perspectivas culinarias. Y una vez por semana está de pie junto al chef Pierre Gagnaire en su restaurante parisino homónimo de la rue Balzac (la Guía Michelin le ha otorgado tres estrellas, máxima recompensa a la excelencia culinaria) reinventando la cocina mediante la unión de la ciencia y el arte. La originalidad de Gagnaire está en haber logrado desposeer a los alimentos de todas sus cualidades sensoriales menos del sabor y, gracias a los aportes científicos de This, en haber logrado enmascarar el color y la forma propia de los alimentos para así sorprender a los comensales con un pescado que parece verdura, una pasta italiana anaranjada, un pescado cuadrado o una fruta piramidal.
Hervè This se encuentra ahora en su oficina de esta Grande École de Ciencias frente a dos computadoras: en una se ven fórmulas indescifrables y, en otra, su nutrida agenda. Se lo distingue por el cabello gris revuelto. Su voz áspera cuenta que lleva analizados más de 1.250 libros de cocina y que tiene una colección de 25 mil proverbios tradicionales. Son precisiones culinarias que This divide en: a) las que parecen justas y son justas, b) las que parecen justas y son falsas, c) las que parecen falsas y son justas, y d) las que parecen falsas y son falsas. Un repertorio que agrupa cuestiones como estas: ¿por qué se dice que el olor de la coliflor se elimina al agregar una miga de pan en el agua hirviendo? ¿Es cierto que las claras de huevo batidas a punto de nieve se montan mejor si se baten siempre en el mismo sentido? ¿Los fríjoles verdes hay que hacerlos hervir en una olla destapada para que no ennegrezcan? ¿Es cierto que los calamares son más tiernos cuando al cocinarlos agregamos unos fósforos quemados en el agua?
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This ha decidido acabar para siempre con los libros de recetas que “nos vuelven idiotas” y convirtió su laboratorio en un exigente y meticuloso observatorio de la cocina. ¿Por qué se dedicó a la química y no a ser cocinero? Silencio. Doble silencio. Sólo se oye la voz de su asistente en el teléfono. Finalmente responde: “Es que me hacen siempre esta pregunta, y no logro dar con la respuesta precisa. La cocina es una técnica o es un arte. La técnica a mí no me interesa. Ahora, si es un arte, es una cuestión de sensibilidad, y yo estoy más interesado y atraído por la comprensión del mundo que por la emoción. Desde siempre estuve fascinado por la transformación de la materia”. La vida de Hervè This está sujeta a la ciencia –y a su exigencia de rigor– como por un cepo.
Supongo que cuando se decidió a estudiar química no pensó inmediatamente en dedicarse a lo que hoy se conoce como gastronomía molecular. ¿Cuándo resolvió dedicarse a la química y en qué momento esta disciplina se alió a la cocina?
De niño ya me interesaba por la cocina. En mi casa, mi abuela cocinaba y yo pasaba mucho tiempo con ella. Hoy en día soy yo quien cocina todos los días para mi mujer y mis hijos. Pero cuando cumplí seis años me regalaron mi primer juego de química, que me deslumbró. Una de las experiencias que más me sedujo en mi infancia fue observar cómo se enturbiaba el agua de cal. Si tomamos una tiza y la calentamos bajo una llama, la tiza, que es un sólido blanco, permanece sólida, pero si le agregamos agua se produce una reacción muy viva y comienza a emitir vapor: la tiza ha sido transformada por el calor. El carbonato de calcio se transforma en óxido de calcio. Luego, al agregarle mucha más agua, ya no se produce más la misma reacción. Cuando la filtramos, obtenemos un líquido perfectamente transparente e incoloro que se llama agua de cal. Y si, por último, soplamos con un pitillo sobre el agua de cal, veremos cómo se enturbia y poco a poco percibiremos cómo se va acomodando en el recipiente un sólido blanco que no es otra cosa que… ¡la tiza! Es esta extraordinaria transformación de la materia la que me ha fascinado desde entonces. Por eso me decidí a realizar estudios de química.
Años después, de un modo inesperado, descubrí las primeras señales de lo que luego se conoció como gastronomía molecular. Fue el 16 de marzo de 1980 en mi pequeño cuarto de estudiante, entre cacerolas y probetas. Cocinando para amigos un soufflé de roquefort advertí que una “precisión culinaria” de la receta indicaba “agregar las yemas de a dos”. ¿Por qué de a dos? Como no había una explicación, yo las agregué todas juntas y el resultado fue mediocre. No entendí por qué. El domingo siguiente volví a cocinar el mismo plato diciéndome que si agregar las yemas “de a dos” suponía un mejor resultado, ¿por qué no agregarlas de una en una? Tal vez el soufflé sería aún mejor. Es lo que hice y, efectivamente, el soufflé fue superior. Hoy es evidente que agregar las yemas de a dos, o una a una, o todas juntas, no tiene ninguna incidencia en la calidad del soufflé. Pero fue el comienzo de la colección de 25 mil precisiones culinarias que, aún hoy, me dedico a verificar.
Tengo entendido que al comienzo de su vida profesional usted dirigió la revista Pour la Science durante veinte años y que ése fue el punto de partida de un encuentro esencial para el nacimiento de la gastronomía molecular. ¿Qué sucedió exactamente?
En 1988 contraté como secretaria de redacción a una escocesa que había trabajado en la revista Europhysics Letters. Al saber que yo era un apasionado de la cocina y que me dedicaba a estudiar sus componentes fisicoquímicos en un laboratorio que tenía en mi casa, ella me habló de un físico inglés, ex presidente de la Royal Society, que se dedicaba en Oxford a realizar trabajos análogos a los míos. Se trataba de Nicholas Kurti. Me puse inmediatamente en contacto con él y así nacieron una maravillosa amistad y una aventura que conduciría a la creación de la gastronomía molecular. A pesar de la diferencia de edad, Kurti tenía entonces 80 años y yo 33, trabajamos juntos de manera casi cotidiana. Como yo me dedicaba al estudio de las precisiones y métodos culinarios y él estaba más interesado por introducir en la cocina métodos que se aplicaban a la física, en un principio llamamos a nuestra disciplina “gastronomía molecular y física”. En 1992 organizamos el primer coloquio internacional sobre la gastronomía molecular en Sicilia y desde entonces se repite cada dos años. Han ido personalidades como el premio Nobel de Química Jean-Marie Lehn, quien a partir de esa experiencia me propuso realizar mis investigaciones en el laboratorio de interacciones moleculares del Collège de France. Cuando Nicholas Kurti murió, a los 90 años, en 1998, la disciplina empezó a conocerse bajo un nombre más sencillo: “gastronomía molecular”.
Usted escribió en uno de sus libros que la gastronomía molecular no es “ni un método de enseñanza, ni una tecnología ni una técnica”. ¿Qué es entonces?
Hay gente que mira una montaña y se pregunta cómo está formada, son geofísicos; otros miran las estrellas y se preguntan por qué brillan, son astrofísicos. Mi montaña personal es la cocina. Y la gastronomía molecular es la ciencia que se interesa en la cocina. Es una ciencia como la cosmología, la astronomía, la física o la biología molecular. Como toda ciencia, su interés es producir conocimiento en una determinada área. La técnica es la ejecución de gestos, la enseñanza es la transmisión de conocimientos, la tecnología es una actividad que transfiere los conocimientos de la ciencia hacia la técnica. Y la ciencia es una exploración del mundo. La parte del mundo explorada por la gastronomía molecular es la cocina. Se trata de buscar los mecanismos de las transformaciones culinarias que son, esencialmente, de naturaleza química, física o biológica. La ciencia utiliza un método experimental, es decir, parte de un fenómeno que ha sido identificado. Por ejemplo, para ver cómo los huevos, líquidos cuando están crudos, se solidifican cuando los introducimos en el agua hirviendo, tenemos que haberlos observado durante un tiempo suficiente para que se produzca la coagulación. Luego, determinamos la temperatura del huevo, su dureza. A continuación, enunciamos una teoría (¿por qué los huevos se endurecen?) y finalmente intentamos refutar esta misma teoría propuesta (la ciencia no está jamás satisfecha de sí misma), que se hace a través del cálculo o de otras experiencias. Según el resultado, cambiamos o reafirmamos nuestra teoría inicial.
En resumen, la gastronomía molecular es una disciplina científica que estudia la transformación culinaria, busca los mecanismos de estas transformaciones. Produce conocimiento y no platos. Se practica en un laboratorio donde se utiliza un método experimental. ¡Por eso siempre digo que la cocina gastronómica no existe! O hablamos de cocina (creación de platos) o hablamos de gastronomía (producción de conocimientos).
