México abruma
Caminar por las calles de México es una experiencia impactante, no existe preparación posible ni entrenamiento previo que nos prepare para tantos códigos diferentes. La falta de olores reconocibles genera un vértigo tremendo y parecemos gatos sin bigotes, que no llegan a trastabillar del todo. No nos sucede igual si caminamos por las calles de Europa o Suramérica, culturalmente hemos crecido imbuidos con códigos que en algún momento se soslayan. Aunque unos digan "poroto" y nosotros "caraota", nos sentimos hermanados tarde o temprano, así sea por el aroma común del café o del jamón serrano.
No hay "taco" o cadena rápida Tex-Mex que nos prepare para lo que vamos a enfrentar. Mareados caminamos entre olas de una cultura que abruma no sólo por poderosa e inherente, sino por vasta y única. Caminar, por ejemplo, por las calles del "Mercado de la Merced" en la capital mexicana, no es sólo dar pasos a través de los pasillos del mercado mayor más grande de toda Latinoamérica, sino, es entrar en una realidad cargada de referencias prehispánicas absolutamente inédita. Las ennegrecidas uñas campesinas y las corbatas de última generación se confunden en un abrazo temporal de nopales, salsas, masas violetas y tacos de flor de jamaica, amaranto y calabaza.
En Venezuela hablar de olores y sabores prehispánicos es hablar de curiosidad y rescate. Comer picante catara de "culo de bachaco" o insectos del Amazonas es privilegio y lucha orientadora de pocos. En México, la presencia de los sabores y olores de las culturas Azteca y Maya no se presentan desde la base de un rescate antropológico en ejercicio de nacionalidad, más bien se exhibe directamente desde el pragmatismo de los códigos de barra de los supermercados. Este paseo por lo desconocido se vuelve todavía más dramático si el viaje ya no es a través de los angostos pasillos de mercado de una ciudad cosmopolita, sino entre los vericuetos de los mercados de calle de una ciudad pequeña como Pachuca, capital del estado de Hidalgo. Son mercados en los que la aceituna o el trigo sencillamente no existen, mercados en los que un grillo frito se vende por tener clientela, no justamente de turistas. Es impresionante ver pobladores que una vez que salen de sus oficinas en bancos u oficinas gubernamentales van cargando sus cestos de cactos, chiles o gusanos de maguey. Personas que de manera cotidiana repiten el rito urbano de llamar desde sus celulares para preguntar exactamente cual tipo de maíz fue el requerido en la lista de compras. En este país el "cuál" humilla: ya no son las genéricas papas, tomates y maíces sino los "cuáles" y los "para que", porque cada especie diferente de tomate tiene un uso específico y todo el mundo lo sabe.
Abruma y deja muchas preguntas sin respuestas ser testigo. "Lléveme a un restaurante con comida típica de Hidalgo", podría ser la petición natural de cualquier caraqueño que visite estas tierras de frío otoñal y mucho viento, sintiendo en el inconsciente la tranquilidad de no estar en la posición del anfitrión. El restaurante "típico" sencillamente es uno más, tendrá 200 puestos atestados por paisanos un martes cualquiera a las tres de la tarde y en donde la cara del turista voltea hacia sí miradas de curiosidad gracias a su inusual presencia. En este restaurante el menú está bien estructurado y siguiendo el viejo ritual occidental de servicio, un mesonero entrega primero la carta de alcoholes dando el tiempo de rigor para que la escogencia del tequila sea pensada.
En el menú hay "botanas" si el caso es picar, pero el día de hoy es festivo y ya que para toda ocasión hay un lujo gastronómico de costos exorbitantes determinados casi siempre por la carencia, el amable anfitrión ha decidido ordenar un plato de costosísimos escamoles, como inicio de lo que habrá de ser una experiencia de lujos y recuerdo indeleble. Necesariamente han de ser costosas estas larvas de hormigas que se recolectan en las bases del agave, la ventana de tiempo para su obtención es mínima y las picaduras en las manos del recolector suman otro tanto. No en vano una vez preparadas son consideradas el caviar de México. Siguen platos cargados de referencias desconocidas como una ensalada hecha con los cactos, de presencia constante en el paisaje, crujientes gusanos de maguey o una carne guisada dentro de una bolsa hecha con la cutícula de la hoja del agave, un alarde técnico que dejaría boquiabierto a los franceses, orgullosos inventores del "papillote". Por ningún lado dice "típico", aparentemente lo cotidiano no amerita explicación.
México abruma.
UN AUDITORIO CON 800 CHICOS VESTIDOS DE COCINEROS
Estoy aterrado ante 800 chicos vestidos de cocineros que atestan un teatro, aterrado sobretodo ante esa pared aparentemente infranqueable que es su conocimiento casi enciclopédico de la cultura gastronómica mexicana.
