ESCAPULARIO AJENO


EL ESCAPULARIO AJENO
Cuando se abren los micrófonos en congresos y entrevistas mucho estamos hablando los cocineros de la necesidad de impulsar formas de producción de alimentos que sean sanos, sustentables y de bajo impacto ambiental. En el primer caso hablamos de la necesidad de eliminar agroquímicos de toxicidad comprobada, en el segundo caso hablamos de que los productores puedan vivir de su oficio, y en el tercer caso hablamos de equilibrios agroecológicos.
Cada una de estas tres columnas conceptuales a su vez genera decenas de conceptos que cada vez son más, aprovechando un término gastronómico, masticados por los cocineros. De hecho “ética” es la palabra de moda en nuestros foros.
Pero me voy a permitir ser crítico (sin desmerecer el fundamental esfuerzo de sensibilizar a otros que han asumido los cocineros), porque en el fondo estamos en una posición cómoda en donde unos hacen el esfuerzo y nosotros nos llevamos el aplauso. Unos arriesgan acometiendo formas de producción distintas y nosotros abrimos una bolsa y hacemos la ensalada sin querer ser co-participes del riesgo o al menos del esfuerzo. Como popularmente decimos en Venezuela: estamos logrando indulgencias con escapulario ajeno.
Todo tiene su tiempo. Está muy bien que los cocineros hayan decidido asumir banderas impostergables y en honor a la verdad han logrado cambiar la visión de muchos, pero también ha llegado la hora de trabajar para que la industria gastronómica (hoteles, escuelas de cocina, restaurantes) sea coherente con lo que comulga. Lo que sucede en este momento me recuerda la época en la que los cocineros mostraban en los congresos (o en los concursos de cocina) platos con raíces de su país que no podían conseguirse en sus propios menús. Cuando finalmente el discurso y el menú entraron en equilibrio dimos paso a una nueva incoherencia: creemos en formas de producción que no son las que solemos comprar. Así como antes la excusa era que el cliente pedía otra cosa, ahora la excusa es que es difícil tener esos productos de manera regular. Todos argumentos muy discutibles como veremos un poco más adelante, pero primero permítanme contarles lo que hace un muchacho que visité recientemente en Rancagua, Chile. Su historia no es distinta a la de muchos repartidos a lo largo de cualquier país y es, aparte de inspiradora, muy instructiva. Por razones didácticas esbozaré su emprendimiento con 6 subtítulos que resumen lo que presencié.

Militancia: Hay que entender algo, quien decide sembrar hortalizas que no envenenen es un militante que no está dispuesto a claudicar porque considera innegociables la salud del ser humano y de la tierra. Su quehacer diario es la prueba de esa militancia por un hecho básico: sembrar usando agroquímicos venenosos es más fácil, más rápido y más rentable; y aun así deciden hacerlo distinto. Me crié en la campesina Mérida en los andes venezolanos y vi campesinos tener un pedazo de terreno con las verduras para consumo de su familia y otro para la venta. Una vez pregunté por qué y sin rubor me dijeron que el de la venta tenía veneno. Cuando visité al agricultor de Rancagua le hice la pregunta que siempre hago ¿Por qué no siembras como tu vecino si es claramente más fácil? Sonrió, arrancó una hoja de acelga, la mordió, y me dijo cuando nació mi hija prometí cuidarla”.

Innovación: Vamos camino a ser 8 mil millones de habitantes en la tierra. Si cada persona fuese una letra obtendríamos un libro de 2 millones de páginas y cada puntico de esos tiene que ser alimentado. Está claro que a fuerza de conucos o métodos de hace 200 años es imposible lograrlo. Quienes abogan por los métodos actuales afirman estar conscientes de que “no es lo ideal” pero es inevitable porque es la “única forma” de poder alimentar a muchos. El argumento es absolutamente tramposo, aparte de falso. La tecnología agraria no sólo ha avanzado inventando venenos o semillas estériles que “inevitablemente” crean pobreza, o “inevitablemente” vuelven estéril los suelos y es obligatorio usar fertilizante, o “inevitablemente” llenan una hoja de té o de acelga con veneno como para mantener con trabajo a los oncólogos por décadas. No. La tecnología también ha avanzado mucho para lograr sembrar las cantidades que estos tiempos requieren, sin dañar el ecosistema… pero es más costoso y es menos rentable. Una discusión muy parecida a la “inevitable” gasolina con plomo que mató a tantos y cuya solución siempre estuvo, pero engavetada por ser menos rentable. Semillas certificadas, invernaderos, sustratos creados, nutrientes en aguas de riego, biorgánicos aliados para controlar patógenos, hidroponía... en esa área se ha investigado sin parar con resultados notables. Créanme que hay que investigar más para descubrir un bioplaguicida que un veneno, pero da más lucro el segundo.

