Beto

I

Hace un cuarto de siglo pisé por primera vez las calles de la ciudad Alemana de Colonia, en un viaje de mochilero adolescente junto al director de cine Alberto Arvelo. Él desandaba pasos en una ciudad que no veía desde que la dejó a los cuatro años y yo esperaba la llegada de mi mayoría de edad. Caminábamos mucho y caminando entramos a una boca del metro. Allí nos recibió el muy particular olor a aceite quemado que emanaba de las estaciones de entonces y segundos después Beto, soltaba incrédulo un sonido rudo que a mi me sonó como “estrás”. Ese olor viajó, furtivo, abriéndose camino hasta despertar películas en blanco y negro que se resumieron en el nombre de la calle de su infancia. Nos sentamos en silencio en la escalera un rato hasta que le dije “vamos a averiguar donde carajo queda esa calle”. Desde que tengo memoria he construido mi mundo, oliendo y clasificando olores, pero ese instante silencioso fue determinante para entender que para poder asir cada instante vivido, tenía que oler. Clasificar me ha permitido regresar mil veces al cafetín de la escuela de Física de la ULA, gracias al olor a té de valeriana con geranio, que me hacía Nelly antes de los exámenes. Clasificar hace que atesore el olor agridulce del cuello de mi Pablo cuando llega del colegio. Ese olor lo perderé en el tiempo cuando él descubra las virtudes del baño diario y del perfume; en ese olor está encapsulada su sonrisa.

II

“Sorpresita” se llamaban, unos cucuruchos de cartón forrados con papel de seda. Contenían unas minúsculas bolitas de caramelo que escondían juguetonamente en medio de su popurrí coloreado, soldaditos y anillos de plástico. El sabor de esos caramelitos era particularmente raro, de hecho completamente distinto a cualquier cosa que hasta entonces yo hubiese probado; ese sabor, como chispas, quedó grabado con cincel en mi memoria. Pasaron los años y comencé a preguntarle a mi Mamá cada secreto de los platos que hacía en casa. Cúrcuma, curry, jengibre, comino o polvo seco de mango eran descubrimientos una vez que ella me hablaba de su origen y me los mostraba. En ese andar de especias aparecieron un día las semillas de cilantro y juiciosamente las palpé, las olí… y las probé. ¡De cilantro!, ¡de cilantro! era todo lo que atinaba a decir para diversión de ella. ¿Cómo explicarle a una mujer cuya infancia se desarrolló en los abiertos campos del Punjab, que la mía estaba impregnada de semillas de cilantro recubiertas con azúcar coloreada? Pasan los años y cada vez que muerdo una semilla de cilantro recuerdo con claridad a Molly, mi profesora de cuarto grado.

III

“¡Qué bueno está esto Mamá!, así fui guardando en mi memoria gustativa un amplio repertorio de sabores, olores, texturas y sonidos maravilloso”. Así decía Don Armando Scannone en una conferencia de la que recuerdo poco del resto porque me distraje fisgoneando su infancia.

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