¿Pero a través de este estudio no se corre el riesgo de irrumpir en un terreno tabú, modificar lo que parece “intocable”: la cocina francesa y toda la tradición que ella implica?
Hay millones de personas que cocinan cada día utilizando recetas e instrumentos que ya existían en la Edad Media. Lo que yo propongo es pensar la gran cocina francesa como una vieja casa de familia. Una construcción magnífica pero desprovista de todo confort. Sería irresponsable venderla o destruirla y así correr el riesgo de perder toda la sabiduría que ella encierra. Pero sí podemos acondicionarla para vivir mejor. Pensemos en que la esperanza de vida de nuestros mayores era inferior a la nuestra, su vino se echaba a perder con mayor facilidad que el nuestro, sus huevos eran menos frescos, etc. Propongo transformar pero hacerlo de un modo que no implique grandes riesgos. Los modos de cocinar evolucionan y ya nadie realiza, como a principios del siglo XX, una crema inglesa con ¡dieciséis yemas de huevo!
A la luz de lo que me ha dicho, ¿cómo podemos distinguir entonces lo que usted bautizó gastronomía molecular de la cocina molecular?
La gastronomía molecular tiene cinco funciones: explorar (¿las precisiones culinarias son falsas o verdaderas?), comprender (¿por qué son falsas? ¿por qué son verdaderas?), inventar (esto es, crear nuevos útiles de cocina), renovar (crear nuevos platos) y, por último, una función cívica (hacer que la gente le pierda el miedo a la química).
En consecuencia, la cocina molecular es la moda culinaria que nace de los descubrimientos de la gastronomía molecular. Es una tendencia que nace del esfuerzo de la gastronomía molecular por renovar los materiales, los métodos y los ingredientes culinarios. Esta transferencia tecnológica era indispensable para evitar la repetición que ha caracterizado siempre el empirismo culinario. Los cocineros que utilizan los resultados de la gastronomía molecular son técnicos, a veces artistas, pero jamás científicos. La cocina es una práctica y no una ciencia. No se reduce a una actividad técnica, porque el mejor de los soufflés no valdría nada si lo lanzamos a la cara de los comensales. La cocina es, en primer lugar, amor (dar felicidad a nuestros comensales), arte (crear una emoción) y, por último, técnica. Aquel que prepara una salsa es un técnico y aquel que se pregunta cómo salar la carne, cómo asar una tira de asado, cómo condimentar una ensalada no es un técnico sino un tecnólogo.
¿Qué es un tecnólogo? Un nuevo oficio. Gracias a los conocimientos que procura la gastronomía molecular y la desaparición, poco a poco, de ideas falsas transmitidas a lo largo de generaciones, su labor es ayudar a los cocineros a cocinar de un modo diferente y a innovar. De ahí la importancia de este nuevo oficio, el “tecnólogo culinario”. Como la ciencia sólo produce conocimientos, son los tecnólogos quienes tienen la responsabilidad de aplicar los resultados obtenidos. La profesión, aún muy poco expandida, existe en algunos lugares del mundo. Los chefs Heston Blumenthal y Ferrán Adrià emplean cada uno un tecnólogo culinario.
¿Puede darnos algunos ejemplos concretos acerca de la aplicación de este nuevo oficio?
Junto a colegas de Alemania, hemos creado un aparato llamado pianocktail (un homenaje a Boris Vian), un sistema que fabrica microrreactores (dispositivos del tamaño de una caja de cerillas, compuestos de placas metálicas y canales, en los cuales se inyecta la cantidad que uno quiera de aceite, gas, sólidos, que los microrreactores se encargan de mezclar y dispersar, creando así distintas emulsiones). Con este sistema se pueden producir, automáticamente, piloteado por computadora a través de la programación de fórmulas –que pueden ser infinitas–, más de 500 millares de platos nuevos. Hoy esta invención se encuentra en el fondo de un armario del laboratorio porque es una cuestión de la tecnología, no de la ciencia. Hay que empezar a producirla, entonces.
Otro ejemplo es el sonicator, una máquina con la que se realizan todas las emulsiones en los laboratorios de física y química. Sólo hay que introducir los ingredientes y esperar. ¿Es que vamos a continuar con la batidora o la cuchara de madera? Si el sonicator existe, ¿por qué no fabricarlo e introducirlo en las cocinas domésticas para hacer, por ejemplo, una mayonesa?
La gastronomía molecular da la posibilidad de pensar la función antes de pensar la herramienta. ¿Queremos crear una emulsión? Basta con dispersar la materia grasa líquida en el agua. ¿Queremos crear una mousse? Introducir burbujas de aire en un líquido será más que suficiente. Como con el sifón que se utiliza en los restaurantes de moda como El Bulli. El sifón sirve para montar nata, elaborar espumas, o sea mousses sin nata, sin huevos y sin ningún otro producto que altere el sabor de los alimentos originales. Hace treinta años estas proposiciones eran rechazadas de plano. Pero actualmente el movimiento de renovación se acelera. La ciencia desempeña un papel muy importante en el desarrollo de la tecnología y de la técnica.
Usted también habla de cocina constructivista y de cocina nota a nota. ¿A qué se refiere con esos términos?
La primera definición nace de mi trabajo con el chef francés Pierre Gagnaire. Ambos nos encontramos en 2000 cuando fuimos convocados por la Academia de Ciencias de Francia para elaborar un menú llamado “Ciencia y cocina”. Así nació nuestra amistad. Él es el artista, yo soy como el creador de los pomos de pintura para que Rembrandt pueda pintar. De nuestra colaboración nace una corriente artística actual, de la cual Pierre es el líder principal, llamada “constructivismo culinario”. La propuesta es ofrecer platos cuyo único objetivo sea crear una emoción en los comensales. Un verdadero chef no debería repetir jamás dos veces la misma obra ni “reconstruir” un plato clásico, esto es, presentarlo de una manera diferente o según se lo dicte su inspiración o la moda del momento. Eso carece de interés. Entiendo que la cocina, como la música, es un emprendimiento cultural, lo cual implica que lo que se sirve en el plato debe tener un sentido. En la cocina, si nosotros mezclamos ingredientes de un modo desordenado y sin preguntarnos por qué, el resultado será malo, desagradable. Para que un plato sea bueno, sabroso, debe ser reconocible. De alguna manera, el sentido es como cuando al hacer música reconocemos la melodía. Un ejemplo: si yo digo tocino, habichuelas blancas, salchichas, es una enumeración que tiene sentido porque significa “cassoulet”, plato típico de la región de Toulouse. Si no lo pensamos de este modo, será como creer que es música el sonido que produce un mono cuando golpea las teclas de un piano. Por otra parte, el objetivo de la cocina es dar energía a nuestro organismo, pero, como la música, también se trata de brindar una emoción. Un artista culinario puede querer hacernos reír, llorar, provocar rabia o sorprendernos con un plato, como lo hacen otras artes como la pintura, la fotografía o la literatura. Por ejemplo, un relleno es un modo de crear una sorpresa.
La cocina nota a nota es diferente. Vuelvo nuevamente a la música: imaginemos a un músico que sólo tocara acordes (un conjunto de sonidos) ejecutando al mismo tiempo con ambas manos hasta diez notas juntas. Esto daría como resultado una música cargada, densa. Por el contrario, existe una música nota a nota, más ligera. Tengo la sensación de que, hasta ahora, la cocina se ha realizado por acordes. Tomemos el ejemplo de un cocinero que pone en una misma olla un pollo, verduras, vino… Cada uno de esos elementos está compuesto de numerosas moléculas: el vino es agua, etanol, tártratos [sales de ácido tartárico]; una zanahoria está compuesta de agua de celulosa, azúcares, ácidos orgánicos y moléculas; todo esto se cocina al mismo tiempo, como los acordes de un pianista. ¿No podríamos oponer a este añadido cantidades más precisas y dosificadas de esas mismas moléculas? Es exactamente lo que estamos intentando junto a Pierre Gagnaire. ¿Nos vamos a privar de hacerlo en nombre de la tradición? Y, por otra parte, ¿no deberíamos dejar de mirar al pasado? La verdadera pregunta es: ¿cómo queremos que sea la cocina en diez, veinte o cien años? Si emprendemos el camino de la síntesis química (proceso para obtener productos que no existen de forma natural o para producir nuevas sustancias químicas) y agregamos cloruro de sodio (sal) o sacarosa (azúcar), estas zanahorias que estamos cocinando tendrán un gusto más logrado. A esto yo lo llamo “nota”. Y de ahí se desprenden varias preguntas: ¿Hay que diversificar estas notas? ¿Podemos utilizar aminoácidos? ¿Iremos camino a una cocina sintética? ¿Es peligroso? Lo que propongo es que discutamos el tema.
