YO, ROBOT
I
Pasear por los predios de una universidad cuando el mediodía se impone y el hambre de los alumnos arrecia, puede resultar en un fascinante tour en donde nos convertimos en testigos de la forma de uniformidad más perversa que nos impone la fantasía de la vida rápida, ¿o acaso de que otra forma podemos calificar el triste espectáculo de cientos de chicos comiendo parados?. Los más, caminan absortos con sus sueños de éxito a cuestas mientras escudriñan unos espantosos recipientes térmicos en donde todo está revuelto, frío y lo que es peor, feo. Los más privilegiados, a pie, comen trozos de comida rápida que se vende por gramaje, felices porque sus posibilidades les permiten participar de ese eufemismo irónico del mercadeo moderno llamado feria. En ambos casos la practicidad necesaria para ser productivo impone la servilleta de papel y el cubierto de plástico. Una mirada acuciosa podría inclusive descubrir aires coreográficos en una escena en la que lo único faltante son los sonidos rítmicos de una fábrica de producción en cadena. La posibilidad de observar por varios días revela una monotonía inusitada de menjurjes que se repiten casi de manera idéntica con cadencia plana. Todos se mueven igual, todos comen lo mismo y todos pasan inconmovibles ante la presencia de un ser defectuoso que desentona la armonía presente.
Él es extraño, casi un paria. A la misma hora abre su morral de estudiante y saca de él un pequeño mantel que coloca con suavidad de amante a la sombra de un árbol silencioso y subestimado. Tiene un plato desechable pero también está preparado con una bolsa plástica que reciba los cubiertos de metal que pronto habrán de ser lamidos con placer goloso. El tiempo le pertenece y acomoda manjares maternos con un orden estético planificado y conversado en fines de semana. Se sirve una copa de vino tinto y mira a los lados con un poco de vergüenza consciente como está del espectáculo bizarro de su vaso plástico. Come tranquilo, él que es raro, y se entretiene con el sonido rítmico y somnoliento de los pasos de quienes no lo notan. Ella lo ve y sonríe ante su evidente rubor. El se caricia con la tela de la servilleta y piensa “mañana traeré dos copas de cristal” … tal vez él sea un virus y ella no lo sepan aun.
II
Sonidos metálicos anteceden los efluvios que en segundos comenzarán a enrarecer la cabina del avión con olores monótonos, indefinibles en sus individualidades. El mejor símil para describirlo quizás sea comparando la diferencia entre una paleta de colores y una sopa violeta inventada por un infante luego de horas de experimentación. Se supone que el sonido de cucharas y el olor de comida han de ser la antesala de salivación y expectativa pero en este caso la antesala toma un giro extraño: luego del sonido y del olor, viene el movimiento. Ellos huelen esos aromas a nada y con simultaneidad pasmosa repiten movimientos que dejarían perplejo a un coreógrafo de Broadway. Cada uno recoge el asiento, levanta la mesita frontal, realiza movimientos espasmódicos, deja de conversar y se prepara para aceptar. Como bailarinas de can-can repiten gestos entrenados para movilizarse en 0,8 metros cuadrados y casi al unísono vacían bandejas que no habrán de dejar ninguna impronta. Repentinamente ese aire que respiran sin oler hace rato, adquiere tonos altisonantes, podríamos decir que ofensivos.
Ella ha aceptado los cubiertos plásticos, le acota a la azafata su necesidad de un pan adicional y rechaza gentil la bandeja de comida indefinible. Levanta la mesita frontal, abre una bolsa y de esa chistera de maga sale una mandarina, y varios potecitos que contienen tomates secos, berenjenas en conserva, rúcula, unas lonjas de jamón serrano y queso de cabra. En silencio (porque el tiempo le pertenece) se come primero la mandarina, embriagando el ambiente con el aroma de sus aceites cítricos, y se hace un par de sándwiches que mordisquea distraída mientras continúa ojeando un libro. El ruido rítmico de fábrica arranca de nuevo, todos van entregando bandejas con movimientos impresos en genes viajeros y ella pide otra copa de vino. La aeromoza coloca de nuevo las bandejas perfectamente vacías en su sitio y descubre que la de ella exhibe impúdicamente una lonja de jamón y un cachete de tomate seco. Se los come a hurtadillas y se le humedecen los ojos. Tal vez aun no lo sepa, pero esa pasajera es un virus que acaba de infectarla.
III
El departamento de recursos humanos lo ha conseguido finalmente. Con satisfacción le muestran a los empleados la nueva área refaccionada de comedor. Grandes mesones se alinean paralelamente con los hornos microondas, han tenido el buen tino de comprarlos del mismo color de las expendedoras de gaseosas que inteligentemente han obtenido por intercambio. Cuando los ven llegar en tropel marcial para calentar sus viandas y sentarse a comer en silencio, el sueño del departamento parece encaminarse hacia un éxito escrito meses antes en papel.
Ellos rompen con el guión, llegan los tres riendo una gracia críptica para el grupo y hacen chanza de las capacidades gastronómicas de uno de ellos. Colocan manteles, sirven platos, hablan de comida todo el tiempo y compiten pavoneando capacidades. Ante cada aplauso los demás voltean … y miran con indiferente envidia. Ellos han sido infectados por ellos. Tal vez aun no lo sepan, pero ellos con sus risas son un virus que infecta indefectiblemente.
