402 CARTA A NUESTROS DISEÑADORES GRÁFICOS E INDUSTRIALES
Algunos de los productos de una marca griega que exporta alimentos orgánicos del país. Esta serie de productos se llama Stories of Greek Origins.
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Chela vive en la vieja carretera que une a Los Robles con La Asunción. Pocos carros pasan por allí desde que se hizo la autopista, lo que es una suerte porque la zona conserva un testarudo aire rural a apenas un par de kilómetros de una isla de Margarita que va modernizándose de manera desordenada. El patio de su casa es un caney de unos sesenta metros cuadrados, con piso pulido, columnas de cemento prefabricadas de las que se compran en mitades y se ensamblan, varias hamacas guindadas justo en el borde y un techo de palma de factura impecable. Un poco más allá, en una pequeña área también techada pero separada del caney, ella y su esposo construyeron hace catorce años una cocina lo suficientemente cómoda como para hacer sancocho para cincuenta personas.
Un sancocho de cachúa con quimbombó, ocumo y pan de año humea quedo. Algunas personas pican en cuatro unas tortas de casabe. Llego puntual a esta invitación de domingo al mediodía. Hay bastantes carros en la estrecha vía de tierra y la algarabía que escapa desde adentro del muro perimetral del terreno de Chela anuncia una buena tarde.
Me recibe radiante la anfitriona y, a medida que me acerco al caney, una enorme pancarta dice: “Gracias por el apoyo a nuestros emprendimientos”. Más abajo de esa frase están los nombres del chef Rubén Santiago, el mío, el logotipo de un espacio que hice para vender sus productos llamado Rincón Asuntino y los logotipos de una universidad, una alcaldía y un ente de turismo.
¡He llegado a una fiesta en mi honor! Más allá de lo halagador que es y del masaje para mi ego, saber que me agradecen el esfuerzo con esta fiesta significa muchas cosas. Cosas por las cuales muchos venimos trabajando desde hace varios años.
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El movimiento de pequeños emprendimientos gastronómicos en la isla de Margarita es notable. Telúrico. Se dio una tormenta perfecta en la que se sumaron organizaciones civiles y gubernamentales de gerencia cultural, alcaldías, universidades dispuestas a dar herramientas en emprendimiento, ONGs de cultura financiera y chefs con mucho ánimo de sudar y hacer transferencia tecnológica.
No existe una sola semana en la que en varios lugares de la isla no haya eventos de calle para comprar los productos que se hacen cada día en casas de familia. Ya en Margarita es normal ver esos productos en los bodegones compitiendo con las exquisiteces importadas.
Los chips de pan de año de Alberto, los chorreaditos de coco de Helen, la mermelada de ají dulce de Doris, los dulces de Chelita, los antipastos de Ryna, los panes de Lourdes, los bombones rellenos de frutas margariteñas de Michelle, el licor de ají de Mariflor, los frapés de Rubén, los aceites y harinas de coco de Enmanuel, la miel de papelón de Mary, el licor de tamarindo de Elianny, las pepitonas picantes de Freddy. ¡Nombres y nombres de personas y productos que la gente se sabe y los busca!
Un país, unos sueños, una expresión cultural envasada en frascos: una Venezuela para exportar.
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Todos esos emprendimientos surgieron de personas con buenas ideas, pero con mucho miedo. Todos son emprendimientos familiares y en todos están involucrados varios miembros de esas familias.
Todos los involucrados tenían sus trabajos regulares, su quince y su último. En sus ratos libres fueron pasando por una compleja curva de aprendizaje que va desde aprender a cobrar, hasta garantizar insumos, descubrir que las recetas no quedan igual y hay que aprender a resolverlo, patear la calle para inscribirse en festivales o convencer al dueño de un supermercado para que compre sus productos, sufrir la competencia que aparece luego de allanado el camino, preguntarse cuál es el equilibrio entre costo y ganancia sin salir del mercado, saber cuantos días durará el producto antes de deteriorase, tenerle miedo al sintagma nominal inspector de impuesto sin haber visto ganancia, preguntarse cuánto dinero de las ventas debe usar para el mercado de la casa y cuánto destinar para recompra de insumos en esta economía inflacionaria, descubrir que sin dinero no hay publicidad y que sin publicidad no hay ventas, lograr la convicción que le permita decir sí tengo siempre, hasta entender que una de las mejores opciones de publicidad del emprendedor familiar es buscar alianzas con periodistas y personajes famosos.
Miedo sobre miedo. Miedos que no te permiten abandonar el trabajo fijo y convierten la rutina en un muro infranqueable que no deja que el emprendimiento se desarrolle. Miedo a esos miedos.
