388: EL MIRABOLSAS
I. El mirabolsas
MERCAL son las siglas con las que se conoce en Venezuela una extensa red de supermercados pequeños que es manejada directamente por el Estado para vender comida con precios muy por debajo del precio de mercado. En muchas ocasiones, incluso el precio está por debajo del costo. Conceptualmente siempre me gustó: me parece absolutamente lógico que un país busque su seguridad alimentaria a través de los mecanismos que considere. Y más lógico tratándose de un país no productivo, dependiente de la renta petrolera, que use parte de esas ganancias para establecer subsidios directos que le aligeren la dura vida a quienes el salario no les alcanza.
Por mucho tiempo funcionó bastante bien: un pequeño local abierto, con horario claro, al que podía ir cualquiera. No era normal ver entrar a la gente de clase media por razones que iban desde aversión política hacia el concepto mismo de un Estado importador, porque simplemente era más cómodo ir a un supermercado tradicional, o porque la oferta era básica y hacía preferible ir donde hubiese una variedad más extensa.
El sistema ha sido ampliamente acusado de corrupto, pero como eso a mí no me consta, vamos a quedarnos con la idea de que lo de MERCAL me gustaba, aunque tenía mis quejas por su uso descarado para hacer proselitismo político con claras intenciones electorales y el hecho obvio de que un sistema de subsidio eternizado (porque nunca pudiste enriquecer a los pobres) es una perversión populista.
Vivo a cien metros de un MERCAL, aunque en el caso de mi zona más bien podría calificar de pequeña bodega. Soy un hombre rutinario: todos los días paso frente al MERCAL a las seis de la mañana en mi bicicleta y todos los días, ya de regreso, paso de nuevo a las cuatro de la tarde. Ese ir y venir, constante, predecible, rutinario, ha terminado por convertirme en testigo de excepción de la evolución de la red estatal: una evolución íntimamente ligada a la involución de nuestro país.
Con los años he ido haciendo una especie de álbum de fotos en mi cabeza donde la locación es la misma y la escena ha cambiado hasta el deterioro más puro.
Cuando empezó el actual período de escasez, comenzaron las filas. Al comienzo, a las seis de la mañana, la calle estaba vacía. Luego empecé a ver gente a esa hora, hasta llegar a lo que podría calificar de la escena actual que no es más que un resumen de infamia: gente que en colchonetas y sillas se coloca frente a la puerta a las ocho de la noche. Filas impresionantes frente a una puerta cerrada cuando paso cada mañana a las seis. Toda una economía generada alrededor para venderles cena y desayuno a quienes están allí, a esa gente que, cuando regreso en la tarde, espera el transporte público con sus bolsas de compra.
Si quisiera darle el beneficio de la duda al partido político gobernante y creyera que la escasez es producto de una guerra económica para arrodillar al gobierno, esta escena diaria es la triste prueba de la incoherencia de ese discurso: en MERCAL el único culpable de lo bueno o lo malo que suceda es el gobierno, porque el proceso de importación, acopio, distribución y venta está totalmente en sus manos.
Seguramente es cierto mucho de lo que se oye respecto de la dinámica de la escasez: que es propiciada para adormecer, que muchos de los que pernoctan desde el día anterior lo hacen para vender el puesto, que otros tantos han hecho de la reventa en el mercado negro de bienes subsidiados su forma de vida. Pero me consta que la gran mayoría de quienes salen por ese portal del fracaso de un proyecto de país son mujeres que en sus manos tienen una única bolsa. Hablamos de un pueblo con hambre que, a falta de dinero, lo único que le sobra es tiempo para hacer esas filas inmorales.
Hablamos de un pueblo que gana seis mil bolívares al mes en un país donde un pollo cuesta quinientos bolívares, a menos que lo compres en un MERCAL.
Así, eso que antes se concibió como una ayuda ahora es una forma de supervivencia: ya Venezuela no es aquella en la que los venezolanos disponíamos 22% de nuestro salario para alimentarnos.
A fuerza de pasar cada día por ahí en mi bicicleta, me acostumbré a ver las bolsas de esas señoras sentadas en la acera esperando su transporte. Confieso que me da tanto dolor que he comenzado a odiar (una palabra, si me permiten decirlo, fuerte para mí) esas bolsas azules semitransparentes que impúdicamente muestran la esperanza y los residuos del futuro posible que nos robaron.