¡Los defensores de la comida orgánica y natural van a poner el grito en el cielo si los cocineros se dedican a agregar etanol y ácido tartárico, aunque sea en pequeñas cantidades!
Producir alimentos orgánicos está muy bien siempre que no se convierta en un dogma. Todo se transforma, todo es artificial, la cocina y muchas otras cosas. Para hablar de cocina natural deberíamos servir los alimentos crudos, duros, contaminados, incomibles. En una conferencia que di en Suiza les dije: “A ustedes les gusta la naturaleza, el tsunami, el tifón, la escarcha, la canícula, la peste, el cólera…”. No todo lo que viene de la naturaleza es bueno. Por otra parte, esas mismas personas que militan por la cocina natural preparan barbacoas sin ningún drama y así consumen una importante cantidad de moléculas cancerígenas. Tenemos que olvidarnos de una supuesta maravillosa edad dorada. Nosotros, nuestra generación en Occidente, somos los primeros en la historia de la humanidad en no haber conocido el hambre. Mientras que en el siglo XIX los libros de cocina se dedicaban a evitarnos los fraudes alimenticios (la leche cortada con agua, el polvo de yeso en la harina), nosotros estamos protegidos por el Estado y jamás nuestros alimentos han sido tan sanos. Las razones de estos fraudes cometidos hace más de un siglo son dos: el dinero que se podía ganar al crear productos de baja calidad y la ausencia de servicios como las aduanas, la inspección alimenticia y la falta de higiene.
Por otra parte, como artificial debemos entender todo aquello que ha sido producido y transformado por el hombre. Natural es todo lo que no ha sido objeto de ninguna transformación humana. De más está decir que la cocina es una actividad absolutamente artificial. Nuestras verduras son el resultado de miles y miles de años de transformación vegetal. Lo mismo nuestras vacas, gallinas, cabras, patos… que son el resultado de una selección destinada a darnos más leche y carne. Y respecto a las frituras: ¿alguien puede creer que la naturaleza nos las ha brindado así de crujientes? ¿Alguien puede creer que la naturaleza ha calentado el aceite (producto artificial: hubo que extraerlo) a 200 grados? No hay que tener miedo de explorar nuevos territorios.
¿Por qué la gente desconfía cada vez que se hace referencia a la incorporación de productos químicos, sobre todo en lo que concierne a la alimentación?
La química es una ciencia que da miedo. Es una ciencia extraña que nace de la observación de la misteriosa transformación de la materia. Lo más maravilloso de esta ciencia es, sin duda, ser capaz de enunciar teorías que permiten prever reacciones que no han ocurrido jamás. ¡Imagínese entonces el poder sobre el mundo que ejerce la persona que domina la teoría química! La química da el poder de crear venenos, explosivos, etc. Y lo peor es que estas transformaciones de la materia son, en la mayoría de los casos, invisibles. Por otra parte, las microondas, las radiaciones nucleares, dan miedo por las mismas razones: el peligro no es visible y, lo que es peor, la gente no lo comprende.
Pero como químico, yo sólo puedo decir que Pierre y Marie Curie contribuyeron a entender la estructura de los átomos, pero no son los responsables de la bomba atómica lanzada en Hiroshima: son los militares quienes fabricaron las bombas. Del mismo modo, la química no es la responsable de los gases de combate que se utilizaron durante la Primera Guerra Mundial: son las fábricas las que los han producido, y los soldados los que los han expandido. La gastronomía molecular, como toda ciencia, sólo se ocupa de la calidad de los conocimientos que produce.
¿En qué está trabajando actualmente?
En estos momentos mi interés se centra en la física: buscar la relación entre la microestructura de un alimento y sus propiedades. La segunda parte es que cuando cocinamos alimentos hay un intercambio de materias. Yo quiero saber qué pasa en ese intercambio. Cuando metemos unas zanahorias en agua hirviendo, hay algo que sale de la zanahoria. Mi pregunta es: ¿qué es lo que sale de la zanahoria y cómo sale? Saber qué sale es relativamente fácil; cómo sale, es más complejo.
También trato de entender que los alimentos contienen muchas moléculas orgánicas. Y cuando cocinamos esos alimentos hay algo que sucede con esas moléculas orgánicas al entrar en contacto con el agua (que no es ni inodora ni incolora, como se enseña en las escuelas). Si estudiamos los alimentos vamos a encontrar las reacciones químicas en el agua. Esto es la química verde (el uso de la química para prevenir la contaminación), y es muy importante porque sobrepasa el estudio del alimento. La química verde es esencial en mis investigaciones. Un caldo, un borbotón, permiten estudiar las reacciones orgánicas que se producen en el agua. Y estos conocimientos ayudan al desarrollo de la química verde, que se ocupa de la creación de productos y procesos químicos que reducen o eliminan el uso y producción de sustancias peligrosas. Para ser breve, la divisa de la química verde es no contaminar. Y, finalmente, también estudio los pigmentos, lo cual resulta esencial porque hay una relación entre el color del alimento y el gusto.
¿Se ha encontrado con cosas que no esperaba descubrir?
Con muchísimas, todo el tiempo. Muchos de mis descubrimientos se aplican fácilmente a la vida cotidiana. Por ejemplo, he descubierto que con 250 gramos de chocolate y 200 centímetros cúbicos de líquido (agua o jugo de naranja o té o…) se logra una emulsión de grasa y de agua con aire para hacerla espumosa, lo que da como resultado una mousse de chocolate ¡sin huevos! El agua añadida al chocolate le dará consistencia a este último. Y el chocolate añadido al agua producirá una emulsión de chocolate. Luego se mezcla esta emulsión, se deja enfriar y se obtiene lo que yo bauticé “chocolat chantilly”. A partir de este descubrimiento, sabemos que la chantilly no se limita a la crema y al chocolate. Podemos hacer foie gras chantilly, queso chantilly, mantequilla chantilly…
También creé lo que yo bauticé como salsa kientzheim (nombre de un pueblo de Francia), una suerte de mayonesa que en lugar de aceite lleva manteca fundida. La manteca está más caliente que el huevo, pero la salsa no se corta y el resultado es una emulsión perfecta. Esto desmiente otro proverbio popular que dice que los huevos y el aceite deben estar a la misma temperatura para que no se corte la salsa.
Hablando de precisiones culinarias, prefiero las que parecen falsas y son justas, porque en ciencia siempre buscamos un síntoma. La ciencia no hace su trabajo cuando demuestra una teoría, sino cuando refuta una teoría que sabemos que es falsa. Entonces, cuando creo que algo es falso y resulta que es justo, esto prueba que yo me equivoco, y si me equivoco quiere decir que puedo aprender.
Le doy un ejemplo. Decimos que al lechón hay que cortarle la cabeza cuando lo retiramos del fuego porque si no la piel se ablanda. Llamé a todos mis colegas especialistas en carne y todos decían que era falso. Y en realidad no es falso. Es cierto. Mientras el lechón se cocina sin cortársele la cabeza, el fluido –normalmente agua– que aparece cuando se perforan las carnes es evaporado por el fuego: la piel queda seca y crujiente. Luego, cuando se lo retira de la estaca del asador, el vapor continúa perforando la carne y ablanda la piel. En cambio, cortar la cabeza permite al vapor salir rápidamente, lo que preserva el crujiente. Lo importante es comprender los gestos que realizamos en la cocina, porque cuando entendemos lo que hacemos, necesariamente lo haremos mejor.
¿Cómo será la cocina del futuro? ¿Cuáles son las últimas invenciones?
