#259 FUEGO Y CUCHARA
Toda ciudad está cercada por cicatrices que se erigen como muros imposibles e infinitos. Buenos Aires pareciera terminar para muchos en el cementerio de Chacarita, como si esos mausoleos fueran el confín de la tierra. Manhattan pareciera tener hacia la calle 100, polos magnéticos iguales a los de quien quiere continuar, devolviéndolos en retroceso. Bogotá no es capaz de explicar los números del censo de población, de terminar los paseos de los turistas en un centro histórico que parece gritar que el sur es territorio sin parques ni gente que visitar. París erigió su arco de la defensa como portal de dimensiones y Caracas, de lado a lado de nuestra omnipresente rosa de los vientos que solo tiene dos direcciones, pareciera terminar en la avenida Baralt.
Pero a veces, en esos muros que nos dividen, subversivos cinceles abren pequeños hoyos por los que se escapan aromas perdidos en nuestra memoria, y sin saber bien cual fuerza intangible nos compele, somos capaces de encontrar la cerradura de la puerta. Nos adentramos tímidos al mercado de Quinta Crespo a comprar violeta mapuey. Tomamos un metrobús que nos arroja frente al mondongo de Edith en La Trinidad. Recordamos viejos paseos por El Calvario, seducidos por el aroma de los chiringuitos de los Árabes de la avenida Sucre. Somos capaces de viajar hasta La Unión únicamente para cumplir con el llamado de sus cachapas, o paseamos asustados pero con paso seguro por el hasta ese día desconocido Mercado de Chacao, para conjurar curiosidad.
Pocas cosas contribuyen tanto en las capitales a lograr movilidad como sus fogones. No se trata del empleo de la palabra movilidad como consabido recurso para atenuar diferencias y exclusiones con el argumento del sueño posible, sino es palabra usada literalmente. Las avidez por un plato es capaz de mover a una persona decenas de kilómetros por fuera de su área de influencia cotidiana. De su zona de confort. De su espacio seguro. El Junquito agreste y noticioso puede convertirse en Junquito-Cochino frito. Las Mercedes alejada y respingada depara una Mercedes-Ostrero debajo de un puente cada fin de semana. La avenida Victoria-Helicoide de repente se nos presenta como avenida Victoria-Chorizo-Hinojo de la carnicería Italia. El recuerdo estudiantil de un falafael convierte al Boulevard-Buhonero en Boulevard-Descubierto. Sobre esta capital de semáforos y estaciones de metro, subyace inmaterial un entramado vial de olores y artesanos que es capaz de movilizarnos y encontrarnos ¡No ha habido plan bienintencionado de inclusión urbana capaz de superar la fuerza cultural de una arepera, un puesto de perro caliente de calle, o las cotufas del cine en un centro comercial! En el hambre somos hermanos y en la ludicidad de la gula, somos ciudad.
Los semáforos de la autopista de olores tienen RIF. Los planos de nuestra ciudad inmaterial son guías como la Clímax de Pedro Mezquita. La velocidad máxima permitida la determina nuestro ocio. Ciudad sin policías acostados ni barras que tranquen calles. Los policías de tránsito reciben propina. Todo el mundo paga impuestos y le provoca hacerlo. En nuestra ciudad inmaterial también hay museos, solo que en ellos, aparte de observar embelesados, se va a comprar. Los llamamos mercados.
Por tratarse de emprendimientos privados, los desarrollos gastronómicos pocas veces entran dentro de los planes de las ciudades, lo que es una ironía tremenda porque se trata de uno de los sectores que mayor aporte impositivo hace a las economías locales a través de impuestos municipales; y de paso, como nunca antes en la historia el factor gastronómico pesó tanto en la toma de las decisiones finales a la hora de definir salidas, tanto para viajantes internos como para turistas visitantes. Establecer las condiciones urbanísticas y financieras para que florezca una concepción gastronómica urbana con personalidad definida (sobre todo, coherente), necesariamente resulta en procesos inclusivos. Solo se necesita que quienes tienen poder de decisión cambien ligeramente sus paradigmas y comiencen a sembrar semillas en la ciudad que crezcan hasta convertirse en rutas gastronómicas, ferias en parques, actos en mercados, documentos promocionales de los valores locales y asesoría a microempresas familiares.
