COCINA DE AUTOR
Si el trillado término Cocina de Autor hay que endilgárselo a alguien, es a nuestras madres porque ellas son las culpables de ese invento. Posiblemente existan – yo no las conozco – algunas que cada vez que cocinan en sus casas, lo hacen apegadas a un código estricto de recetas tradicionales. Las que me tocaron a mi, abren la nevera, ven que sobrante está por echarse a perder y se lanzan literalmente a inventar. Mi madre Anú, se paso una vida occidentalizando en pucheros sus recuerdos de infancia del Punjab Indio, a mi abuela María no le perdono que para el día de hoy aun no haya escrito las recetas de todas las cosas espectaculares que ha inventado con sobras de días anteriores. Asumir que mi esposa Sylvia es la reencarnación de alguien que vivió penurias, ha sido mi manera de explicar el porqué jamás prescinde de pequeños sobrantes, que sumados pasan a convertirse en grandiosos pasteles, cremas y ensaladas. Ellas inventan. Es una cosa de todos los días y sería tremendamente injusto pensar que lo hacen ejercitando un acto abusivo cargado de un: “¡Te lo comes y punto!”. Las he visto planificar. Las he visto cocinar pacientes sus inventos apelando a dos armas invencibles: criterio y sapiencia. Las he visto servir sus ensayos (¿ficciones tal vez?) y preguntar melosas: “¿Te gustó?”. Una pregunta así no puede salir de boca de quien desea imponer sino de un creador en búsqueda de aprobación. Las he visto mil veces intentar disimular torpemente una sonrisa de orgullo cuando han escuchado “Me gustó mucho”. Cantidad de los platos de las autoras que me ha tocado a bien gozar, han terminado por ser protagonistas fijos del repertorio familiar. A estas alturas ya no sabemos si son o no, tradicionales de la comida venezolana. En mi casa lo son.
A veces aparece de nuestros labios la otra respuesta. La contraria. La temida. La que pende como una maldición lanzada por miles de madres sobre los cocineros del mundo.
- ¿Le gustó señor?
- ¡No!
No lacónico que en su monosílabo no pretende explicarse. No básico, seco, puro. No que ni siquiera extiende sus brazos y acepta que se le repregunte porqué. Ese no habrá de signar el resto de la vida profesional de un cocinero. Es el no de las estadísticas, que con su conteo frío hace que una madre no vuelva a preparar de nuevo su invento, o que un cocinero dude de su estilo.
Trabajar para terceros es la ley con la que el destino revuelve y reparte las barajas de los cocineros. Les está negado a largo plazo el placer de la intimidad y tarde o temprano deberán enfrentar su oficio a otros. Independientemente de si recrean platos tradicionales o si se exponen con sus creaciones, lo que hasta ese instante ha sido un oficio comienza a rozar el arte. Todo artista busca aprobación. Los cocineros también. En el caso de los restaurantes, lograr esa aprobación pasa por mostrarle a muchas personas un plato antes de tomar la decisión de venderlo: pesa así el criterio general en acto democrático. Eso es lógico, no tiene mucho sentido empecinarse en colocar un plato en el menú que a casi nadie le guste. Estableciendo de nuevo una comparación con nuestras casas, sería un caso parecido al de las madres que todos los lunes hacen tortilla de acelga sabiendo que sus hijos la detestan. A esa madre le gusta esa tortilla y la sabe sana, pero la certeza sincera de ella choca inevitablemente con el gusto de sus comensales.
¿Significa que nuestra madre hipotética sólo va a servir platos que le gusten a sus hijos, a sabiendas de que no son sanos? ¿Significa eso que un plato de mondongo caraqueño no debería estar en el menú de un restaurante sólo por el hecho de que en pruebas de mercado fueron más los que dijeron no querer comerlo? ¿Significa que una hamburguesa de una cadena de comida rápida es maravillosa porque miles la aprueban?
La búsqueda de aprobación, como toda búsqueda posee su lado perverso: puede volverse un vicio. En el caso de los cocineros muchas veces los lleva a recurrir a recursos totalmente ajenos inclusive a sus propios gustos. Por eso hay los que sirven comidas totalmente diferentes a las que se hacen para ellos mismos, estableciendo una relación aspiracional que se ve cuando por ejemplo cocinan únicamente Thai sin jamás haber visitado Tailandia o cuando de manera efectista apelan a sutilezas gramaticales para tratar de explicar lo que hacen con nombres como cocina de inspiración con influencia del mediterráneo y Malasia . Semejante incoherencia tarde o temprano muestra sus costuras.