La primera parte de la pregunta es difícil. Hace un siglo, Marcellin Berthelot, químico del siglo XIX, se equivocó cuando predijo que en el 2000 comeríamos tabletas nutritivas. Lo único que puedo decir es que en el futuro tendremos lo que estamos creando ahora. Esto nos lleva a la segunda parte de la pregunta. En la actualidad se utiliza el nitrógeno líquido, que permite fabricar deliciosos helados en sólo segundos; las gelificaciones, que se obtienen a partir del agar, un derivado de las algas que crea más elasticidad y firmeza que las conocidas y ya antiguas gelatinas; se han inventado las placas de inducción (cocinas vitrocerámicas) que suplantan al gas y al fuego. Los beneficios son varios. Por un lado, los antiguos sistemas de cocción de los alimentos desperdician hasta un 80 por ciento de la energía. Con el sistema de inducción, sólo calentamos la cacerola (no toda la habitación), entonces apenas hay un veinte por ciento de energía desperdiciada. Por otra parte, la cocción es mejor porque podemos elegir la temperatura exacta de cocción. Esto permite realizar una importante economía doméstica. Cocinar a baja temperatura permite, por ejemplo, crear un buen plato con una carne barata, que será así más tierna. Otro ejemplo: con 300 gramos de carne, este tipo de cocción nos permite obtener al final 290 gramos de producto apto para el consumo, cuando con una cocción clásica obtendríamos nada más 200 gramos.
En el siglo XVIII se cocinaba la carne colocándola frente al fuego. Nosotros hemos cambiado de técnica porque no sabemos servirnos del fuego, somos unos imbéciles con placa eléctrica. De todos modos, cocinar al fuego de leña o con carbón es malísimo para la salud. Yo he trabajado mucho sobre ese tema, preguntándome: ¿qué es la cocción?, ¿qué es cocinar?, ¿cuándo está cocido un alimento? Cocinar un alimento es calentarlo para transformarlo. Se puede lograr una cocción a través de un líquido como el etanol o un ácido, a través del alcohol (huevo poché hecho con aguardiente), o con azúcar (en la crema inglesa, se dice que el azúcar cocina la yema), con el gas, con el vapor. Pero si nos limitamos a este repertorio olvidamos que también existen los rayos infrarrojos y el microondas. Si cocinar es dar energía, cuando sometemos un alimento a una gran presión éste se cocinará. Es una cuestión complicada.
¿Y a usted qué le gusta cocinar?
No estoy convencido de que a mí me guste cocinar. En general cocinamos para alguien. La cocina quiere decir “te amo”. Si nos ponemos de acuerdo en esto, sí, me gusta cocinar. Pero el acto mismo de poner un steak en la plancha no tiene ningún interés. Una vez que uno lo comprendió, cocina de manera diferente. Cocinar es dar amor, es el hecho de estar juntos.
¿Y la gente que dice querer a su familia, hijos, amigos, pero detestan la cocina?
Ante todo quiero aclarar que decir “me gusta” o “no me gusta” es una cuestión infantil. Si no sentimos el placer es porque no somos suficientemente adultos para sentir el placer. A veces hay una emoción que nace, por ejemplo, al escuchar música. Si un niño escucha free jazz por primera vez dirá que se trata de un ruido insoportable. Pero al crecer podrá apreciar a John Coltrane porque ha aprendido a reconocer estructuras. Yo creo que se trata de reconocer estructuras. El cerebro es una máquina que reconoce formas en el sentido visual, olfativo y gustativo, y cuando no lo reconozco es simplemente porque no soy suficientemente culto para reconocerlo como algo que yo amo. ¿Por qué la gente dice “no me gusta cocinar”? Quiere decir que no han comprendido nada. Esas personas son niños. ¡Cómo se puede decir “no me gusta cocinar”, si cocinar es decirles “te amo” a los demás!
La gastronomía molecular no es ajena a este interés por la cocina. Cuando nosotros comenzamos, no era para nada así. El hecho de haberle dado un sentido a la cocina, de haberla unido a la ciencia, ha creado una especie de coartada intelectual que permite hoy en día decir con respeto: “Mira, él se dedica a la cocina”. En mi época era muy diferente. Los cocineros son muy sensibles al hecho de que nosotros le hayamos dado un sentido a su actividad.
Pero usted ha hecho referencia muchas veces a que no comemos lo que no conocemos.
¡Menos mal! Eso se llama neofobia: miedo a la incorporación de nuevos alimentos. Porque así nos preservamos de muchos productos que podrían hacernos daño. Pero se trata de otra cosa. Está demostrado que en los monos el gusto amargo es reconocido como un peligro, y el gusto dulce como un signo de energía. Si acercamos algo dulce a los labios de un bebé, sonreirá. Por el contrario, si es amargo, lo rechazará. Somos animales que llevamos con nosotros comportamientos y conocimientos que provienen de la evolución de la especie. Han hecho falta millones de años para comer alimentos amargos y ácidos. Piense en la cerveza; como somos animales gregarios, vivimos en grupo, nos decimos: “los otros toman cerveza, yo tomaré cerveza”, aunque sea un castigo sensorial desde el punto de vista de la evolución de la especie. Es por esto que la cocina es resultado de la cultura. Comemos cultura.
Acaba usted de referirse a la cultura en sentido amplio. Pero también suele hablar de la llamada alta cultura, trazando un paralelo entre el arte culinario, la música y la pintura. En este último caso, alude a lo que a usted le gusta llamar “cocina abstracta”. ¿Podría detallarnos de qué se trata?
El pintor Wassily Kandinsky fue un gran teórico de la pintura no figurativa, abstracta. En lugar de representar las casas a través de las formas de una casa, los animales a través de las formas de los animales, se propuso hacerlo según su propia mirada interior. Hoy en día, los cocineros siguen sobre todo el camino figurativo de la pintura: utilizan un tomate que tiene forma de tomate. Por ejemplo, al cocinar una zanahoria no importa que la comamos entera, rallada, en forma de mousse o de puré, siempre y cuando encontremos el gusto de la zanahoria. Esto es, el cocinero clásico utiliza la zanahoria para dar un gusto a zanahoria. En cambio, una cocina abstracta sería aquella que se impone el desafío de jamás hacernos sentir el gusto del tomate a partir del tomate, o el gusto del vino a partir del vino. ¿Cómo lograrlo? La idea es utilizar moléculas (¡comestibles obviamente!) para crear gustos inéditos que no se parecerían a ninguno de los alimentos conocidos. Y, al mismo tiempo, podríamos utilizar nuestros alimentos más clásicos para crear una sensación que no tenga ninguna relación con lo que vemos, con lo que está representado. ¿Esto condenaría a los agricultores a la ruina? No, porque de la misma manera que un pintor no figurativo sigue utilizando los pigmentos, el cocinero no figurativo deberá utilizar moléculas, tal vez del tomate o de las zanahorias, pero no para organizarlas como un tomate o una zanahoria. El objetivo: producir un plato que no sea reconocible como un producto alimenticio ya conocido. El gusto, la arquitectura del plato y su color deberán ser inéditos.
¿Una revolución culinaria está en marcha?
Mi tío, el conocido fotógrafo Henri Cartier-Bresson, siempre se preguntaba: ¿Cuál es el proyecto? ¿De qué se trata? Debemos hacer lo mismo y dejar en claro la distinción entre cocina y gastronomía: la cocina produce platos y la gastronomía, conocimientos. ¿El conocimiento no consiste, acaso, en comenzar a ver claramente aquello que no veíamos?
¿Qué siente usted cuando lee un menú y ve que un plato está inspirado en uno de sus descubrimientos?
¡Una inmensa felicidad! ¡La concreción de un sueño infantil! Imaginar que Rembrandt utiliza el tubo de pintura sobre el que yo trabajé: ¡qué honor! Aquellos cocineros que se sirven de los conocimientos que yo produzco, me brindan su amistad y es un enorme placer. Por otra parte, tengo mucha más ambición que esto: cambiar la cocina. La cocina es bella, y estoy abocado a demostrarlo, sin descanso.
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Artículo publicado en Prodavinci por cortesía de la Revista El Malpensante
Al ingresar al Agro Paris Tech –santuario del mundo científico de Francia– una gruesa puerta verde con la inscripción Chimie Analytique impide las miradas indiscretas. Pero basta con tocar un timbre para introducirse en un mundo de tubos de ensayo, pipetas, balanzas, barómetros, goteros, microscopios y embudos. En este universo reina Hervè This, un físico-químico nacido en un barrio chic de las afueras de París en 1955, un científico de renombre internacional capaz de desarmar la distancia que impone la ciencia y explicar las razones por las que un huevo cocido a 65 grados mantiene intacta la yema, o cómo hacer una gelatina caliente, o cómo centrar la yema en la clara, esto último como un acto estético que, según This, prueba que el cocinero ha realizado su trabajo con esmero y no de manera apresurada, sin tener en cuenta al comensal. Acomoda su camisa blanca de cuello mao, y de un vistazo barre la frialdad luminosa del laboratorio. Caminamos unos pocos metros hasta su oficina, me ofrece café, unos caramelos de bergamota, empina las cejas y dice casi con ternura: “Soy químico desde los seis años. Me he quedado en la infancia”. A esta pasión que lo exalta y lo ausenta del mundo, él la ha bautizado “gastronomía molecular”. Y desde hace veinte años intenta convencernos de que su posibilidad de comprensión está al alcance de todos.
