RITO (10 AÑOS DESPUÉS)
Mis niños queridos:
Aquí estoy de nuevo frente a esta mar (¡niña ella, como debe ser!), igual que aquel Diciembre del 2008. El clima está bastante parecido y confieso que desde entonces, este olor a de guiso de hallaca que flota mezclado con algas, sólo logra aumentar la nostalgia hacia ustedes. Hicimos hallacas siempre, cada año, pero son aquellas del 2008 las que terminaron por marcarnos. Tatuados quedamos. Nos estábamos volviendo grandes y no lo sabíamos.
¿Recuerdan como bajaba solo, muy temprano en la mañana, y me ponía a hacer el guiso? ¡Debe haber sido el guiso más largo de hacer, con aquella manía mía de entonces, de grabar con la filmadora el paso a paso de mi receta! (¿Alguno de ustedes guardará ese DVD? ¡Me encantaría verlo!). Los dos primeros días hice el caldo de gallina, precociné el cochino, saqué la grasa de tocino e hice el guiso completo. El onoto se había acabado en la bodega del pueblo y fue poco lo que conseguí. Este año, mis niños, estoy seguro que la masa me va a quedar más coloreada. Ustedes pasaban a mi lado como apuraditos, no fuese que a mi me diera por obligarlos a ayudarme. Me imagino que a estas alturas ya habrán descubierto que jamás acepto que alguien me ayude con el guiso.
¿Cómo les están quedando las hallacas a ustedes? ¡Puedo imaginarme las peripecias que habrán pasado para curar las hojas! ¡Lo que daría por verlos esta noche por una rendija! Por cierto, no me confirmaron si recibieron la harina; pero como no han llamado me imagino que todo está normal… Ya es bastante con lo que me contaron del pabilo. Tanta tecnología e incapaces de hacer un pabilito ¡Se los digo, el mundo se va acabar!
Nada me quita de la cabeza que aquel 23 la mar se fue introduciendo furtiva en mi guiso y con cada bocado, al día siguiente, en nuestras almas. Tatuados quedamos, ya les dije.
El 24, no cualquiera, ese del 2008, es uno de los diez días más importantes de mi vida (no se cuales son los otros 9 porque esas cuentas no las saco), a las 10 de la mañana estaban ustedes tres como milicianos de un ejercito en bancarrota, por culpa de esos delantales escondidos en la gaveta, pero más que prestos para seguir mis ordenes. Para entonces ya eran varios los Diciembre en los que los había obligado a pasar por eso. Ese día era diferente. Ese día fue el primer día de los diferentes que vinieron. Ustedes tres se me habían puesto grandes en un año y no me había dado cuenta. Hacían las hallacas con propiedad, con conocimiento. Sobre todo, en sus miradas graves podía notar que por primera vez participábamos en un ritual. Nuestro ritual.
¿Recuerdan al muchachito colombiano? (nunca pude recordar su nombre por más que traté); aquel de cómo doce años que apenas tenía una semana en Venezuela porque unos “patrones” lo habían importado con papás y hermanos. Apareció por la playa justo cuando estábamos comenzando a armar las hallacas. Al ratito le pregunté si conocía las hallacas y cuando dijo que no, le dije que se metiera en la línea de ensamblaje porque le íbamos a enseñar. Yo no se si ese niño tan vivo (¡que ahora será un tarajallo hasta con hijos!) se quedó en nuestro país, pero a veces fantaseo que lo hizo porque esa tarde, cuando abrió en su casa las hallacas que se llevó, se enfrentó a un olor del que más nunca podría separarse.
Esa tarde del 24 ustedes, a ratos, fueron mis niños de siempre. Que si, “Papi por favor una hallaca con adornos pero sin alcaparras”. Que si, Sumo “¿No te importa si me hago dos sin ningún adorno?” Y en la noche, muchachos, me dieron mi regalo de niño Jesús. Se les olvidaron las marquitas de las hallacas especiales. Comieron y Pablo hasta repitió. Comieron esa noche hallacas por primera vez con gusto. Los miraba y sentí nostalgia por las escarbaditas y los pucheros.
Varias veces les he dicho que para mi el ritual de la hallaca los 24 es fundamental, no sólo por nosotros. Varias veces les he dicho que esa noche siento que el pabilo de las mías se va anudando con las del vecino, y luego con las de las ciudades cercanas hasta que a las doce de la noche todos y cada uno de los venezolanos hemos tejido una telaraña igual al universo: finita para quien la ve desde afuera e infinita para nosotros. Hoy, dentro de apenas unas horas, mi pabilo buscará anudarse con el de ustedes y finalmente esa cosa cósmica que en mis tiempos llamaban aldea global cobrará sentido ¿Harán hallacas conmigo el año que viene?
Los quiero. Me hacen falta hoy. Quizás me esté volviendo viejo y no lo sepa. Papá.