Escuchar el clamor de las estadísticas no implica claudicar haciendo cosas en las que no se cree, o peor dejar de luchar por aquellas que se profesan. En cualquiera de los dos casos la muerte ha vencido.
Por suerte, casi siempre aunado al clamor de las estadísticas prevalece el criterio de quien cree en su concepto. Madres que sustituyen la rechazada tortilla de acelga por una de espinaca gratinada con mucho parmesano y la sirven sobre la misma salsa de tomate de la pasta que le gusta a los niños. Cocineros que saben que el mondongo caraqueño merece la oportunidad de ser probado y pasan el resto de su vida demostrándolo y viviendo la satisfacción de engrosar su rebaño de creyentes. Pausado, sin agredir, sin petulancia, seduciendo. En ese momento todo lo que sale de los fogones es Cocina de Autor. Un autor está adentro.
A veces aparece de nuestros labios la otra respuesta. La contraria. La temida. La que pende como una maldición lanzada por miles de madres sobre los cocineros del mundo.
- ¿Le gustó señor?
- ¡No!
No lacónico que en su monosílabo no pretende explicarse. No básico, seco, puro. No que ni siquiera extiende sus brazos y acepta que se le repregunte porqué. Ese no habrá de signar el resto de la vida profesional de un cocinero. Es el no de las estadísticas, que con su conteo frío hace que una madre no vuelva a preparar de nuevo su invento, o que un cocinero dude de su estilo.
Trabajar para terceros es la ley con la que el destino revuelve y reparte las barajas de los cocineros. Les está negado a largo plazo el placer de la intimidad y tarde o temprano deberán enfrentar su oficio a otros. Independientemente de si recrean platos tradicionales o si se exponen con sus creaciones, lo que hasta ese instante ha sido un oficio comienza a rozar el arte. Todo artista busca aprobación. Los cocineros también. En el caso de los restaurantes, lograr esa aprobación pasa por mostrarle a muchas personas un plato antes de tomar la decisión de venderlo: pesa así el criterio general en acto democrático. Eso es lógico, no tiene mucho sentido empecinarse en colocar un plato en el menú que a casi nadie le guste. Estableciendo de nuevo una comparación con nuestras casas, sería un caso parecido al de las madres que todos los lunes hacen tortilla de acelga sabiendo que sus hijos la detestan. A esa madre le gusta esa tortilla y la sabe sana, pero la certeza sincera de ella choca inevitablemente con el gusto de sus comensales.
¿Significa que nuestra madre hipotética sólo va a servir platos que le gusten a sus hijos, a sabiendas de que no son sanos? ¿Significa eso que un plato de mondongo caraqueño no debería estar en el menú de un restaurante sólo por el hecho de que en pruebas de mercado fueron más los que dijeron no querer comerlo? ¿Significa que una hamburguesa de una cadena de comida rápida es maravillosa porque miles la aprueban?
La búsqueda de aprobación, como toda búsqueda posee su lado perverso: puede volverse un vicio. En el caso de los cocineros muchas veces los lleva a recurrir a recursos totalmente ajenos inclusive a sus propios gustos. Por eso hay los que sirven comidas totalmente diferentes a las que se hacen para ellos mismos, estableciendo una relación aspiracional que se ve cuando por ejemplo cocinan únicamente Thai sin jamás haber visitado Tailandia o cuando de manera efectista apelan a sutilezas gramaticales para tratar de explicar lo que hacen con nombres como cocina de inspiración con influencia del mediterráneo y Malasia . Semejante incoherencia tarde o temprano muestra sus costuras.
Escuchar el clamor de las estadísticas no implica claudicar haciendo cosas en las que no se cree, o peor dejar de luchar por aquellas que se profesan. En cualquiera de los dos casos la muerte ha vencido.
Por suerte, casi siempre aunado al clamor de las estadísticas prevalece el criterio de quien cree en su concepto. Madres que sustituyen la rechazada tortilla de acelga por una de espinaca gratinada con mucho parmesano y la sirven sobre la misma salsa de tomate de la pasta que le gusta a los niños. Cocineros que saben que el mondongo caraqueño merece la oportunidad de ser probado y pasan el resto de su vida demostrándolo y viviendo la satisfacción de engrosar su rebaño de creyentes. Pausado, sin agredir, sin petulancia, seduciendo. En ese momento todo lo que sale de los fogones es Cocina de Autor. Un autor está adentro.
Comentarios