¿Puede la gastronomía transformar a una ciudad? Ante la evidencia dramática que exhiben ciudades que así lo han entendido, la respuesta a la pregunta es una certeza. Aquella que proviene desde la fuerza telúrica de lo inasible ¡Vamos juntos a por ello! ¡Acompañémonos! Cocineros y comensales. Productores y ciudadanos. Fuego y cuchara. Construyamos la ciudad que queremos, la que siempre tuvimos, la que nos merecemos.
Pero a veces, en esos muros que nos dividen, subversivos cinceles abren pequeños hoyos por los que se escapan aromas perdidos en nuestra memoria, y sin saber bien cual fuerza intangible nos compele, somos capaces de encontrar la cerradura de la puerta. Nos adentramos tímidos al mercado de Quinta Crespo a comprar violeta mapuey. Tomamos un metrobús que nos arroja frente al mondongo de Edith en La Trinidad. Recordamos viejos paseos por El Calvario, seducidos por el aroma de los chiringuitos de los Árabes de la avenida Sucre. Somos capaces de viajar hasta La Unión únicamente para cumplir con el llamado de sus cachapas, o paseamos asustados pero con paso seguro por el hasta ese día desconocido Mercado de Chacao, para conjurar curiosidad.
Pocas cosas contribuyen tanto en las capitales a lograr movilidad como sus fogones. No se trata del empleo de la palabra movilidad como consabido recurso para atenuar diferencias y exclusiones con el argumento del sueño posible, sino es palabra usada literalmente. Las avidez por un plato es capaz de mover a una persona decenas de kilómetros por fuera de su área de influencia cotidiana. De su zona de confort. De su espacio seguro. El Junquito agreste y noticioso puede convertirse en Junquito-Cochino frito. Las Mercedes alejada y respingada depara una Mercedes-Ostrero debajo de un puente cada fin de semana. La avenida Victoria-Helicoide de repente se nos presenta como avenida Victoria-Chorizo-Hinojo de la carnicería Italia. El recuerdo estudiantil de un falafael convierte al Boulevard-Buhonero en Boulevard-Descubierto. Sobre esta capital de semáforos y estaciones de metro, subyace inmaterial un entramado vial de olores y artesanos que es capaz de movilizarnos y encontrarnos ¡No ha habido plan bienintencionado de inclusión urbana capaz de superar la fuerza cultural de una arepera, un puesto de perro caliente de calle, o las cotufas del cine en un centro comercial! En el hambre somos hermanos y en la ludicidad de la gula, somos ciudad.
Los semáforos de la autopista de olores tienen RIF. Los planos de nuestra ciudad inmaterial son guías como la Clímax de Pedro Mezquita. La velocidad máxima permitida la determina nuestro ocio. Ciudad sin policías acostados ni barras que tranquen calles. Los policías de tránsito reciben propina. Todo el mundo paga impuestos y le provoca hacerlo. En nuestra ciudad inmaterial también hay museos, solo que en ellos, aparte de observar embelesados, se va a comprar. Los llamamos mercados.
Por tratarse de emprendimientos privados, los desarrollos gastronómicos pocas veces entran dentro de los planes de las ciudades, lo que es una ironía tremenda porque se trata de uno de los sectores que mayor aporte impositivo hace a las economías locales a través de impuestos municipales; y de paso, como nunca antes en la historia el factor gastronómico pesó tanto en la toma de las decisiones finales a la hora de definir salidas, tanto para viajantes internos como para turistas visitantes. Establecer las condiciones urbanísticas y financieras para que florezca una concepción gastronómica urbana con personalidad definida (sobre todo, coherente), necesariamente resulta en procesos inclusivos. Solo se necesita que quienes tienen poder de decisión cambien ligeramente sus paradigmas y comiencen a sembrar semillas en la ciudad que crezcan hasta convertirse en rutas gastronómicas, ferias en parques, actos en mercados, documentos promocionales de los valores locales y asesoría a microempresas familiares.
¿Puede la gastronomía transformar a una ciudad? Ante la evidencia dramática que exhiben ciudades que así lo han entendido, la respuesta a la pregunta es una certeza. Aquella que proviene desde la fuerza telúrica de lo inasible ¡Vamos juntos a por ello! ¡Acompañémonos! Cocineros y comensales. Productores y ciudadanos. Fuego y cuchara. Construyamos la ciudad que queremos, la que siempre tuvimos, la que nos merecemos.
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