HACEDORES DE VINO
De la mano de la casa chilena Concha y Toro, he tenido la suerte de ser testigo de excepción, en varias oportunidades, de las intimidades de su operación. Usando lenguaje de restauración, podría decirse que me han permitido estar un rato en la cocina y ver a tres chefs trabajar hasta lograr platos excepcionales.
No conozco un solo cocinero que no se defina como tal a la hora de colocarle nombre a su oficio; relegando la palabra Chef para tarjetas de presentación y tranquilidad de periodistas. Curiosamente, en el mundo del vino sucede algo parecido y de poder oírlos en intimidad veremos como estos creadores se definen como hacedores de vino y dejan la palabra Enólogo para las páginas Web institucionales de la compañía para la que trabajan. Eso son: creadores de vino… y en cada uno de ellos queda la impronta evidente de sus personalidades.
Cuando a los cocineros se les hace la pregunta inevitable que espera dilucidar su tipo de cocina, salvo que estén haciendo una cocina 100 % étnica en donde cada plato es una copia fotostática de los de la abuela, la respuesta a la pregunta es prácticamente imposible y a la larga terminan por murmurar un par de tonterías para tranquilizar. En el caso de los hacedores de vino, tratar de entender que tipo de vino hacen termina por ser un ejercicio que confieso me produce una enorme envidia: los hacedores de vino hacen vinos que se parecen a ellos. Palabras como pausado, vibrante, impredecible o apasionado son bastante comunes en el léxico de especialistas y críticos.
En Chile existe un enólogo casi mítico que se llama Pablo Morandé, creador del no menos importante “Don Melchor”. Morandé le paso hace ocho años el testigo a su discípulo Enrique Tirado y éste desde entonces se ha encargado de convertirlo en uno de los vinos más premiados en la historia de Chile. Enrique es silencioso, pausado, profundamente ordenado. Su ropa es impecable y su andar no acepta apuros. Todo lo anota escrupulosamente en una libreta y una mirada a sus páginas no descubre tachones ni enmiendas. No he visto su escritorio, pero es fácil imaginarse el orden prusiano que debe exhibir. La pasión de Enrique bulle sin ruido y es fascinante ver como en medio de ese silencio está alerta hasta del más ínfimo detalle. Le he visto probar un jugo de uvas que apenas tiene tres días en la cuba de acero y sonreír ante la certeza del futuro. “Don Melchor” no podía salir de otras manos. “Don Melchor” es exactamente igual a Enrique: el clásico restaurante de Alta Cocina en donde la rigurosidad es la norma.
El segundo hacedor de vinos de la casa es Marcelo Papa. La primera vez que le vi, entró a la habitación y comenzó a colocar papeles, gráficos y material informativo. Con mirada severa se aseguró que todo estuviese en orden para catar 12 varietales de “Casillero del Diablo” que junto con “Marqués de Casa Concha” son hijos de este hombre. Jeans, camisa a cuadros y un chaleco permiten predecir el uniforme de quienes recorren mundo con la energía joven de los nuevos ejecutivos. El sello Papa es harto conocido en el mundo del vino y uno de los grandes logros de este hacedor se sustenta no sólo en su conocimiento del mercado (2 millones de cajas de Casillero vendidas el año pasado), sino en la rigurosidad que ha logrado para hacer año tras año líneas que satisfagan a quienes desean reconocer lo ya conocido. Ha logrado lo que muchos restaurantes sueñan: clientes que siempre regresan porque saben lo que van a encontrar.
Pero en donde queda patente como nunca la mano de un creador es en el caso del venerado Ignacio Recabarren. Si usted ha tenido la suerte de probar una botella de Trio, más aun, si ha tenido la suerte de hacerlo por lo menos dos años seguidos, rápidamente entenderá que detrás de él no se encuentra un ser usual. Cuando entra Ignacio nadie queda apático. Su vestimenta y corte de cabello son los clásicos de un intelectual que bien podría estar paseando las calles de Paris. Es extremadamente apasionado. Lo he visto parar una cata para 100 personas porque hay que limpiar de nuevo todas las copas. Le he visto desesperarse porque un vino no huele como esperaba. Le he visto absorto pasando varietales de matraces a un decanter hasta que los ojos le brillan. Sus vinos son idénticos a a él: vibrantes, impredecibles en el mejor de los sentidos, fascinantes. Probar un Trio es un experimento muy similar al que se vive cuando vamos al restaurante de un genio para conocer su nueva creación.