Disposición a arriesgar: Este es un punto importante. El muchacho que visité en Rancagua, al igual que decenas con los que he hablado, tiene su emprendimiento en un terreno de media hectárea. Es la herencia que le dejó su padre también agricultor, hijo a su vez de un agricultor. Son tres generaciones que han visto como la tierra pasó de mil a más de siete mil millones de habitantes, y han visto como la llamada revolución verde lo cambió todo. Dejar de hacer lo que funciona y salir a convencer banqueros y endeudarse para cambiar los métodos de siembra es un riesgo enorme. Nada arriesga un cocinero cuando abre la bolsa de lechugas y recibe aplausos por hacerlo… todo lo arriesga el agricultor para conseguir esas lechugas. Arriesga las tierras de su familia porque las hipotecas no saben mucho de ética y ecología. En sus invernaderos producen muchísimas más lechugas de lo que se podría lograr a cielo abierto, pero llegar allí les ha tomado riesgo, esfuerzo y experimentación luego de decenas de fracasos. Al final de este escrito explicaré porqué me parece inaudito que un dueño de restaurante “pida precios competitivos que garanticen la rentabilidad” en estos casos, y no entienda la tremenda oportunidad comercial que le ponen en bandeja de plata; pero más allá de eso hay que estar claros que si pregonamos formas de consumo justas y éticas también tenemos que estar dispuestos a arriesgar.

Transferencia de tecnología: Una de las grandes virtudes que he notado cada vez que hablo con los militantes de la tierra y la salud es su generosidad. Siempre están tratando de convencer a otros cediendo sin tapujos lo que saben. Los he visto luchar por años con pruebas, aciertos y errores en un mundo lleno de variables difíciles de controlar (suelo, temperatura, humedad, patógenos, tamaños de cosecha, rotación de sembradíos, etc.) y cuando finalmente consiguen el éxito llaman a otros y le pasan todos los secretos. Vivimos en un mundo de parcelas en donde todos tenemos miedo de que otro nos robe ideas, y hay otros que con sus acciones nos dicen cada día que mientras más seamos mejor ¿¡Cómo no respetar eso!?

Asociatividad: Cuando visité los invernaderos que me inspiraron para escribir esto, nos recibió una muchacha que no era la dueña del lugar. Ella tiene otros invernaderos en otro lugar. El dueño del lugar estaba ocupado con un grupo de agricultores a quienes les estaba explicando las técnicas. Entre tantas cosas que comentó la muchacha nos dijo que las mejores semillas certificadas que se conseguían venían en toneles de 25.000 semillas y que esa cantidad es mucha para un pequeño productor porque se usan menos y éstas tienden a perder poder de germinación. Este hecho ha llevado a que se unan entre varios para comprar las semillas. No se trata de cooperativismo ya que cada quien asume sus riesgos y sus ganancias. Se trata de un mundo en que te unes a tu vecino para construir un mundo mejor. Y no se trata de que tuve la suerte de haberme topado con seres particularmente especiales. Insisto, cada vez que visito a alguien que está en esta cruzada me encuentro con las mismas características.

Bien común: ¡Que el bien común deje de ser una palabra vacía y abstracta! Son palabras del Papa Francisco y san Francisco de Asís bastante habló de nuestra casa común como una hermana. Alguna vez escribí un artículo sobre un amigo agricultor de Mérida (Venezuela) que se llama Onías y con estos amigos de Chile me encontré exactamente la misma historia: como los restaurantes no hacemos nuestra parte (con ello terminaré este artículo) llevan sus productos a vender al mercado. Quien los compra no se imagina la historia que tienen esos vegetales por detrás. Podrían poner a la venta verduras venenosas o al menos vender las suyas acompañadas de una historia heroica para que la gente los aplauda. No. Las dejan a la venta y se regresan a sus campos. Anónimamente como llegaron. Lo hacen porque creen en el bien común. Así de simple. Así de maravilloso.

COROLARIO
Entendido el esfuerzo acometido, el riesgo asumido y la generosidad anónima detrás de las personas que asumen estas formas de producción, pregunto: ¿No es justo que, si somos los cocineros los que estamos llevando los aplausos por asumir posiciones agroecológicas, también decidamos trabajar y asumir riesgos?
Podremos alegar que son productos que no se consiguen todo el tiempo por lo que es difícil agregarlos al menú, que su distribución no es fácil (es decir que no nos lo traen a la puerta) o que son lechugas o papas más costosas que las “normales”. Todos argumentos válidos… pero seamos honestos ¿Cuándo alguien nos dice que está produciendo trufas en un campo perdido en la nada, acaso no hacemos lo indecible para tenerlas (no te preocupes, ponlas por correo y yo las pago y busco acá), no nos importa que no vayan a estar todo el tempo (“¡No se pierda el festival de la próxima semana!”) y para justificar el precio nos aprendemos cada detalle de las formas de producción y hasta la genealogía del cochinito que buscó la trufa.
Si somos capaces de hacerlo por una trufa y no por una lechuga es porque aún no creemos en lo que estamos hablando.

Así de simple.

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