Pasear por los predios de una universidad cuando el mediodía se impone y el hambre de los alumnos arrecia, puede resultar en un fascinante tour en donde nos convertimos en testigos de la forma de uniformidad más perversa que nos impone la fantasía de la vida rápida, ¿o acaso de que otra forma podemos calificar el triste espectáculo de cientos de chicos comiendo parados?. Los más, caminan absortos con sus sueños de éxito a cuestas mientras escudriñan unos espantosos recipientes térmicos en donde todo está revuelto, frío y lo que es peor, feo. Los más privilegiados, a pie, comen trozos de comida rápida que se vende por gramaje, felices porque sus posibilidades les permiten participar de ese eufemismo irónico del mercadeo moderno llamado feria. En ambos casos la practicidad necesaria para ser productivo impone la servilleta de papel y el cubierto de plástico. Una mirada acuciosa podría inclusive descubrir aires coreográficos en una escena en la que lo único faltante son los sonidos rítmicos de una fábrica de producción en cadena. La posibilidad de observar por varios días revela una monotonía inusitada de menjurjes que se repiten casi de manera idéntica con cadencia plana. Todos se mueven igual, todos comen lo mismo y todos pasan inconmovibles ante la presencia de un ser defectuoso que desentona la armonía presente.
Él es extraño, casi un paria. A la misma hora abre su morral de estudiante y saca de él un pequeño mantel que coloca con suavidad de amante a la sombra de un árbol silencioso y subestimado. Tiene un plato desechable pero también está preparado con una bolsa plástica que reciba los cubiertos de metal que pronto habrán de ser lamidos con placer goloso. El tiempo le pertenece y acomoda manjares maternos con un orden estético planificado y conversado en fines de semana. Se sirve una copa de vino tinto y mira a los lados con un poco de vergüenza consciente como está del espectáculo bizarro de su vaso plástico. Come tranquilo, él que es raro, y se entretiene con el sonido rítmico y somnoliento de los pasos de quienes no lo notan. Ella lo ve y sonríe ante su evidente rubor. El se caricia con la tela de la servilleta y piensa “mañana traeré dos copas de cristal” … tal vez él sea un virus y ella no lo sepan aun.
II
Sonidos metálicos anteceden los efluvios que en segundos comenzarán a enrarecer la cabina del avión con olores monótonos, indefinibles en sus individualidades. El mejor símil para describirlo quizás sea comparando la diferencia entre una paleta de colores y una sopa violeta inventada por un infante luego de horas de experimentación. Se supone que el sonido de cucharas y el olor de comida han de ser la antesala de salivación y expectativa pero en este caso la antesala toma un giro extraño: luego del sonido y del olor, viene el movimiento. Ellos huelen esos aromas a nada y con simultaneidad pasmosa repiten movimientos que dejarían perplejo a un coreógrafo de Broadway. Cada uno recoge el asiento, levanta la mesita frontal, realiza movimientos espasmódicos, deja de conversar y se prepara para aceptar. Como bailarinas de can-can repiten gestos entrenados para movilizarse en 0,8 metros cuadrados y casi al unísono vacían bandejas que no habrán de dejar ninguna impronta. Repentinamente ese aire que respiran sin oler hace rato, adquiere tonos altisonantes, podríamos decir que ofensivos.
Ella ha aceptado los cubiertos plásticos, le acota a la azafata su necesidad de un pan adicional y rechaza gentil la bandeja de comida indefinible. Levanta la mesita frontal, abre una bolsa y de esa chistera de maga sale una mandarina, y varios potecitos que contienen tomates secos, berenjenas en conserva, rúcula, unas lonjas de jamón serrano y queso de cabra. En silencio (porque el tiempo le pertenece) se come primero la mandarina, embriagando el ambiente con el aroma de sus aceites cítricos, y se hace un par de sándwiches que mordisquea distraída mientras continúa ojeando un libro. El ruido rítmico de fábrica arranca de nuevo, todos van entregando bandejas con movimientos impresos en genes viajeros y ella pide otra copa de vino. La aeromoza coloca de nuevo las bandejas perfectamente vacías en su sitio y descubre que la de ella exhibe impúdicamente una lonja de jamón y un cachete de tomate seco. Se los come a hurtadillas y se le humedecen los ojos. Tal vez aun no lo sepa, pero esa pasajera es un virus que acaba de infectarla.
III
El departamento de recursos humanos lo ha conseguido finalmente. Con satisfacción le muestran a los empleados la nueva área refaccionada de comedor. Grandes mesones se alinean paralelamente con los hornos microondas, han tenido el buen tino de comprarlos del mismo color de las expendedoras de gaseosas que inteligentemente han obtenido por intercambio. Cuando los ven llegar en tropel marcial para calentar sus viandas y sentarse a comer en silencio, el sueño del departamento parece encaminarse hacia un éxito escrito meses antes en papel.
Ellos rompen con el guión, llegan los tres riendo una gracia críptica para el grupo y hacen chanza de las capacidades gastronómicas de uno de ellos. Colocan manteles, sirven platos, hablan de comida todo el tiempo y compiten pavoneando capacidades. Ante cada aplauso los demás voltean … y miran con indiferente envidia. Ellos han sido infectados por ellos. Tal vez aun no lo sepan, pero ellos con sus risas son un virus que infecta indefectiblemente.
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