DETALLES OMNIPRESENTES
Nos preguntamos cada cierto tiempo ¿de donde venimos?, ¿a dónde vamos?, yendo tras respuestas imposibles alojadas en cada una de nuestras percepciones y de nuestras prioridades. Sería una inocentada porfiarle a un pintor que el color no es la razón final de la existencia o a un médico que no lo es la calidad de vida en la vejez. Igualmente preguntarse ¿qué es ser venezolano? sería adentrarse en un mundo retórico matizado con las muy individuales paletas de cada percepción sensible del mundo. Tal es mi caso, en el que siendo cocinero me descubro parte de este todo gracias a los cientos de códigos que arroja mi manera absolutamente única de comer.
Se que el microondas ha sido un fracaso -salvo para calentar café- porque amamos el tostadito de las cosas y por eso es que pedimos la arepa sin masa y le quitamos la grasa al chicharrón. La cascarita que suena en el cerebro es las que nos embruja. Lo crujiente es sonido que nos acompaña en el arroz pegado, en el casabe tostado o en el pedacito de arepa del día anterior.
Se también que poseemos una ética de mesa diferente cuando ya nos sentimos parte de la familia y eso lo se porque he visto mil veces como cortamos de manera limpia y perpendicular una sección de queso crineja cuando nos sentimos extraños en la mesa, pero la deshilachamos con parsimonia cuando ya no nos importa quien nos ve.
Poseemos costumbres antihigiénicas realmente exasperantes de acuerdo al recuento recogido de múltiples extranjeros, y para muestra un botón: nos parece normal pellizcar el plato del vecino para ver como está su comida. Es más, sentados en un restaurante a estrenar, es norma que cada miembro pida un plato diferente para así probar lo de los demás, ¡válgame Dios!.
La desfachatez es nuestra consigna porque no nos parece que revolver un whisky con los dedos o agregarle agua de coco sea una excentricidad. Oímos con respeto cuando a alguien le parece inusual y así nos lo puntualiza, así como respetamos al que cree que las papas que se fríen en aceite de oliva son mejores … somos gente que no se mofa de costumbres extrañas.
¿Preguntas si por la forma en que engullo se podría inferir que soy venezolano?, ¡fácil de probar!. Sólo observa si le coloco dulce en algún momento a mi comida. Mi padre exceptuado del azúcar por sadismo médico, deja caer unas gotas de edulcorante sobre sus caraotas refritas, mi amigo de manera monótona siempre coloca plátano maduro frito en su plato de almuerzo y ese otro vecino desconocido no puede comer sin su gaseosa.
Muchas de nuestras señas son crípticas como todo lo escondido. Sabemos que el exceso de grasa es mala y aun así sólo consideramos apetitosa una bolsa de empanadas si ésta es de papel marrón y se transparenta en el fondo; no lo confesaremos, pero arepa que no gotea elixir amarillo no está bien hecha.
El teatro y la mímica son nuestras maneras de comunicación gastronómica. Nuestras mesas siempre estarán llenas de vituallas con nombre y apellido al alcance de la mano, y aun así, nuestra puntiaguda boca fruncida es la que le señalará al vecino nuestro inmediato deseo. Nunca sabrá igual una nata entregada por la mano del vecino de mesa que aquella que tuvimos que buscar.
Damos la falsa impresión de ser anárquicos pero tenemos un orden férreo: siempre cocinamos de más porque nunca sabremos realmente cuantos se sentarán en la mesa y siempre tenemos cosas para picar que complazcan el hambre tempranera de quien por error llegó a la hora.
Muchas cosas hacemos en la mesa que parecen extrañas a otros. No nos parece normal que el agua sea el único acompañante de un condumio y por ello nos hemos vuelto verdaderos alquimistas de batidos y merengadas. La servilleta es una aliada omnipresente con cada receta que deba comerse con la mano y por ello vemos con cierta sorpresa la costumbre de comer sin ella que se da en países ajenos que no pretendemos juzgar. Nos parece normal que el arroz blanco sea un acompañante imprescindible aun cuando son contados los países de América y ninguno de Europa los que le dan el justo valor al asiático cereal.
La frescolita es un sabor que no necesariamente consideremos imprescindible pero que no dudamos como nuestro. Ella trae en su genética una curiosidad semántica si entendemos que la palabra “empalagarse” es nuestra e intraducible … ¿será que los demás no comen tanto dulce como nosotros y por eso no tienen la dulce palabra entre sus vocablos?.
Si nos comparamos, somos tan indescifrables como cualquiera y al vernos desde cerca entendemos nuestras sutilezas. Esa única hoja de higo y el balance que no satura de clavo de olor que colocamos en un dulce de lechosa nos reencuentra … la palabra lechosa es nuestra por razones obvias: la lechosa es lechosa.
Una vez, reunidos varios cocineros, hice la pregunta de rigor: ¿existe de verdad la cocina venezolana?. Muchos fueron los vericuetos que se tomaron para teorizar la aparente imposible respuesta, hasta que una amiga dijo “se que existe, porque cada vez que paso frente a la casa de un desconocido tengo la certeza que se está cocinado venezolano por el olor que sale debajo de esa puerta”. No es sólo eso, hoy 31 usted y yo veremos como es normal que los protagonistas de nuestra engalanada mesa de año nuevo son los mismos de hace una semana y seguramente nuestra cena poseerá un tema de conversación común centrado en lo que pensamos desayunar mañana. ¡Válgame Díos!.