Una ley parece guiar a This: la ubicuidad. Logra estar en todas partes. Acaba de regresar de Rio de Janeiro, adonde fue a dar una conferencia y a explicar en una favela cómo producir litros de clara de huevo utilizando sólo un huevo. Desde que el ex ministro de Cultura francés, Jack Lang, le pidió que introdujera la cocina en las escuelas, se desplaza continuamente a otras ciudades y pueblos de Francia a entrenar a niños y maestros. Dicta seminarios a los que asisten desde personalidades como Ferrán Adrià –chef del prestigioso restaurante español El Bulli, “uno de los primeros en haber confesado que se inspiró en mis libros”, dice Hervè This– hasta amas de casa en busca de nuevas perspectivas culinarias. Y una vez por semana está de pie junto al chef Pierre Gagnaire en su restaurante parisino homónimo de la rue Balzac (la Guía Michelin le ha otorgado tres estrellas, máxima recompensa a la excelencia culinaria) reinventando la cocina mediante la unión de la ciencia y el arte. La originalidad de Gagnaire está en haber logrado desposeer a los alimentos de todas sus cualidades sensoriales menos del sabor y, gracias a los aportes científicos de This, en haber logrado enmascarar el color y la forma propia de los alimentos para así sorprender a los comensales con un pescado que parece verdura, una pasta italiana anaranjada, un pescado cuadrado o una fruta piramidal.
Hervè This se encuentra ahora en su oficina de esta Grande École de Ciencias frente a dos computadoras: en una se ven fórmulas indescifrables y, en otra, su nutrida agenda. Se lo distingue por el cabello gris revuelto. Su voz áspera cuenta que lleva analizados más de 1.250 libros de cocina y que tiene una colección de 25 mil proverbios tradicionales. Son precisiones culinarias que This divide en: a) las que parecen justas y son justas, b) las que parecen justas y son falsas, c) las que parecen falsas y son justas, y d) las que parecen falsas y son falsas. Un repertorio que agrupa cuestiones como estas: ¿por qué se dice que el olor de la coliflor se elimina al agregar una miga de pan en el agua hirviendo? ¿Es cierto que las claras de huevo batidas a punto de nieve se montan mejor si se baten siempre en el mismo sentido? ¿Los fríjoles verdes hay que hacerlos hervir en una olla destapada para que no ennegrezcan? ¿Es cierto que los calamares son más tiernos cuando al cocinarlos agregamos unos fósforos quemados en el agua?
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This ha decidido acabar para siempre con los libros de recetas que “nos vuelven idiotas” y convirtió su laboratorio en un exigente y meticuloso observatorio de la cocina. ¿Por qué se dedicó a la química y no a ser cocinero? Silencio. Doble silencio. Sólo se oye la voz de su asistente en el teléfono. Finalmente responde: “Es que me hacen siempre esta pregunta, y no logro dar con la respuesta precisa. La cocina es una técnica o es un arte. La técnica a mí no me interesa. Ahora, si es un arte, es una cuestión de sensibilidad, y yo estoy más interesado y atraído por la comprensión del mundo que por la emoción. Desde siempre estuve fascinado por la transformación de la materia”. La vida de Hervè This está sujeta a la ciencia –y a su exigencia de rigor– como por un cepo.
Supongo que cuando se decidió a estudiar química no pensó inmediatamente en dedicarse a lo que hoy se conoce como gastronomía molecular. ¿Cuándo resolvió dedicarse a la química y en qué momento esta disciplina se alió a la cocina?
De niño ya me interesaba por la cocina. En mi casa, mi abuela cocinaba y yo pasaba mucho tiempo con ella. Hoy en día soy yo quien cocina todos los días para mi mujer y mis hijos. Pero cuando cumplí seis años me regalaron mi primer juego de química, que me deslumbró. Una de las experiencias que más me sedujo en mi infancia fue observar cómo se enturbiaba el agua de cal. Si tomamos una tiza y la calentamos bajo una llama, la tiza, que es un sólido blanco, permanece sólida, pero si le agregamos agua se produce una reacción muy viva y comienza a emitir vapor: la tiza ha sido transformada por el calor. El carbonato de calcio se transforma en óxido de calcio. Luego, al agregarle mucha más agua, ya no se produce más la misma reacción. Cuando la filtramos, obtenemos un líquido perfectamente transparente e incoloro que se llama agua de cal. Y si, por último, soplamos con un pitillo sobre el agua de cal, veremos cómo se enturbia y poco a poco percibiremos cómo se va acomodando en el recipiente un sólido blanco que no es otra cosa que… ¡la tiza! Es esta extraordinaria transformación de la materia la que me ha fascinado desde entonces. Por eso me decidí a realizar estudios de química.
Años después, de un modo inesperado, descubrí las primeras señales de lo que luego se conoció como gastronomía molecular. Fue el 16 de marzo de 1980 en mi pequeño cuarto de estudiante, entre cacerolas y probetas. Cocinando para amigos un soufflé de roquefort advertí que una “precisión culinaria” de la receta indicaba “agregar las yemas de a dos”. ¿Por qué de a dos? Como no había una explicación, yo las agregué todas juntas y el resultado fue mediocre. No entendí por qué. El domingo siguiente volví a cocinar el mismo plato diciéndome que si agregar las yemas “de a dos” suponía un mejor resultado, ¿por qué no agregarlas de una en una? Tal vez el soufflé sería aún mejor. Es lo que hice y, efectivamente, el soufflé fue superior. Hoy es evidente que agregar las yemas de a dos, o una a una, o todas juntas, no tiene ninguna incidencia en la calidad del soufflé. Pero fue el comienzo de la colección de 25 mil precisiones culinarias que, aún hoy, me dedico a verificar.
Tengo entendido que al comienzo de su vida profesional usted dirigió la revista Pour la Science durante veinte años y que ése fue el punto de partida de un encuentro esencial para el nacimiento de la gastronomía molecular. ¿Qué sucedió exactamente?
En 1988 contraté como secretaria de redacción a una escocesa que había trabajado en la revista Europhysics Letters. Al saber que yo era un apasionado de la cocina y que me dedicaba a estudiar sus componentes fisicoquímicos en un laboratorio que tenía en mi casa, ella me habló de un físico inglés, ex presidente de la Royal Society, que se dedicaba en Oxford a realizar trabajos análogos a los míos. Se trataba de Nicholas Kurti. Me puse inmediatamente en contacto con él y así nacieron una maravillosa amistad y una aventura que conduciría a la creación de la gastronomía molecular. A pesar de la diferencia de edad, Kurti tenía entonces 80 años y yo 33, trabajamos juntos de manera casi cotidiana. Como yo me dedicaba al estudio de las precisiones y métodos culinarios y él estaba más interesado por introducir en la cocina métodos que se aplicaban a la física, en un principio llamamos a nuestra disciplina “gastronomía molecular y física”. En 1992 organizamos el primer coloquio internacional sobre la gastronomía molecular en Sicilia y desde entonces se repite cada dos años. Han ido personalidades como el premio Nobel de Química Jean-Marie Lehn, quien a partir de esa experiencia me propuso realizar mis investigaciones en el laboratorio de interacciones moleculares del Collège de France. Cuando Nicholas Kurti murió, a los 90 años, en 1998, la disciplina empezó a conocerse bajo un nombre más sencillo: “gastronomía molecular”.
Usted escribió en uno de sus libros que la gastronomía molecular no es “ni un método de enseñanza, ni una tecnología ni una técnica”. ¿Qué es entonces?
