349 POR NUESTROS NIÑOS
Traemos al mundo a los niños para amarlos porque estamos conscientes que primero, antes que cualquier otra cosa, desde el afecto es que se construyen los nexos de la solidaridad y de la empatía, para lograr eso que llamamos sociedad. Traemos al mundo a los niños para educarlos porque sabemos que lo nuestro es tránsito, y solo desde del conocimiento que les leguemos podemos asegurarles que puedan iniciar un camino solos, con un morral de herramientas que les hemos enseñado a usar en el momento preciso. Traemos a los niños al mundo para cuidarlos. Sobre todo para cuidarlos. Porque por mucho que creamos que somos seres superiores, muy dentro de nosotros sabemos que la misión de todo ser vivo es garantizar la supervivencia de su propia especie. En eso no somos diferentes a una ameba o a un delfín. A una mata de cacao o a un hongo del bosque. Chopin y Van Gogh, Platón y García Márquez, la física y la ideología. Todos, simples caminos para el fin más allá de nosotros: reproducirnos y no perecer en el intento.
Traer a un hijo al mundo para no cuidarlo es la mayor de las irresponsabilidades. Con la especie humana. Con el alma. Con los sonidos y las luces primigenias del universo; y en un mundo cada vez más inmediatista creemos que cuidar es sólo el instante de la angustia: ponerle el suéter si hace frío, tomarle fuerte la mano si vemos acercarse un carro, trancar con llave la puerta, ponerle una rodillera cuando sale a patinar. Claro que eso es cuidar. Claro que cada uno de eso actos garantizará su supervivencia. La nuestra y la de la especie. Pero es solo una parte. Una muy chiquita, por cierto. Cuidar no es garantizarle la supervivencia, es habérsela garantizado. Es un camino a largo plazo sin retorno. Es un mensaje lanzado cuya respuesta nunca podremos conocer, porque el éxito de nuestra misión de padres, en la enorme mayoría de los casos, solo podrá comprobarse luego de nuestra muerte. Un viejo feliz que tuvo nietos es el mayor triunfo al que podemos aspirar como especie que no desea desaparecer de la tierra. Ese viejo es el triunfo de un padre. De una madre.
Nadie llega a viejo si come mal. Alimentar mal a un hijo, cuando estuvo a nuestro alcance hacerlo bien, es la irresponsabilidad máxima.
Por ellos, por nosotros como especie, es que debemos cocinarles con menos sal desde que son pequeños para que de adultos su umbral de tolerancia sea bajo, y así, cuando algo esté salado, la comida chatarra por ejemplo, prefieran comer menos.
Por ellos, por nosotros como especie, es que debemos darles golosinas únicamente como acto festivo, como premio. No dejarlas al alcance para que las tomen a discreción cada vez que lo deseen. Darles chocolate amargo como gran premio y cada vez que se lo demos decirles ¿quieres postre?, para que de grandes amen un dulce de lechosa pero se empalaguen rápido. No negarles gaseosas, pero jamás tenerlas en casa. En fin, no convertirlos en unos adictos al azúcar.
Por ellos, por nosotros como especie, es que debemos entender que ellos pasan más tiempo en la escuela que con nosotros. Que esa escuela es su gran aula de vida, y por lo tanto debemos tener muchísimo cuidado con lo que pongamos en su lonchera, y que lo que haya en ella se parezca a lo que se come en casa. Por ellos debemos presionar para que la cantina escolar sea una extensión de vida.
Por ellos, por nosotros como especie, es que debemos enseñar a nuestros hijos que no hay nada más hermoso que un cuerpo sano. Cuerpo rechoncho sano. Cuerpo fuerte sano. Cuerpo gordito sano. Cuerpo flaco sano. Decirles que son hermosos. No entrenarlos para que busquen el cuerpo que no les correspondía. Nada más hermoso que el cuerpo humano en toda su extensión y sus formas.
Por ellos, por nosotros como especie, es que debemos ir al mercado con ellos y hablarles de país, estaciones y productores. Enseñarlos a cocinar para que vean que es tan fácil el olvidado acto de pelar una zanahoria, como deslizarse por la pantalla de un teléfono móvil. Y ya que es casi imposible sentarnos a desayunar o almorzar con ellos, convirtamos cada día de la semana en una amorosa cena, en la que construyamos identidad de familia, los enseñemos a comer, les demos los valores de la sociabilización y, sobre todo, les preguntemos que hicieron en el día, apaguemos el automático, y los escuchemos de verdad.
Por ellos, por nosotros como especie, plantemos juntos una semilla de cilantro en el balcón y veámosla crecer. Y un día, entre el aroma de las caraotas y el cilantro recién cortado, abracémoslos y pensemos en un viejo feliz que nunca llegaremos a ver. Nuestro niñito arrugado.
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