Se que el microondas ha sido un fracaso -salvo para calentar café- porque amamos el tostadito de las cosas y por eso es que pedimos la arepa sin masa y le quitamos la grasa al chicharrón. La cascarita que suena en el cerebro es las que nos embruja. Lo crujiente es sonido que nos acompaña en el arroz pegado, en el casabe tostado o en el pedacito de arepa del día anterior.
Se también que poseemos una ética de mesa diferente cuando ya nos sentimos parte de la familia y eso lo se porque he visto mil veces como cortamos de manera limpia y perpendicular una sección de queso crineja cuando nos sentimos extraños en la mesa, pero la deshilachamos con parsimonia cuando ya no nos importa quien nos ve.
Poseemos costumbres antihigiénicas realmente exasperantes de acuerdo al recuento recogido de múltiples extranjeros, y para muestra un botón: nos parece normal pellizcar el plato del vecino para ver como está su comida. Es más, sentados en un restaurante a estrenar, es norma que cada miembro pida un plato diferente para así probar lo de los demás, ¡válgame Dios!.
La desfachatez es nuestra consigna porque no nos parece que revolver un whisky con los dedos o agregarle agua de coco sea una excentricidad. Oímos con respeto cuando a alguien le parece inusual y así nos lo puntualiza, así como respetamos al que cree que las papas que se fríen en aceite de oliva son mejores … somos gente que no se mofa de costumbres extrañas.
¿Preguntas si por la forma en que engullo se podría inferir que soy venezolano?, ¡fácil de probar!. Sólo observa si le coloco dulce en algún momento a mi comida. Mi padre exceptuado del azúcar por sadismo médico, deja caer unas gotas de edulcorante sobre sus caraotas refritas, mi amigo de manera monótona siempre coloca plátano maduro frito en su plato de almuerzo y ese otro vecino desconocido no puede comer sin su gaseosa.
Muchas de nuestras señas son crípticas como todo lo escondido. Sabemos que el exceso de grasa es mala y aun así sólo consideramos apetitosa una bolsa de empanadas si ésta es de papel marrón y se transparenta en el fondo; no lo confesaremos, pero arepa que no gotea elixir amarillo no está bien hecha.
El teatro y la mímica son nuestras maneras de comunicación gastronómica. Nuestras mesas siempre estarán llenas de vituallas con nombre y apellido al alcance de la mano, y aun así, nuestra puntiaguda boca fruncida es la que le señalará al vecino nuestro inmediato deseo. Nunca sabrá igual una nata entregada por la mano del vecino de mesa que aquella que tuvimos que buscar.
Damos la falsa impresión de ser anárquicos pero tenemos un orden férreo: siempre cocinamos de más porque nunca sabremos realmente cuantos se sentarán en la mesa y siempre tenemos cosas para picar que complazcan el hambre tempranera de quien por error llegó a la hora.
Muchas cosas hacemos en la mesa que parecen extrañas a otros. No nos parece normal que el agua sea el único acompañante de un condumio y por ello nos hemos vuelto verdaderos alquimistas de batidos y merengadas. La servilleta es una aliada omnipresente con cada receta que deba comerse con la mano y por ello vemos con cierta sorpresa la costumbre de comer sin ella que se da en países ajenos que no pretendemos juzgar. Nos parece normal que el arroz blanco sea un acompañante imprescindible aun cuando son contados los países de América y ninguno de Europa los que le dan el justo valor al asiático cereal.
La frescolita es un sabor que no necesariamente consideremos imprescindible pero que no dudamos como nuestro. Ella trae en su genética una curiosidad semántica si entendemos que la palabra “empalagarse” es nuestra e intraducible … ¿será que los demás no comen tanto dulce como nosotros y por eso no tienen la dulce palabra entre sus vocablos?.
Si nos comparamos, somos tan indescifrables como cualquiera y al vernos desde cerca entendemos nuestras sutilezas. Esa única hoja de higo y el balance que no satura de clavo de olor que colocamos en un dulce de lechosa nos reencuentra … la palabra lechosa es nuestra por razones obvias: la lechosa es lechosa.
Una vez, reunidos varios cocineros, hice la pregunta de rigor: ¿existe de verdad la cocina venezolana?. Muchos fueron los vericuetos que se tomaron para teorizar la aparente imposible respuesta, hasta que una amiga dijo “se que existe, porque cada vez que paso frente a la casa de un desconocido tengo la certeza que se está cocinado venezolano por el olor que sale debajo de esa puerta”. No es sólo eso, hoy 31 usted y yo veremos como es normal que los protagonistas de nuestra engalanada mesa de año nuevo son los mismos de hace una semana y seguramente nuestra cena poseerá un tema de conversación común centrado en lo que pensamos desayunar mañana. ¡Válgame Díos!.
Comentarios