360 EL DIÁLOGO DE LA SARDINA
¡Llegaron sardinas a Pampatar! Contenta decía mi vecina
asomándose en la puerta con una bolsa llena de ellas. Cinco minutos después
estábamos mi esposa Sylvia y yo en el carro rumbo al puerto de Playa Juventud. Eran
las diez de la mañana de un lunes de carnaval y, siendo honestos, juraba que en
asueto los pescadores no se hacían a la mar. El puerto de Playa Juventud es
apenas una calle de cemento de cincuenta metros, que se escapa de la vía
principal para morir a orilla de playa, con unas pocas rancherías de pescadores
a cada lado y la clásica postal de los peñeros coloridos, reposando en el
vaivén de las calmas aguas de este mar Caribe de azules infinitos. Es un lugar
muy particular porque divide geográficamente a los habitantes tradicionales de
la zona, de aquellos que se han instalado en una de las calles ciegas
codiciadas de la Isla por su vista envidiada. De un lado el margariteño de
siempre con sus casas de siempre, y del otro novísimos edificios que alojan a
una clase media que ha optado por Margarita como nuevo proyecto de vida.
Ya a media cuadra del pequeño puerto pesquero artesanal
resultaba evidente que la excitación flotaba en la normalmente bucólica Punta
Ballena, que es como llaman a la zona. Muchas personas caminaban a paso
apurado. Algunos con pequeñas bolsas plásticas en la mano, otros llevando cavas
de playa entre dos, todos viendo con desconfianza al de adelante por si acaso
la captura de sardina no había sido lo suficientemente generosa para suplirlos
a todos. A orilla de playa el frenesí era embriagador. De los peñeros de madera
bajaban y bajaban cestas plásticas llenas a rebosar de sardinas, y en la
orilla, sentados en equilibro sobre los muros exteriores de las rancherías de
pescadores, con pericia los hombres manipulaban una montaña creciente de
sardinas, grandes y brillantes, con los tonos azules y plateados que solo puede
tener una sardina recién salida del mar.
El hombre curtido veía al dueño de la bolsa y si se sabía su
nombre, si lo reconocía, si era vecino pues, le llenaba gratis la pequeña bolsa
de supermercado y de paso le mandaba saludos a la familia. Si, por el
contrario, quien llegaba con la bolsa era un lejano como yo, que se había
acercado por suerte o por información privilegiada, le llenaban la bolsa igual
y luego te cobraban una cantidad que parecía broma ¡A mi me dieron 5 kilos por
100 BsF que es la mitad del promedio de lo que vale un solo kilogramo de
pescado en la Isla! Parecía que me cobraban no por dinero, sino para que
quedara claro que aun tenía que trabajar para ganarme el derecho al condumio
común.
Todo el mundo sin excepción hablaba de cómo iba a hacer las
sardinas ¡Asadas en un rato en la playa! ¡Encurtidas! ¡Friticas pa´ comérmelas
mañana con arepa! Era el canon musical que iba y venía como si fuera una de
esas olas humanas que hacen en los estadios. La Isla de Margarita está profundamente
ligada a sus sardinas y tenían tiempo sin verse. Unos dicen que el cambio
climático ha afectado y otros dicen que comienzan a recogerse los frutos de
haber prohibido ese horror ecológico que era la pesca de arrastre. Seguramente
hay algo de ambas razones, pero el caso es que esas tornasoladas sardinas que
brillaban al sol, pusieron de fiesta a una calle.
Cuando en la tarde me comía las mías en casa, resultó
inevitable que pensara que todas esas personas que vi en Playa Juventud estaban
más o menos en lo mismo. Todos en comunión alrededor del fuego. Todos alrededor
de nuestras tradiciones. Y estoy absolutamente seguro que, así como ningún
pescador me preguntó ideología para regalarme el fruto de su faena, ni ninguno
de los hombres que se intercambiaban recetas dejó de explicarme por mi cara de navegao, de haberme acercado a alguna de
las playas en donde ese lunes se asaban sardinas sobre láminas de zinc, me
hubiesen invitado a comer y hubiésemos gozado un mundo sin nombrar una vez a
esta división que nos está comiendo las entrañas.
En estos días escribía mi amiga, y periodista, Rosanna Di
Turi en su cuenta de Twitter “Encarnemos cada uno el país que anhelamos.
Tengamos valor para exigirlo, sensatez para sumar. Solidaridad para quien lo
necesita”; y la frase que tenía guardada, por bonita, cobró vigencia
contundente al olor de las sardinas. Si los venezolanos queremos paz de verdad
y no de palabra, deberemos aprender a reconocer al otro. No existe diálogo ni
paz posible sin reconocimiento. No hay forma posible de destrancar este
atolladero en donde nadie parece querer sentarse a entender al otro, si no es
entendiendo que no se convence jamás apelando al choque sino apelando a lo que
tenemos en común. A lo que nos une mas que a lo que nos desune.
No soy político, de hecho a estas alturas me declaro
incompetente para entender lo que pasa, pero se cocinar. Quizás, en esas
sardinas está la punta del hilo de Ariadna en este laberinto. Quizás, la mesa
es un comienzo.
Comentarios
Saludos chef. Y muchas gracias. Fjperezba de twitter. Pampatar