En Venezuela, quienes laboramos en el ámbito profesional de la gastronomía estamos ante un proceso concertado de ordenamiento de nuestras tradiciones, y desde esa difusa base comenzar a generar nuestras propias creaciones. Vamos bien y a medida que la base se enfoca se respira una atmósfera premonitoria, alegre. En México, esa base de tradiciones es tan brutalmente gigantesca, que irónicamente el gran reto es lograr separarse un poco de esta enorme columna para darse la posibilidad de mirar a los lados.
México abruma.
No hay "taco" o cadena rápida Tex-Mex que nos prepare para lo que vamos a enfrentar. Mareados caminamos entre olas de una cultura que abruma no sólo por poderosa e inherente, sino por vasta y única. Caminar, por ejemplo, por las calles del "Mercado de la Merced" en la capital mexicana, no es sólo dar pasos a través de los pasillos del mercado mayor más grande de toda Latinoamérica, sino, es entrar en una realidad cargada de referencias prehispánicas absolutamente inédita. Las ennegrecidas uñas campesinas y las corbatas de última generación se confunden en un abrazo temporal de nopales, salsas, masas violetas y tacos de flor de jamaica, amaranto y calabaza.
En Venezuela hablar de olores y sabores prehispánicos es hablar de curiosidad y rescate. Comer picante catara de "culo de bachaco" o insectos del Amazonas es privilegio y lucha orientadora de pocos. En México, la presencia de los sabores y olores de las culturas Azteca y Maya no se presentan desde la base de un rescate antropológico en ejercicio de nacionalidad, más bien se exhibe directamente desde el pragmatismo de los códigos de barra de los supermercados. Este paseo por lo desconocido se vuelve todavía más dramático si el viaje ya no es a través de los angostos pasillos de mercado de una ciudad cosmopolita, sino entre los vericuetos de los mercados de calle de una ciudad pequeña como Pachuca, capital del estado de Hidalgo. Son mercados en los que la aceituna o el trigo sencillamente no existen, mercados en los que un grillo frito se vende por tener clientela, no justamente de turistas. Es impresionante ver pobladores que una vez que salen de sus oficinas en bancos u oficinas gubernamentales van cargando sus cestos de cactos, chiles o gusanos de maguey. Personas que de manera cotidiana repiten el rito urbano de llamar desde sus celulares para preguntar exactamente cual tipo de maíz fue el requerido en la lista de compras. En este país el "cuál" humilla: ya no son las genéricas papas, tomates y maíces sino los "cuáles" y los "para que", porque cada especie diferente de tomate tiene un uso específico y todo el mundo lo sabe.
Abruma y deja muchas preguntas sin respuestas ser testigo. "Lléveme a un restaurante con comida típica de Hidalgo", podría ser la petición natural de cualquier caraqueño que visite estas tierras de frío otoñal y mucho viento, sintiendo en el inconsciente la tranquilidad de no estar en la posición del anfitrión. El restaurante "típico" sencillamente es uno más, tendrá 200 puestos atestados por paisanos un martes cualquiera a las tres de la tarde y en donde la cara del turista voltea hacia sí miradas de curiosidad gracias a su inusual presencia. En este restaurante el menú está bien estructurado y siguiendo el viejo ritual occidental de servicio, un mesonero entrega primero la carta de alcoholes dando el tiempo de rigor para que la escogencia del tequila sea pensada.
En el menú hay "botanas" si el caso es picar, pero el día de hoy es festivo y ya que para toda ocasión hay un lujo gastronómico de costos exorbitantes determinados casi siempre por la carencia, el amable anfitrión ha decidido ordenar un plato de costosísimos escamoles, como inicio de lo que habrá de ser una experiencia de lujos y recuerdo indeleble. Necesariamente han de ser costosas estas larvas de hormigas que se recolectan en las bases del agave, la ventana de tiempo para su obtención es mínima y las picaduras en las manos del recolector suman otro tanto. No en vano una vez preparadas son consideradas el caviar de México. Siguen platos cargados de referencias desconocidas como una ensalada hecha con los cactos, de presencia constante en el paisaje, crujientes gusanos de maguey o una carne guisada dentro de una bolsa hecha con la cutícula de la hoja del agave, un alarde técnico que dejaría boquiabierto a los franceses, orgullosos inventores del "papillote". Por ningún lado dice "típico", aparentemente lo cotidiano no amerita explicación.
México abruma.
UN AUDITORIO CON 800 CHICOS VESTIDOS DE COCINEROS
Estoy aterrado ante 800 chicos vestidos de cocineros que atestan un teatro, aterrado sobretodo ante esa pared aparentemente infranqueable que es su conocimiento casi enciclopédico de la cultura gastronómica mexicana.
En Venezuela, quienes laboramos en el ámbito profesional de la gastronomía estamos ante un proceso concertado de ordenamiento de nuestras tradiciones, y desde esa difusa base comenzar a generar nuestras propias creaciones. Vamos bien y a medida que la base se enfoca se respira una atmósfera premonitoria, alegre. En México, esa base de tradiciones es tan brutalmente gigantesca, que irónicamente el gran reto es lograr separarse un poco de esta enorme columna para darse la posibilidad de mirar a los lados.
México abruma.
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