386 LAS CAUSAS ME ANDAN CERCANDO

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Peregrinar al mercado de pesca artesanal de Porlamar, que queda en el sector Los Cocos de esta isla que adopté y me adoptó: Margarita, es una cita que suelo forzar. Busco que se dé aunque no sea necesario del todo, porque tengo formas más cómodas de acopiar pescado para mi restaurante.
Me gusta vivir ese bullicio vibrante, desordenado y azaroso que carga de salitre y yodo la atmósfera. 
El miércoles pasado, uno como cualquier otro, aproveché la visita de unos amigos de Argentina para ir nuevamente. Una parada más en el mapa de ruta de lugares que quería mostrarles para que se llevaran una linda imagen tanto de la isla como del país. Es una historia cotidiana, de esas que empiezan a las siete de la mañana buscando amigos en el lobby de un hotel y que nadie sabe cómo terminarán.
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La ciudad de Porlamar es una cuadrícula de calles angostas donde compiten por el espacio los vendedores de frutas, el desorden urbano, las unidades de transporte público, uno que otro turista despistado y los marchantes apurados que, a paso seguro, sortean zigzagueando rumbo a cualquiera de los negocios de esta suerte de gran centro comercial extendido y de apenas un piso.
La calle Igualdad es paralela a la Maneiro y a ambas las cruza la Libertad. Así de cuadradita es: unas van en dirección a la Plaza Bolívar, otras van muriendo en el mar. Y yo siempre me pierdo. Siempre me agarra desprevenido una esquina. Siempre me toca preguntar cómo llegar al mercado.
A las ocho de la mañana, cuando llegamos al centro y yo ya estaba perdido, vimos una fila de gente esperando para entrar a un supermercado. Una fila descomunal. Quería la –mala– providencia que les tocara hacerlo en una acera a la que pegaba de lleno el sol de la mañana. Un sol que por mañanero no es menos sol.
Caras largas de gente esperando para comprar sin certeza de existencia. Manos que, con periódicos y cartones, se hacían algo de sombra en sus caras. Y ese cansancio que sólo se lee en el hartazgo.
Paré mi carro y le pregunté a un señor cómo llegar al mercado. Su cara se iluminó y dejó su puesto en la fila para acercarse a explicarme (con una andanada de pa´llás, de volteas y de te metes) la mejor manera de llegar a la esquina.
Para mí era una escena normal. Yo hubiera hecho lo mismo. Un instante cotidiano. Para mis amigos argentinos no, así que me preguntaron:
 ¿Por qué no toman la calle?
– Porque somos un pueblo que detesta la violencia, Martín. Porque somos gente buena, Martín…
Confieso que la respuesta, poco pensada, inmediata, visceral, me sorprendió. Sobre mí flotaban tantas voces que dicen que estamos así porque no nos arrechamos como para que fuese imposible no sentir un poco de vergüenza por mi respuesta.
Pero es la verdad.
Somos gente buena. Si un día le faltaran pañales a un hijo con parálisis infantil y tuviese que hacer la fila (como me contó un señor), la haría. No sabría arrecharme, ni empuñar el arma, ni quemar la calle ni irme al monte a guerrear.
En esas filas no hay resignación: simplemente hay gente buena que espera cordura de parte de quienes juraron defenderlos. Gente muy triste, muy decepcionada, muy cansada. Gente buena. Gente que siempre da una dirección y que, si pudiera, caminaría con uno hasta el lugar.
3
Esta historia pudo haber llegado hasta allí. Pero, parafraseando a Silvio Rodríguez, ese día las causas me andaban cercando. Cotidianas. Invisibles.
Ese día el azar se venía enredando.
En el mercado compré tajalí y le dije al señor que era para orear. Pagué y:
 –Vaya y siga mostrándole a sus amigos el mercado. Yo se lo preparo para que le pueda echar bien la sal.
Eso me dijo un señor que no tenía ninguna necesidad de trabajar de más, porque su trabajo es vender un tajalí entero y eso es lo que se espera de él.
Seguí caminando entre pasillos, exhibiendo ya con evidente orgullo mis conocimientos sobre el mar, adquiridos durante este lustro en la isla. Y en ese andar nos pasó por delante una señora con su mercado. Las bolsas transparentaban y permitían intuir una docena de pomalacas. Yo, como buen guía turístico de mi troupe argentina, les expliqué la maravilla que es esa fruta. En el mercado no venden frutas, así que seguramente la señora las había comprado en otro lado. Quizás a alguien en la calle, porque la pomalaca es estacional y de patio y nunca la venden en supermercado.
Señora, ¿me regala una pomalaca, para que estos amigos argentinos la conozcan?
Y la señora me la dio. Y a mí me pareció normal pedirle comida regalada a una desconocida en el pasillo de un mercado. Y a una desconocida le pareció normal que se la pidiera. Y mis amigos argentinos no entendían nada.
Volvimos al puesto del pescador y le pregunté: ¿Cuánto le debo, señor, por arreglarme el pescado? Y él me dijo: Nada, mijo. Nómbreme un día en su programa de televisión. Y entonces mi ego sonrió, porque por primera vez en el día alguien me había reconocido.
Gente buena. Gente que da la dirección con cariño, que regala comida, que se reconoce.
No hay un día en el que no los sienta mayoría.
Gente bella los venezolanos. Y punto.

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