#238 ¿Me recordarás?
La ansiedad mayor de un cocinero viene dada por la certeza de su poca importancia. Los oficiantes nacimos para establecer un matrimonio con el reino de lo efímero, penando por el mundo en un intento permanente de reconciliarnos con el olvido.
La primera aproximación que ambiciona todo profesional hacia las mieles de lo trascendente viene dada por las ganas de idear un plato que pase a la historia y esa primera fantasía se nos cae una vez que descubrimos que todo plato con nombre y apellido es una anécdota, así como todo plato que aguante el tiempo cambia de dueño y pasa a pertenecer a la cultura popular, desde los bastiones del anonimato con que se bautiza el acervo. Posteriormente cambiamos de norte y nos lanzamos en pos del reconocimiento y ¡Pocas cosas más efímeras que los premios que nos dan a los cocineros! Pertenezco a una generación que ha reverenciado al Chef Paul Bocuse por haber sentado las bases del movimiento moderno de la Alta Cocina y se ha postrado ante Jöel Robuchon, el más grande cocinero del siglo. Puedo asegurar que por cada mil personas que hoy reconocen el nombre de Ferrán Adriá (nuestro nuevo más grande cocinero del siglo), existen unas diez que sepan quienes son los dos cocineros galos; así como intuyo que está por nacer una generación de cocineros que admirarán a otro cuyo nombre aun no se dibuja. Como si se tratara de la lista de una gaceta hípica nos aprendemos el orden exacto en el que aparecen los 50 mejores restaurantes del mundo, sin detenernos un segundo en recordar a quienes acaban de ceder su puesto a las nuevas estrellas o cuales olvidados allí deberían estar. Quien ya no está, no estuvo nunca.
Luego viene la etapa del templo. El espacio para toda la vida. El lugar que perdure como monumento haciendo que seamos eternos. No conozco un solo cocinero que no haya soñado con que su primer restaurante lo será para siempre. No conozco, igualmente, un solo cocinero que no lo haya intentado unas cinco veces antes de lograr mantener un restaurante con sus puertas abiertas por varios años, y son realmente contados los que dan por hecha la meta de un restaurante que hereden sus hijos. Ello pasa primero por un detalle en extremo difícil: convertirse en propietarios de la casa y tener sólo a la familia como socia.
La crítica suele ser feroz con los cocineros que cierran, lo que suma un grado de ansiedad adicional en los jóvenes que consideran un fracaso no trascender. Injusto además, si sabemos que quien critica ha pasado con seguridad por un puñado importante de trabajos. Ningún cocinero debe sentirse humillado por quebrar o porque su propuesta simplemente no caló. Es parte del proceso.
El paso previo a la iluminación lo logra el teclado. La ironía es que de todas las batallas por perpetuarse, el libro de cocina resulta la mas perdida. Los ojeamos unas pocas veces, nos aprendemos de memoria el puñado de recetas que deseamos que engrosen nuestro repertorio doméstico y paso siguiente, aseguramos un puesto estético y definitivo en los anaqueles de libros de la cocina para el engrasado documento.
Obviamente existen notables excepciones. Siempre las habrá. Seres predestinados a trascender. Autores como Don Armando Scannone que hacen un libro de cocina que perdurará con su influencia en los fogones venezolanos. Familias como la vasca Arzak que llevan tres generaciones haciéndolo impecable en la misma casa. Cocineros como Carème que son celebrados 178 años después de su muerte o platos como el creado por el compositor del Barbero de Sevilla, quien es recordado cada día en cientos de cartas de restaurantes con ese célebre invento suyo que son los Tournedó Rossini.
Quien decide ser cocinero debe entender que trascender no es logro, y mucho menos meta. Es el sino de cualquier oficio manual. Sólo quien entiende su perenne intrascendencia logra el grial de su propia libertad, tal como de manera excepcional lo dijera el poeta José Lezama Lima con su frase “Bienaventurados los efímeros porque ellos contemplan el movimiento de lo eterno”.
Nace entonces el momento revelador en el que queremos un restaurante para dejarle algo a los hijos, en el que escribimos porque ha llegado el momento de querer decir y las palabras se deslizan de los dedos incontinentes, y el premio mayor al que aspiramos termina por ser el sentido de pertenencia a un colectivo solidario que nos aprecie, nos respete y desee construir con un fardo de sueños con los que comulgan en sincronía.