Hay gente que mira una montaña y se pregunta cómo está formada, son geofísicos; otros miran las estrellas y se preguntan por qué brillan, son astrofísicos. Mi montaña personal es la cocina. Y la gastronomía molecular es la ciencia que se interesa en la cocina. Es una ciencia como la cosmología, la astronomía, la física o la biología molecular. Como toda ciencia, su interés es producir conocimiento en una determinada área. La técnica es la ejecución de gestos, la enseñanza es la transmisión de conocimientos, la tecnología es una actividad que transfiere los conocimientos de la ciencia hacia la técnica. Y la ciencia es una exploración del mundo. La parte del mundo explorada por la gastronomía molecular es la cocina. Se trata de buscar los mecanismos de las transformaciones culinarias que son, esencialmente, de naturaleza química, física o biológica. La ciencia utiliza un método experimental, es decir, parte de un fenómeno que ha sido identificado. Por ejemplo, para ver cómo los huevos, líquidos cuando están crudos, se solidifican cuando los introducimos en el agua hirviendo, tenemos que haberlos observado durante un tiempo suficiente para que se produzca la coagulación. Luego, determinamos la temperatura del huevo, su dureza. A continuación, enunciamos una teoría (¿por qué los huevos se endurecen?) y finalmente intentamos refutar esta misma teoría propuesta (la ciencia no está jamás satisfecha de sí misma), que se hace a través del cálculo o de otras experiencias. Según el resultado, cambiamos o reafirmamos nuestra teoría inicial.
En resumen, la gastronomía molecular es una disciplina científica que estudia la transformación culinaria, busca los mecanismos de estas transformaciones. Produce conocimiento y no platos. Se practica en un laboratorio donde se utiliza un método experimental. ¡Por eso siempre digo que la cocina gastronómica no existe! O hablamos de cocina (creación de platos) o hablamos de gastronomía (producción de conocimientos).
¿Pero a través de este estudio no se corre el riesgo de irrumpir en un terreno tabú, modificar lo que parece “intocable”: la cocina francesa y toda la tradición que ella implica?
Hay millones de personas que cocinan cada día utilizando recetas e instrumentos que ya existían en la Edad Media. Lo que yo propongo es pensar la gran cocina francesa como una vieja casa de familia. Una construcción magnífica pero desprovista de todo confort. Sería irresponsable venderla o destruirla y así correr el riesgo de perder toda la sabiduría que ella encierra. Pero sí podemos acondicionarla para vivir mejor. Pensemos en que la esperanza de vida de nuestros mayores era inferior a la nuestra, su vino se echaba a perder con mayor facilidad que el nuestro, sus huevos eran menos frescos, etc. Propongo transformar pero hacerlo de un modo que no implique grandes riesgos. Los modos de cocinar evolucionan y ya nadie realiza, como a principios del siglo XX, una crema inglesa con ¡dieciséis yemas de huevo!
A la luz de lo que me ha dicho, ¿cómo podemos distinguir entonces lo que usted bautizó gastronomía molecular de la cocina molecular?
La gastronomía molecular tiene cinco funciones: explorar (¿las precisiones culinarias son falsas o verdaderas?), comprender (¿por qué son falsas? ¿por qué son verdaderas?), inventar (esto es, crear nuevos útiles de cocina), renovar (crear nuevos platos) y, por último, una función cívica (hacer que la gente le pierda el miedo a la química).
En consecuencia, la cocina molecular es la moda culinaria que nace de los descubrimientos de la gastronomía molecular. Es una tendencia que nace del esfuerzo de la gastronomía molecular por renovar los materiales, los métodos y los ingredientes culinarios. Esta transferencia tecnológica era indispensable para evitar la repetición que ha caracterizado siempre el empirismo culinario. Los cocineros que utilizan los resultados de la gastronomía molecular son técnicos, a veces artistas, pero jamás científicos. La cocina es una práctica y no una ciencia. No se reduce a una actividad técnica, porque el mejor de los soufflés no valdría nada si lo lanzamos a la cara de los comensales. La cocina es, en primer lugar, amor (dar felicidad a nuestros comensales), arte (crear una emoción) y, por último, técnica. Aquel que prepara una salsa es un técnico y aquel que se pregunta cómo salar la carne, cómo asar una tira de asado, cómo condimentar una ensalada no es un técnico sino un tecnólogo.
¿Qué es un tecnólogo? Un nuevo oficio. Gracias a los conocimientos que procura la gastronomía molecular y la desaparición, poco a poco, de ideas falsas transmitidas a lo largo de generaciones, su labor es ayudar a los cocineros a cocinar de un modo diferente y a innovar. De ahí la importancia de este nuevo oficio, el “tecnólogo culinario”. Como la ciencia sólo produce conocimientos, son los tecnólogos quienes tienen la responsabilidad de aplicar los resultados obtenidos. La profesión, aún muy poco expandida, existe en algunos lugares del mundo. Los chefs Heston Blumenthal y Ferrán Adrià emplean cada uno un tecnólogo culinario.
¿Puede darnos algunos ejemplos concretos acerca de la aplicación de este nuevo oficio?
Junto a colegas de Alemania, hemos creado un aparato llamado pianocktail (un homenaje a Boris Vian), un sistema que fabrica microrreactores (dispositivos del tamaño de una caja de cerillas, compuestos de placas metálicas y canales, en los cuales se inyecta la cantidad que uno quiera de aceite, gas, sólidos, que los microrreactores se encargan de mezclar y dispersar, creando así distintas emulsiones). Con este sistema se pueden producir, automáticamente, piloteado por computadora a través de la programación de fórmulas –que pueden ser infinitas–, más de 500 millares de platos nuevos. Hoy esta invención se encuentra en el fondo de un armario del laboratorio porque es una cuestión de la tecnología, no de la ciencia. Hay que empezar a producirla, entonces.
Otro ejemplo es el sonicator, una máquina con la que se realizan todas las emulsiones en los laboratorios de física y química. Sólo hay que introducir los ingredientes y esperar. ¿Es que vamos a continuar con la batidora o la cuchara de madera? Si el sonicator existe, ¿por qué no fabricarlo e introducirlo en las cocinas domésticas para hacer, por ejemplo, una mayonesa?
La gastronomía molecular da la posibilidad de pensar la función antes de pensar la herramienta. ¿Queremos crear una emulsión? Basta con dispersar la materia grasa líquida en el agua. ¿Queremos crear una mousse? Introducir burbujas de aire en un líquido será más que suficiente. Como con el sifón que se utiliza en los restaurantes de moda como El Bulli. El sifón sirve para montar nata, elaborar espumas, o sea mousses sin nata, sin huevos y sin ningún otro producto que altere el sabor de los alimentos originales. Hace treinta años estas proposiciones eran rechazadas de plano. Pero actualmente el movimiento de renovación se acelera. La ciencia desempeña un papel muy importante en el desarrollo de la tecnología y de la técnica.
Usted también habla de cocina constructivista y de cocina nota a nota. ¿A qué se refiere con esos términos?
La primera definición nace de mi trabajo con el chef francés Pierre Gagnaire. Ambos nos encontramos en 2000 cuando fuimos convocados por la Academia de Ciencias de Francia para elaborar un menú llamado “Ciencia y cocina”. Así nació nuestra amistad. Él es el artista, yo soy como el creador de los pomos de pintura para que Rembrandt pueda pintar. De nuestra colaboración nace una corriente artística actual, de la cual Pierre es el líder principal, llamada “constructivismo culinario”. La propuesta es ofrecer platos cuyo único objetivo sea crear una emoción en los comensales. Un verdadero chef no debería repetir jamás dos veces la misma obra ni “reconstruir” un plato clásico, esto es, presentarlo de una manera diferente o según se lo dicte su inspiración o la moda del momento. Eso carece de interés. Entiendo que la cocina, como la música, es un emprendimiento cultural, lo cual implica que lo que se sirve en el plato debe tener un sentido. En la cocina, si nosotros mezclamos ingredientes de un modo desordenado y sin preguntarnos por qué, el resultado será malo, desagradable. Para que un plato sea bueno, sabroso, debe ser reconocible. De alguna manera, el sentido es como cuando al hacer música reconocemos la melodía. Un ejemplo: si yo digo tocino, habichuelas blancas, salchichas, es una enumeración que tiene sentido porque significa “cassoulet”, plato típico de la región de Toulouse. Si no lo pensamos de este modo, será como creer que es música el sonido que produce un mono cuando golpea las teclas de un piano. Por otra parte, el objetivo de la cocina es dar energía a nuestro organismo, pero, como la música, también se trata de brindar una emoción. Un artista culinario puede querer hacernos reír, llorar, provocar rabia o sorprendernos con un plato, como lo hacen otras artes como la pintura, la fotografía o la literatura. Por ejemplo, un relleno es un modo de crear una sorpresa.