En esas bolsas siempre hay un pollo, un pote de margarina, un frasco de mayonesa, una que otra lata, galletas, leche en polvo, harina de maíz y, con suerte, detergente. También he hecho el ejercicio de calcular cuánto dinero puede haber gastado esa señora en lo que lleva en esa magra bolsa y la cuenta siempre ronda en ocho horas al sol y unos trescientos bolívares.
Ocho horas al sol y trescientos bolívares.
Y he terminado por sentir como propio el agobio de esas señoras: la única razón por la que no hago esa fila es porque yo tengo un dinero que ellas no. Y porque soy cocinero y me sé adaptar a la oferta. Pero éste no es el país que soñé.
Justo a cincuenta metros de la puerta del fracaso está el puerto de pescadores conocido como Playa Juventud. Cada mañana veo cómo llegan los pequeños peñeros artesanales con su carga. Es el mismo puerto al que me referí en El diálogo de la sardina. Pues bien: allí apenas hace dos semanas compré pescado a cien bolívares el kilo.
Es inevitable que me pregunte por qué alguien hace una fila de ocho horas bajo el sol para comprar un pollo, una margarina y una mayonesa si, con ese mismo dinero, pueden comprar un kilo de pescado y vegetales a apenas a cincuenta metros y sin hacer fila.
Esa pregunta me asalta cada día. Me tiene mal.
Es una pregunta para la que no logro respuesta: una pregunta para la que sólo me queda especular.
II. La más conservadora de nuestras expresiones culturales
Cuando un invasor decide colocar su pie imperial sobre el territorio nuevo, lo primero que hace es sustituir los símbolos y los ritos culturales del sometido. Hacer que alguien deje de cantar sus cantos, creer en su bandera y rezarle a sus dioses, en el largo plazo, resulta más efectivo que la represión pura y dura.
Pero esa política siempre se ha topado con una expresión cultural indoblegable y conservadora en extremo: el modo en que comemos.
Aquí comemos arepa y casabe exactamente igual y con las mismas técnicas que lo hacían los pueblos originarios de lo que posteriormente se llamaría Venezuela, aunque ya no hablemos su idioma, ni le recemos a sus mismos dioses ni tengamos expresiones de canto popular con sus instrumentos.
Sin embargo, eso no es un fenómeno que dependa de una política de genocidio cultural. Por ejemplo: si revisamos un recetario tradicional de Alemania o de España, serán muy pocos los ingredientes americanos que veremos (papa en un caso, tomate en el otro) y las recetas han variado poquísimo en cientos de años. Es cierto que les gusta tomar cacao o el sabor de un piña, pero a pesar de la infinita despensa que Europa consiguió en América, a la hora de la cocina popular (la casera, la doméstica) América apenas existe.
Así de conservadora es la cocina: una vez que un pueblo se acostumbra a comer de una manera, es muy difícil acostumbrarlo a otra cosa.
Un noruego ya no tiene que comer alimentos conservados como consecuencia de las necesidades impuesta por la pobreza y el frío, pero igual haría fila toda la noche el día que le digan que el bacalao salado escasea, aunque le estén regalando al lado arenques y bacalao fresco. Mi hija tiene un padre que podría hacerle mayonesa todos los días, y aun así delira por la de frasco que se acostumbró a comer.
Gusto, el indoblegable: la expresión cultural más conservadora del hombre.
Ya dije en el apartado anterior que no tengo respuesta para la “Paradoja del pollo difícil y el pescado fácil” que describí. Para empezar es un fenómeno que debe tener muchos componentes: en esas filas está la prueba de que, por mucho que el poder se empecine en cambiar los nombres de nuestros símbolos, no logrará que odiemos a la harina de maíz de nuestras arepas y seguiremos haciendo filas que demuestran el fracaso de un modelo donde es casi imposible producirla; en esas filas está el discurso populista en su expresión máxima de acostumbrar a la gente a sentir que los derechos son dádivas; en esas filas está el desconocimiento culinario que hace que uno no sepa cómo cocinar otras cosas y por lo tanto compre lo de siempre; en esas filas está el hambre en su expresión más fea; en esas filas hay hasta una forma de protesta que le dice al poder que no nos obligarán a comer de manera distinta, aunque eso sea más lógico…
Así de conservadores somos.
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