Llega el día en el que ya no queremos trascender. Ser efímeros lo hizo por nosotros.
La primera aproximación que ambiciona todo profesional hacia las mieles de lo trascendente viene dada por las ganas de idear un plato que pase a la historia y esa primera fantasía se nos cae una vez que descubrimos que todo plato con nombre y apellido es una anécdota, así como todo plato que aguante el tiempo cambia de dueño y pasa a pertenecer a la cultura popular, desde los bastiones del anonimato con que se bautiza el acervo. Posteriormente cambiamos de norte y nos lanzamos en pos del reconocimiento y ¡Pocas cosas más efímeras que los premios que nos dan a los cocineros! Pertenezco a una generación que ha reverenciado al Chef Paul Bocuse por haber sentado las bases del movimiento moderno de la Alta Cocina y se ha postrado ante Jöel Robuchon, el más grande cocinero del siglo. Puedo asegurar que por cada mil personas que hoy reconocen el nombre de Ferrán Adriá (nuestro nuevo más grande cocinero del siglo), existen unas diez que sepan quienes son los dos cocineros galos; así como intuyo que está por nacer una generación de cocineros que admirarán a otro cuyo nombre aun no se dibuja. Como si se tratara de la lista de una gaceta hípica nos aprendemos el orden exacto en el que aparecen los 50 mejores restaurantes del mundo, sin detenernos un segundo en recordar a quienes acaban de ceder su puesto a las nuevas estrellas o cuales olvidados allí deberían estar. Quien ya no está, no estuvo nunca.
Luego viene la etapa del templo. El espacio para toda la vida. El lugar que perdure como monumento haciendo que seamos eternos. No conozco un solo cocinero que no haya soñado con que su primer restaurante lo será para siempre. No conozco, igualmente, un solo cocinero que no lo haya intentado unas cinco veces antes de lograr mantener un restaurante con sus puertas abiertas por varios años, y son realmente contados los que dan por hecha la meta de un restaurante que hereden sus hijos. Ello pasa primero por un detalle en extremo difícil: convertirse en propietarios de la casa y tener sólo a la familia como socia.
La crítica suele ser feroz con los cocineros que cierran, lo que suma un grado de ansiedad adicional en los jóvenes que consideran un fracaso no trascender. Injusto además, si sabemos que quien critica ha pasado con seguridad por un puñado importante de trabajos. Ningún cocinero debe sentirse humillado por quebrar o porque su propuesta simplemente no caló. Es parte del proceso.
El paso previo a la iluminación lo logra el teclado. La ironía es que de todas las batallas por perpetuarse, el libro de cocina resulta la mas perdida. Los ojeamos unas pocas veces, nos aprendemos de memoria el puñado de recetas que deseamos que engrosen nuestro repertorio doméstico y paso siguiente, aseguramos un puesto estético y definitivo en los anaqueles de libros de la cocina para el engrasado documento.
Obviamente existen notables excepciones. Siempre las habrá. Seres predestinados a trascender. Autores como Don Armando Scannone que hacen un libro de cocina que perdurará con su influencia en los fogones venezolanos. Familias como la vasca Arzak que llevan tres generaciones haciéndolo impecable en la misma casa. Cocineros como Carème que son celebrados 178 años después de su muerte o platos como el creado por el compositor del Barbero de Sevilla, quien es recordado cada día en cientos de cartas de restaurantes con ese célebre invento suyo que son los Tournedó Rossini.
Quien decide ser cocinero debe entender que trascender no es logro, y mucho menos meta. Es el sino de cualquier oficio manual. Sólo quien entiende su perenne intrascendencia logra el grial de su propia libertad, tal como de manera excepcional lo dijera el poeta José Lezama Lima con su frase “Bienaventurados los efímeros porque ellos contemplan el movimiento de lo eterno”.
Nace entonces el momento revelador en el que queremos un restaurante para dejarle algo a los hijos, en el que escribimos porque ha llegado el momento de querer decir y las palabras se deslizan de los dedos incontinentes, y el premio mayor al que aspiramos termina por ser el sentido de pertenencia a un colectivo solidario que nos aprecie, nos respete y desee construir con un fardo de sueños con los que comulgan en sincronía.
Llega el día en el que ya no queremos trascender. Ser efímeros lo hizo por nosotros.
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