Aquí estoy de nuevo frente a esta mar (¡niña ella, como debe ser!), igual que aquel Diciembre del 2008. El clima está bastante parecido y confieso que desde entonces, este olor a de guiso de hallaca que flota mezclado con algas, sólo logra aumentar la nostalgia hacia ustedes. Hicimos hallacas siempre, cada año, pero son aquellas del 2008 las que terminaron por marcarnos. Tatuados quedamos. Nos estábamos volviendo grandes y no lo sabíamos.
¿Recuerdan como bajaba solo, muy temprano en la mañana, y me ponía a hacer el guiso? ¡Debe haber sido el guiso más largo de hacer, con aquella manía mía de entonces, de grabar con la filmadora el paso a paso de mi receta! (¿Alguno de ustedes guardará ese DVD? ¡Me encantaría verlo!). Los dos primeros días hice el caldo de gallina, precociné el cochino, saqué la grasa de tocino e hice el guiso completo. El onoto se había acabado en la bodega del pueblo y fue poco lo que conseguí. Este año, mis niños, estoy seguro que la masa me va a quedar más coloreada. Ustedes pasaban a mi lado como apuraditos, no fuese que a mi me diera por obligarlos a ayudarme. Me imagino que a estas alturas ya habrán descubierto que jamás acepto que alguien me ayude con el guiso.
¿Cómo les están quedando las hallacas a ustedes? ¡Puedo imaginarme las peripecias que habrán pasado para curar las hojas! ¡Lo que daría por verlos esta noche por una rendija! Por cierto, no me confirmaron si recibieron la harina; pero como no han llamado me imagino que todo está normal… Ya es bastante con lo que me contaron del pabilo. Tanta tecnología e incapaces de hacer un pabilito ¡Se los digo, el mundo se va acabar!
Nada me quita de la cabeza que aquel 23 la mar se fue introduciendo furtiva en mi guiso y con cada bocado, al día siguiente, en nuestras almas. Tatuados quedamos, ya les dije.
El 24, no cualquiera, ese del 2008, es uno de los diez días más importantes de mi vida (no se cuales son los otros 9 porque esas cuentas no las saco), a las 10 de la mañana estaban ustedes tres como milicianos de un ejercito en bancarrota, por culpa de esos delantales escondidos en la gaveta, pero más que prestos para seguir mis ordenes. Para entonces ya eran varios los Diciembre en los que los había obligado a pasar por eso. Ese día era diferente. Ese día fue el primer día de los diferentes que vinieron. Ustedes tres se me habían puesto grandes en un año y no me había dado cuenta. Hacían las hallacas con propiedad, con conocimiento. Sobre todo, en sus miradas graves podía notar que por primera vez participábamos en un ritual. Nuestro ritual.
¿Recuerdan al muchachito colombiano? (nunca pude recordar su nombre por más que traté); aquel de cómo doce años que apenas tenía una semana en Venezuela porque unos “patrones” lo habían importado con papás y hermanos. Apareció por la playa justo cuando estábamos comenzando a armar las hallacas. Al ratito le pregunté si conocía las hallacas y cuando dijo que no, le dije que se metiera en la línea de ensamblaje porque le íbamos a enseñar. Yo no se si ese niño tan vivo (¡que ahora será un tarajallo hasta con hijos!) se quedó en nuestro país, pero a veces fantaseo que lo hizo porque esa tarde, cuando abrió en su casa las hallacas que se llevó, se enfrentó a un olor del que más nunca podría separarse.
Esa tarde del 24 ustedes, a ratos, fueron mis niños de siempre. Que si, “Papi por favor una hallaca con adornos pero sin alcaparras”. Que si, Sumo “¿No te importa si me hago dos sin ningún adorno?” Y en la noche, muchachos, me dieron mi regalo de niño Jesús. Se les olvidaron las marquitas de las hallacas especiales. Comieron y Pablo hasta repitió. Comieron esa noche hallacas por primera vez con gusto. Los miraba y sentí nostalgia por las escarbaditas y los pucheros.
Varias veces les he dicho que para mi el ritual de la hallaca los 24 es fundamental, no sólo por nosotros. Varias veces les he dicho que esa noche siento que el pabilo de las mías se va anudando con las del vecino, y luego con las de las ciudades cercanas hasta que a las doce de la noche todos y cada uno de los venezolanos hemos tejido una telaraña igual al universo: finita para quien la ve desde afuera e infinita para nosotros. Hoy, dentro de apenas unas horas, mi pabilo buscará anudarse con el de ustedes y finalmente esa cosa cósmica que en mis tiempos llamaban aldea global cobrará sentido ¿Harán hallacas conmigo el año que viene?
Los quiero. Me hacen falta hoy. Quizás me esté volviendo viejo y no lo sepa. Papá.
La mar bravía, 24 de Diciembre, 2018
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