Tres hacedores de vino, tres marcas, tres improntas indelebles.
No conozco un solo cocinero que no se defina como tal a la hora de colocarle nombre a su oficio; relegando la palabra Chef para tarjetas de presentación y tranquilidad de periodistas. Curiosamente, en el mundo del vino sucede algo parecido y de poder oírlos en intimidad veremos como estos creadores se definen como hacedores de vino y dejan la palabra Enólogo para las páginas Web institucionales de la compañía para la que trabajan. Eso son: creadores de vino… y en cada uno de ellos queda la impronta evidente de sus personalidades.
Cuando a los cocineros se les hace la pregunta inevitable que espera dilucidar su tipo de cocina, salvo que estén haciendo una cocina 100 % étnica en donde cada plato es una copia fotostática de los de la abuela, la respuesta a la pregunta es prácticamente imposible y a la larga terminan por murmurar un par de tonterías para tranquilizar. En el caso de los hacedores de vino, tratar de entender que tipo de vino hacen termina por ser un ejercicio que confieso me produce una enorme envidia: los hacedores de vino hacen vinos que se parecen a ellos. Palabras como pausado, vibrante, impredecible o apasionado son bastante comunes en el léxico de especialistas y críticos.
En Chile existe un enólogo casi mítico que se llama Pablo Morandé, creador del no menos importante “Don Melchor”. Morandé le paso hace ocho años el testigo a su discípulo Enrique Tirado y éste desde entonces se ha encargado de convertirlo en uno de los vinos más premiados en la historia de Chile. Enrique es silencioso, pausado, profundamente ordenado. Su ropa es impecable y su andar no acepta apuros. Todo lo anota escrupulosamente en una libreta y una mirada a sus páginas no descubre tachones ni enmiendas. No he visto su escritorio, pero es fácil imaginarse el orden prusiano que debe exhibir. La pasión de Enrique bulle sin ruido y es fascinante ver como en medio de ese silencio está alerta hasta del más ínfimo detalle. Le he visto probar un jugo de uvas que apenas tiene tres días en la cuba de acero y sonreír ante la certeza del futuro. “Don Melchor” no podía salir de otras manos. “Don Melchor” es exactamente igual a Enrique: el clásico restaurante de Alta Cocina en donde la rigurosidad es la norma.
El segundo hacedor de vinos de la casa es Marcelo Papa. La primera vez que le vi, entró a la habitación y comenzó a colocar papeles, gráficos y material informativo. Con mirada severa se aseguró que todo estuviese en orden para catar 12 varietales de “Casillero del Diablo” que junto con “Marqués de Casa Concha” son hijos de este hombre. Jeans, camisa a cuadros y un chaleco permiten predecir el uniforme de quienes recorren mundo con la energía joven de los nuevos ejecutivos. El sello Papa es harto conocido en el mundo del vino y uno de los grandes logros de este hacedor se sustenta no sólo en su conocimiento del mercado (2 millones de cajas de Casillero vendidas el año pasado), sino en la rigurosidad que ha logrado para hacer año tras año líneas que satisfagan a quienes desean reconocer lo ya conocido. Ha logrado lo que muchos restaurantes sueñan: clientes que siempre regresan porque saben lo que van a encontrar.
Pero en donde queda patente como nunca la mano de un creador es en el caso del venerado Ignacio Recabarren. Si usted ha tenido la suerte de probar una botella de Trio, más aun, si ha tenido la suerte de hacerlo por lo menos dos años seguidos, rápidamente entenderá que detrás de él no se encuentra un ser usual. Cuando entra Ignacio nadie queda apático. Su vestimenta y corte de cabello son los clásicos de un intelectual que bien podría estar paseando las calles de Paris. Es extremadamente apasionado. Lo he visto parar una cata para 100 personas porque hay que limpiar de nuevo todas las copas. Le he visto desesperarse porque un vino no huele como esperaba. Le he visto absorto pasando varietales de matraces a un decanter hasta que los ojos le brillan. Sus vinos son idénticos a a él: vibrantes, impredecibles en el mejor de los sentidos, fascinantes. Probar un Trio es un experimento muy similar al que se vive cuando vamos al restaurante de un genio para conocer su nueva creación.
Tres hacedores de vino, tres marcas, tres improntas indelebles.
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