La cocina nota a nota es diferente. Vuelvo nuevamente a la música: imaginemos a un músico que sólo tocara acordes (un conjunto de sonidos) ejecutando al mismo tiempo con ambas manos hasta diez notas juntas. Esto daría como resultado una música cargada, densa. Por el contrario, existe una música nota a nota, más ligera. Tengo la sensación de que, hasta ahora, la cocina se ha realizado por acordes. Tomemos el ejemplo de un cocinero que pone en una misma olla un pollo, verduras, vino… Cada uno de esos elementos está compuesto de numerosas moléculas: el vino es agua, etanol, tártratos [sales de ácido tartárico]; una zanahoria está compuesta de agua de celulosa, azúcares, ácidos orgánicos y moléculas; todo esto se cocina al mismo tiempo, como los acordes de un pianista. ¿No podríamos oponer a este añadido cantidades más precisas y dosificadas de esas mismas moléculas? Es exactamente lo que estamos intentando junto a Pierre Gagnaire. ¿Nos vamos a privar de hacerlo en nombre de la tradición? Y, por otra parte, ¿no deberíamos dejar de mirar al pasado? La verdadera pregunta es: ¿cómo queremos que sea la cocina en diez, veinte o cien años? Si emprendemos el camino de la síntesis química (proceso para obtener productos que no existen de forma natural o para producir nuevas sustancias químicas) y agregamos cloruro de sodio (sal) o sacarosa (azúcar), estas zanahorias que estamos cocinando tendrán un gusto más logrado. A esto yo lo llamo “nota”. Y de ahí se desprenden varias preguntas: ¿Hay que diversificar estas notas? ¿Podemos utilizar aminoácidos? ¿Iremos camino a una cocina sintética? ¿Es peligroso? Lo que propongo es que discutamos el tema.
¡Los defensores de la comida orgánica y natural van a poner el grito en el cielo si los cocineros se dedican a agregar etanol y ácido tartárico, aunque sea en pequeñas cantidades!
Producir alimentos orgánicos está muy bien siempre que no se convierta en un dogma. Todo se transforma, todo es artificial, la cocina y muchas otras cosas. Para hablar de cocina natural deberíamos servir los alimentos crudos, duros, contaminados, incomibles. En una conferencia que di en Suiza les dije: “A ustedes les gusta la naturaleza, el tsunami, el tifón, la escarcha, la canícula, la peste, el cólera…”. No todo lo que viene de la naturaleza es bueno. Por otra parte, esas mismas personas que militan por la cocina natural preparan barbacoas sin ningún drama y así consumen una importante cantidad de moléculas cancerígenas. Tenemos que olvidarnos de una supuesta maravillosa edad dorada. Nosotros, nuestra generación en Occidente, somos los primeros en la historia de la humanidad en no haber conocido el hambre. Mientras que en el siglo XIX los libros de cocina se dedicaban a evitarnos los fraudes alimenticios (la leche cortada con agua, el polvo de yeso en la harina), nosotros estamos protegidos por el Estado y jamás nuestros alimentos han sido tan sanos. Las razones de estos fraudes cometidos hace más de un siglo son dos: el dinero que se podía ganar al crear productos de baja calidad y la ausencia de servicios como las aduanas, la inspección alimenticia y la falta de higiene.
Por otra parte, como artificial debemos entender todo aquello que ha sido producido y transformado por el hombre. Natural es todo lo que no ha sido objeto de ninguna transformación humana. De más está decir que la cocina es una actividad absolutamente artificial. Nuestras verduras son el resultado de miles y miles de años de transformación vegetal. Lo mismo nuestras vacas, gallinas, cabras, patos… que son el resultado de una selección destinada a darnos más leche y carne. Y respecto a las frituras: ¿alguien puede creer que la naturaleza nos las ha brindado así de crujientes? ¿Alguien puede creer que la naturaleza ha calentado el aceite (producto artificial: hubo que extraerlo) a 200 grados? No hay que tener miedo de explorar nuevos territorios.
¿Por qué la gente desconfía cada vez que se hace referencia a la incorporación de productos químicos, sobre todo en lo que concierne a la alimentación?
La química es una ciencia que da miedo. Es una ciencia extraña que nace de la observación de la misteriosa transformación de la materia. Lo más maravilloso de esta ciencia es, sin duda, ser capaz de enunciar teorías que permiten prever reacciones que no han ocurrido jamás. ¡Imagínese entonces el poder sobre el mundo que ejerce la persona que domina la teoría química! La química da el poder de crear venenos, explosivos, etc. Y lo peor es que estas transformaciones de la materia son, en la mayoría de los casos, invisibles. Por otra parte, las microondas, las radiaciones nucleares, dan miedo por las mismas razones: el peligro no es visible y, lo que es peor, la gente no lo comprende.
Pero como químico, yo sólo puedo decir que Pierre y Marie Curie contribuyeron a entender la estructura de los átomos, pero no son los responsables de la bomba atómica lanzada en Hiroshima: son los militares quienes fabricaron las bombas. Del mismo modo, la química no es la responsable de los gases de combate que se utilizaron durante la Primera Guerra Mundial: son las fábricas las que los han producido, y los soldados los que los han expandido. La gastronomía molecular, como toda ciencia, sólo se ocupa de la calidad de los conocimientos que produce.
¿En qué está trabajando actualmente?
En estos momentos mi interés se centra en la física: buscar la relación entre la microestructura de un alimento y sus propiedades. La segunda parte es que cuando cocinamos alimentos hay un intercambio de materias. Yo quiero saber qué pasa en ese intercambio. Cuando metemos unas zanahorias en agua hirviendo, hay algo que sale de la zanahoria. Mi pregunta es: ¿qué es lo que sale de la zanahoria y cómo sale? Saber qué sale es relativamente fácil; cómo sale, es más complejo.
También trato de entender que los alimentos contienen muchas moléculas orgánicas. Y cuando cocinamos esos alimentos hay algo que sucede con esas moléculas orgánicas al entrar en contacto con el agua (que no es ni inodora ni incolora, como se enseña en las escuelas). Si estudiamos los alimentos vamos a encontrar las reacciones químicas en el agua. Esto es la química verde (el uso de la química para prevenir la contaminación), y es muy importante porque sobrepasa el estudio del alimento. La química verde es esencial en mis investigaciones. Un caldo, un borbotón, permiten estudiar las reacciones orgánicas que se producen en el agua. Y estos conocimientos ayudan al desarrollo de la química verde, que se ocupa de la creación de productos y procesos químicos que reducen o eliminan el uso y producción de sustancias peligrosas. Para ser breve, la divisa de la química verde es no contaminar. Y, finalmente, también estudio los pigmentos, lo cual resulta esencial porque hay una relación entre el color del alimento y el gusto.
¿Se ha encontrado con cosas que no esperaba descubrir?
Con muchísimas, todo el tiempo. Muchos de mis descubrimientos se aplican fácilmente a la vida cotidiana. Por ejemplo, he descubierto que con 250 gramos de chocolate y 200 centímetros cúbicos de líquido (agua o jugo de naranja o té o…) se logra una emulsión de grasa y de agua con aire para hacerla espumosa, lo que da como resultado una mousse de chocolate ¡sin huevos! El agua añadida al chocolate le dará consistencia a este último. Y el chocolate añadido al agua producirá una emulsión de chocolate. Luego se mezcla esta emulsión, se deja enfriar y se obtiene lo que yo bauticé “chocolat chantilly”. A partir de este descubrimiento, sabemos que la chantilly no se limita a la crema y al chocolate. Podemos hacer foie gras chantilly, queso chantilly, mantequilla chantilly…
También creé lo que yo bauticé como salsa kientzheim (nombre de un pueblo de Francia), una suerte de mayonesa que en lugar de aceite lleva manteca fundida. La manteca está más caliente que el huevo, pero la salsa no se corta y el resultado es una emulsión perfecta. Esto desmiente otro proverbio popular que dice que los huevos y el aceite deben estar a la misma temperatura para que no se corte la salsa.
Hablando de precisiones culinarias, prefiero las que parecen falsas y son justas, porque en ciencia siempre buscamos un síntoma. La ciencia no hace su trabajo cuando demuestra una teoría, sino cuando refuta una teoría que sabemos que es falsa. Entonces, cuando creo que algo es falso y resulta que es justo, esto prueba que yo me equivoco, y si me equivoco quiere decir que puedo aprender.
Le doy un ejemplo. Decimos que al lechón hay que cortarle la cabeza cuando lo retiramos del fuego porque si no la piel se ablanda. Llamé a todos mis colegas especialistas en carne y todos decían que era falso. Y en realidad no es falso. Es cierto. Mientras el lechón se cocina sin cortársele la cabeza, el fluido –normalmente agua– que aparece cuando se perforan las carnes es evaporado por el fuego: la piel queda seca y crujiente. Luego, cuando se lo retira de la estaca del asador, el vapor continúa perforando la carne y ablanda la piel. En cambio, cortar la cabeza permite al vapor salir rápidamente, lo que preserva el crujiente. Lo importante es comprender los gestos que realizamos en la cocina, porque cuando entendemos lo que hacemos, necesariamente lo haremos mejor.