¡Hasta que un día se atreven! Se lanzan al vacío. Queman las naves. Use usted la frase hecha que prefiera: el hecho es que un día le dedican las 24 horas a desarrollar su emprendimiento hasta que juntos hacen un sancocho en un caney lleno de hamacas.
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Aprender que se puede vivir de un emprendimiento es aprender a ser sustentable. Y lograrlo es un proceso de inflexión en extremo complejo que toma mucho tiempo y es apenas el comienzo: el gran reto, más que ser sustentable, es ser sostenible. Es decir: descubrir los mecanismos para perdurar en el tiempo.
No es sencillo aprender a predecir y ser resiliente. Puede sonar cruel, pero luego de un esfuerzo ingente y cuando finalmente logramos mantenernos económicamente gracias a nuestro emprendimiento, es que descubrimos que apenas estamos en la fase inicial. El verdadero lance no está en vivir de un negocio, sino durante mucho tiempo y convertir esas empresas familiares en empresas de vida.
En el caso de Margarita hemos logrado un paso trascendental al lograr que muchas familias estén manteniéndose con lo que hace unos años era apenas un capricho de feria callejera. De hecho, ya algunos de los productos dieron el gran salto a los anaqueles de los bodegones y supermercados más prestigiosos. Es cuestión de tiempo y de resolver algunas trabas burocráticas y de capacidad de producción, para que entonces crucen el mar y lleguen a tierra firme, que es como los margariteños le dicen a todo aquello que no es la isla.
Pero en medio de todo este trabajo coordinado dejamos por fuera una piedra angular: los diseñadores gráficos, los publicistas, los diseñadores industriales. Y si no tomamos acciones pronto, esa omisión puede ser un error muy costoso. Un error que podría bombardear las probabilidades de sostenibilidad de este proyecto.
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Eso que llamamos “estética” es algo que nadie decreta pero nos envuelve a todos. Las líneas de diseño un automóvil, el corte del cabello, los cambios en la ropa, el lugar que ocupa en el cuerpo un tatuaje, la forma y el material de unos lentes, las portadas de los libros… todo tiene un estilo que representa a generaciones específicas y establece distancia entre aquello que llamamos antiguo y es que consideramos actual. Y el acto de comer no escapa de todo esto.
Las vajillas, las fotos de los platos de comida y la forma de presentarlos, los ingredientes en boga, las tendencias gastronómicas, la noción sobre lo que es sano y hasta la forma de describir un plato en el menú son elementos que están sometido a formas estéticas muy específicas. Y no entenderlo es la diferencia entre vender y no vender.
Mi angustia es grande. En este momento los frascos y las bolsas de nuestros emprendedores reinan tranquilos en los anaqueles. La razón no es otra que el hecho de que la crisis vació esos anaqueles y por primera vez se abrió espacio para este tipo de productos. Pero quiero creer que eso no será así por mucho tiempo. Este país está cambiando y ese cambio es inevitable. Pronto será posible importar de nuevo. Y cuando eso suceda nuestra mermelada, el jabón artesanal, la bolsita de lonjas crujientes de pan de año y el vaso de cepillado dejarán de estar solos: tendrán competencia.
Y usted y yo sabemos que la primera decisión de compra la tomamos con los ojos. Es apenas la segunda vez que la decisión la define el gusto. En pocas palabras: a la hora de comprar una mermelada gana la botella con la etiqueta más bonita y sólo probaríamos otra si la primera no nos gustó.
¿Pero qué significa la botella con la etiqueta más bonita? Pues aquella que tiene la forma, los colores, el tipo de letra, el eslogan, el nombre y la información sobre el producto que los clientes esperan y que se parece a los gustos de esta generación de compradores.
Y eso no queda sólo allí. También hay detalles como la forma de un empaque, la facilidad a la hora de abrirlo, la facilidad de guardarlo si no se va a consumir completo o el sonido al abrirlo. Y eso influye en las decisiones de compra.
Hacer bien todo eso es tarea de expertos. Así como rara vez queda bonita una casa si no es un arquitecto quien la diseña, rara vez queda bonito un empaque o una etiqueta cuando la hacemos con una plantilla en una computadora en casa.
Zapatero a su zapato.
Sería un espanto que, después de todo lo que se ha logrado, se venga abajo la experiencia por no haber involucrado a los diseñadores.
Y acepto mi cuota importante de culpa en ello.
Mi llamado es concreto y sin medias tintas: escuelas de diseño, diseñadores, tomen los casos de emprendimiento gastronómico de Margarita y donen su saber a estas familias. Si nos dicen que sí, con gusto los invitaremos a un sancocho en un caney para echarles el cuento.
En sus manos está la posibilidad de que el pueblo le hable de tú a tú a la importación en los anaqueles.
Un pueblo que ya hizo el trabajo inmenso de envasar nuestros sabores con calidad.
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