330 COMÚN Y EXTRAORDINARIA
Siempre hemos querido mostrarles a otros lo que somos. Un hombre
pinta un bisonte en una caverna y con ello deja constancia de que su
vida común es extraordinaria. Una mujer con capacidad para escribir
decide dejar constancia de su paso cotidiano, normal, terrenal; y esos
tomos de sus diarios nos acercan a rutinas distintas, pero rutinas al
fin. Una pareja regresa de un viaje e invita a sus amigos a ver
diapositivas en un proyector. Un pintor escribe cartas. Un reo la pared.
Apenas
hemos comenzado a caminar bajo estos cielos. Muy poco tiempo como para
que hayamos perdido la inocencia. No queremos sentir que estamos de paso
para no asombrarnos de cada estrella fugaz. De cada aroma. De cada
escándalo. De cada azar. No queremos creer que ser testigos de nuestro
cotidiano extraordinario es solo parte de un diálogo entre los instantes
de la creación y una casualidad que atestigua silenciosa y anónima.
Pocas cosas más tiernas que la conversación de varios en una fiesta
compitiendo por el primer lugar, con historias narradas en impúdico uso
de la primera persona -Yo- dice uno justo antes de iniciar el relato
-¡Eso no es nada, la otra vez estaba yo!- contraataca otro de los
participantes en la rueda de cuentos. Salvo aquellos a los que hemos
decido convertir en modelos heroicos en un acuerdo colectivo primitivo,
somos una gran masa de gente común con historias extraordinarias.
Nuestra forma de iniciar ese prolongado monólogo tan humano en primera
persona ha variado con los siglos. De la tradición oral al papiro. Del
carboncillo a la entrevista en la radio. De la ronda alrededor de fuego
frente al mar a la conversación en mesas de restaurantes.
La
ironía es que son estos también los tiempos en los que por lo visto es
políticamente incorrecto sentirse extraordinario. "No uses el yo", pide
el editor del articulo o el tutor de la tesis. El autorretrato del
pintor es visto como acto ególatra. La entrevistada dice "nosotros"
endosándole al marido lo que no ha hecho, porque le da vergüenza aceptar
su individualidad creadora; y en su gran mayoría los escritores
consideran el "yoísmo" de las redes sociales una especie de histeria
colectiva, moderna e intrascendente, carente de valor literario. Creo
(¡Al fin un "yo" en este articulo!) que Anaïs Nin escribió muchos
diarios porque sabía escribir excepcionalmente bien, pero su vida no era
más (ni menos) extraordinaria que la de cualquiera que en Twitter haya
escrito "Aqui con mis panas frente al Salto Ángel", con todo y la falta
de la tilde de la primera i y el uso de la palabra panas en el
espasmódico texto. Todos en esta tierra hemos desvestido y sido
desvestidos. Todos hemos visto y hemos sido vistos.
Los teléfonos
con cámara y WiFi no son más que un escalón más en esa búsqueda de
recursos por mostrar que somos individuos y no una masa sin bordes. Pero
llegaron, junto a las redes sociales, en el momento en el que a algunos
les molesta que alguien comparta con desconocidos su extraordinaria
vida común. Es muy común que alguien en las redes sociales (ironía
maravillosa) escriba "¿A quién le interesa la vida de fulano?", y ahora
resulta que crece el movimiento para prohibir que los comensales tomen
fotos de los platos que están por comer en los restaurantes. Unos alegan
que es mala educación y molesta a los comensales vecinos. Pues si es
por eso, molesta también que alguien se ría a carcajadas en una mesa. La
mala educación pasa por el sentido común de las personas, su deseo de
respetar y aquello que como colectivo social consideramos ético. Eso no
lo cura una prohibición.
Otros alegan, especialmente mis colegas,
que el que se detiene a tomar fotos daña la experiencia y la atmósfera
que desea el cocinero como creador. Argumento válido hasta para un
concierto de música clásica, siempre y cuando no considere seres
inferiores a quien decida no ir a esos restaurantes por parecerle
antipática la medida. Tan válido Brahms sin fotos, como U2 con ellas.
Muchos
cocineros dicen que las fotos mal tomadas de sus platos exponen en las
redes una realidad desdibujada de su acto estético. Esperemos entonces
que un día no vaya a venir Dios a quejarse por las millones de fotos de
luna llena tomadas con celular. Todos sabemos lo que es ese punto blanco
borroso, pero lo importante es que todos intuimos lo feliz que fue esa
persona al momento de apuntar la cámara contra la bóveda oscura del
anochecer.
A mi, y obviamente hablo por mi porque no se que es lo
que piensan los "nosotros", me encanta ver a los clientes tomarle fotos a
mis platos. Feas o bonitas. Con errores ortográficos o no. Es un halago
tremendo que piensen que puedo ser parte de su día a día, tan común
como el mio. Que sientan que por un instante fueron extraordinarios, y
que yo fui parte de ese instante. Que se lo cuenten a sus panas.
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