¿Cómo será la cocina del futuro? ¿Cuáles son las últimas invenciones?
La primera parte de la pregunta es difícil. Hace un siglo, Marcellin Berthelot, químico del siglo XIX, se equivocó cuando predijo que en el 2000 comeríamos tabletas nutritivas. Lo único que puedo decir es que en el futuro tendremos lo que estamos creando ahora. Esto nos lleva a la segunda parte de la pregunta. En la actualidad se utiliza el nitrógeno líquido, que permite fabricar deliciosos helados en sólo segundos; las gelificaciones, que se obtienen a partir del agar, un derivado de las algas que crea más elasticidad y firmeza que las conocidas y ya antiguas gelatinas; se han inventado las placas de inducción (cocinas vitrocerámicas) que suplantan al gas y al fuego. Los beneficios son varios. Por un lado, los antiguos sistemas de cocción de los alimentos desperdician hasta un 80 por ciento de la energía. Con el sistema de inducción, sólo calentamos la cacerola (no toda la habitación), entonces apenas hay un veinte por ciento de energía desperdiciada. Por otra parte, la cocción es mejor porque podemos elegir la temperatura exacta de cocción. Esto permite realizar una importante economía doméstica. Cocinar a baja temperatura permite, por ejemplo, crear un buen plato con una carne barata, que será así más tierna. Otro ejemplo: con 300 gramos de carne, este tipo de cocción nos permite obtener al final 290 gramos de producto apto para el consumo, cuando con una cocción clásica obtendríamos nada más 200 gramos.
En el siglo XVIII se cocinaba la carne colocándola frente al fuego. Nosotros hemos cambiado de técnica porque no sabemos servirnos del fuego, somos unos imbéciles con placa eléctrica. De todos modos, cocinar al fuego de leña o con carbón es malísimo para la salud. Yo he trabajado mucho sobre ese tema, preguntándome: ¿qué es la cocción?, ¿qué es cocinar?, ¿cuándo está cocido un alimento? Cocinar un alimento es calentarlo para transformarlo. Se puede lograr una cocción a través de un líquido como el etanol o un ácido, a través del alcohol (huevo poché hecho con aguardiente), o con azúcar (en la crema inglesa, se dice que el azúcar cocina la yema), con el gas, con el vapor. Pero si nos limitamos a este repertorio olvidamos que también existen los rayos infrarrojos y el microondas. Si cocinar es dar energía, cuando sometemos un alimento a una gran presión éste se cocinará. Es una cuestión complicada.
¿Y a usted qué le gusta cocinar?
No estoy convencido de que a mí me guste cocinar. En general cocinamos para alguien. La cocina quiere decir “te amo”. Si nos ponemos de acuerdo en esto, sí, me gusta cocinar. Pero el acto mismo de poner un steak en la plancha no tiene ningún interés. Una vez que uno lo comprendió, cocina de manera diferente. Cocinar es dar amor, es el hecho de estar juntos.
¿Y la gente que dice querer a su familia, hijos, amigos, pero detestan la cocina?
Ante todo quiero aclarar que decir “me gusta” o “no me gusta” es una cuestión infantil. Si no sentimos el placer es porque no somos suficientemente adultos para sentir el placer. A veces hay una emoción que nace, por ejemplo, al escuchar música. Si un niño escucha free jazz por primera vez dirá que se trata de un ruido insoportable. Pero al crecer podrá apreciar a John Coltrane porque ha aprendido a reconocer estructuras. Yo creo que se trata de reconocer estructuras. El cerebro es una máquina que reconoce formas en el sentido visual, olfativo y gustativo, y cuando no lo reconozco es simplemente porque no soy suficientemente culto para reconocerlo como algo que yo amo. ¿Por qué la gente dice “no me gusta cocinar”? Quiere decir que no han comprendido nada. Esas personas son niños. ¡Cómo se puede decir “no me gusta cocinar”, si cocinar es decirles “te amo” a los demás!
La gastronomía molecular no es ajena a este interés por la cocina. Cuando nosotros comenzamos, no era para nada así. El hecho de haberle dado un sentido a la cocina, de haberla unido a la ciencia, ha creado una especie de coartada intelectual que permite hoy en día decir con respeto: “Mira, él se dedica a la cocina”. En mi época era muy diferente. Los cocineros son muy sensibles al hecho de que nosotros le hayamos dado un sentido a su actividad.
Pero usted ha hecho referencia muchas veces a que no comemos lo que no conocemos.
¡Menos mal! Eso se llama neofobia: miedo a la incorporación de nuevos alimentos. Porque así nos preservamos de muchos productos que podrían hacernos daño. Pero se trata de otra cosa. Está demostrado que en los monos el gusto amargo es reconocido como un peligro, y el gusto dulce como un signo de energía. Si acercamos algo dulce a los labios de un bebé, sonreirá. Por el contrario, si es amargo, lo rechazará. Somos animales que llevamos con nosotros comportamientos y conocimientos que provienen de la evolución de la especie. Han hecho falta millones de años para comer alimentos amargos y ácidos. Piense en la cerveza; como somos animales gregarios, vivimos en grupo, nos decimos: “los otros toman cerveza, yo tomaré cerveza”, aunque sea un castigo sensorial desde el punto de vista de la evolución de la especie. Es por esto que la cocina es resultado de la cultura. Comemos cultura.
Acaba usted de referirse a la cultura en sentido amplio. Pero también suele hablar de la llamada alta cultura, trazando un paralelo entre el arte culinario, la música y la pintura. En este último caso, alude a lo que a usted le gusta llamar “cocina abstracta”. ¿Podría detallarnos de qué se trata?
El pintor Wassily Kandinsky fue un gran teórico de la pintura no figurativa, abstracta. En lugar de representar las casas a través de las formas de una casa, los animales a través de las formas de los animales, se propuso hacerlo según su propia mirada interior. Hoy en día, los cocineros siguen sobre todo el camino figurativo de la pintura: utilizan un tomate que tiene forma de tomate. Por ejemplo, al cocinar una zanahoria no importa que la comamos entera, rallada, en forma de mousse o de puré, siempre y cuando encontremos el gusto de la zanahoria. Esto es, el cocinero clásico utiliza la zanahoria para dar un gusto a zanahoria. En cambio, una cocina abstracta sería aquella que se impone el desafío de jamás hacernos sentir el gusto del tomate a partir del tomate, o el gusto del vino a partir del vino. ¿Cómo lograrlo? La idea es utilizar moléculas (¡comestibles obviamente!) para crear gustos inéditos que no se parecerían a ninguno de los alimentos conocidos. Y, al mismo tiempo, podríamos utilizar nuestros alimentos más clásicos para crear una sensación que no tenga ninguna relación con lo que vemos, con lo que está representado. ¿Esto condenaría a los agricultores a la ruina? No, porque de la misma manera que un pintor no figurativo sigue utilizando los pigmentos, el cocinero no figurativo deberá utilizar moléculas, tal vez del tomate o de las zanahorias, pero no para organizarlas como un tomate o una zanahoria. El objetivo: producir un plato que no sea reconocible como un producto alimenticio ya conocido. El gusto, la arquitectura del plato y su color deberán ser inéditos.
¿Una revolución culinaria está en marcha?
Mi tío, el conocido fotógrafo Henri Cartier-Bresson, siempre se preguntaba: ¿Cuál es el proyecto? ¿De qué se trata? Debemos hacer lo mismo y dejar en claro la distinción entre cocina y gastronomía: la cocina produce platos y la gastronomía, conocimientos. ¿El conocimiento no consiste, acaso, en comenzar a ver claramente aquello que no veíamos?
¿Qué siente usted cuando lee un menú y ve que un plato está inspirado en uno de sus descubrimientos?
¡Una inmensa felicidad! ¡La concreción de un sueño infantil! Imaginar que Rembrandt utiliza el tubo de pintura sobre el que yo trabajé: ¡qué honor! Aquellos cocineros que se sirven de los conocimientos que yo produzco, me brindan su amistad y es un enorme placer. Por otra parte, tengo mucha más ambición que esto: cambiar la cocina. La cocina es bella, y estoy abocado a demostrarlo, sin descanso.
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Artículo publicado en Prodavinci por cortesía de la Revista El Malpensante
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