LA LIMONERA DEL AMOR
LA
LIMONERA DEL AMOR
FOTOS: Tanya Millán.
La tradición cultural como expresión de saberes que nos define, es decir bailes, cantos, gastronomía, mitos, artesanías, ritos, no desaparece por mala suerte o porque existe un complot globalizador que, desde oscuros laboratorios, ha decidido barrer con las expresiones populares. No. Las tradiciones desaparecen porque nosotros, sus usuarios, hemos dejado de hacerlas rentables.
La tradición cultural como expresión de saberes que nos define, es decir bailes, cantos, gastronomía, mitos, artesanías, ritos, no desaparece por mala suerte o porque existe un complot globalizador que, desde oscuros laboratorios, ha decidido barrer con las expresiones populares. No. Las tradiciones desaparecen porque nosotros, sus usuarios, hemos dejado de hacerlas rentables.
Un cantor que debe cantar siempre gratis y nadie le compra
los discos, quizás cante pero no querrá que su hijo siga el legado. Una
alfarera que hace platos de barro que ya nadie compra quizás los haga y los
acumule en la trastienda de una vida que se empobrece, pero difícilmente querrá
esa misma vida para sus hijos. Y así vamos por la vida. Culpando a la vida con
nuestro ayayay de lástima diciendo
coas como “¡Que lástima ya casi nadie canta un galerón!”, sin entender que el
cantor necesita que alguien lo contrate y le compre sus discos.
Las tradiciones no mueren, casi siempre son asesinadas y
muchas veces uno es parte del pelotón de fusilamiento. Es cierto que uno puede
alegar que lo que no se vende no se compra, o que lo que ya no es rentable debe
dejar de existir, o que la vida evoluciona y uno no puede quedarse atascado en
el pasado solo por empecinamiento populista. Pero la experiencia me ha hecho
entender que, tratándose de cultura, esos argumentos casi siempre son la salida
hábil para escabullirnos. Con argumentos así un escocés ya no usaría falda en
días festivos o el concepto patrimonial de viejas edificaciones sería un
contrasentido ante los avances modernistas.
Es muy complejo conseguir el equilibrio entre tradición y
permanencia. Allí intervienen políticas públicas, enseñanza escolar, modas,
subvenciones, efemérides, en un coctel que orgánicamente aprendemos a mezclar.
Pero más allá de toda esa complejidad algo es innegable: sin un marco de
tradiciones que contesten la vieja pregunta de ¿Quién soy?, estamos desnudos. Y
para no estar desnudos, el vestido se debe remendar constantemente.
Específicamente en el ámbito gastronómico la razón por la que
pueda desaparecer una receta tradicional no es una. A veces es porque dejan de
venderse los platos (casi siempre es porque no saben venderse), otras es porque se industrializa la receta y
dejamos de hacerla porque es más fácil comprarla en un supermercado, otras
veces es porque dejamos de celebrar esos platos en festivales y concursos, otras
es porque vamos permitiendo que cada vez sean menos los que los sepan hacer,
otras porque no aprendemos a proteger legalmente un saber, e inclusive el hecho
de que una región cambie de siembra por razones económicas puede llegar a
liquidar un plato. Muchas razones.
Pero algo es absolutamente innegable: solo podrá haber
tradición gastronómica si existe, más allá de la protección del legado, alguna forma
de que otros aprendan y repitan ese
conocimiento. Como legado atávico la forma tradicional de aprendizaje ha sido
la transmisión oral y la repetición ha venido de maestro a aprendiz. La vieja
fórmula de madre a hijos de la que tanto hacen acopio los chefs en las
entrevistas. Pero eso no funciona en un mundo que se encamina a diez mil
millones de habitantes y en donde la cultura es un elemento más de expansión en
lo que algunos han llamado el capitalismo
cultural. En esos casos la documentación es clave. La documentación de las
voces populares.
Para que se entienda esto último, el caso de la cocina
tradicional japonesa es un gran ejemplo. La enorme mayoría de restaurantes
japoneses tradicionales (o
influenciados por su cultura) en occidente son hechos por personas que no
poseen familiares japoneses y que jamás han visitado Japón ¡y cada uno es de
alguna forma u otra una embajada de la nación del sol naciente!, semejante
logro hubiese sido imposible de no haberse documentado, esquematizado, fotografiado
y filmado su tradición.
Ahora, hablar de documentar una tradición gastronómica
también posee varias aristas. Puede hacerse a modo de crónica como sería el
caso de un documental o una crónica periodística. Puede también documentarse
una tradición buscando un análisis social desde ciencias sociales como sociología,
antropología e historia. También existe la posibilidad de que el acto
documental sea parte de un catálogo que ayude a entender el valor patrimonial
con que se cuenta, por ejemplo con fines de promoción turística. La que nos
atañe en este escrito es aquella forma documental en donde logramos asegurar el
acto de repetición.
Y no es fácil.
Lograr escribir una tradición gastronómica en código de
repetición pasa por el paso obvio de escribir la receta. Pero no es cualquier
receta. Para empezar debe ser una receta que todos puedan entender y que todos
deseen hacer, y de paso una receta en la que puedan seguirse instrucciones con
altas probabilidades de que el resultado sea el correcto.
Sin pretender conferirle un protagonismo impostado a los
cocineros, son sólo los cocineros los que pueden escribir esta partitura de la gastrodiplomacia y de la preservación
que es una receta. La razón es simple: para escribir en tono técnico se
necesita un técnico, y sólo un técnico de la cocina, es decir un cocinero,
puede traducir las voces populares, la oralidad histórica, en procesos,
temperaturas, tiempos, texturas y colores.
Para conquistar los saberes hasta volverlos lo menos
perecederos posible, es necesario prender el grabador no como cronistas, sino
como cocineros.
Resumiendo, para lograr legado gastronómico se necesita por
un lado la generosidad del que posee un saber y posee una necesidad imperiosa
de que ese conocimiento no se pierda, registro del que sabe documentar en
términos técnicos, estandarizables y replicables; y, muy importante, repetición
por parte de quien pasa a tener acceso a esa información.
II
La señora Cruz Josefina Guerra de Valerio, asuntina de la
Isla de Margarita, cocinera de manos benditas que para 2017 cuenta con 79 años,
tuvo un novio de joven. Ese noviazgo terminó, pero Cruz quedó en muy buenos
términos con la madre de este, doña Magdalena Villaroel de Larez, que en paz
descanse. La señora Magdalena era famosa por su dulce de limón pero nunca logró
que miembros de la familia se interesaran particularmente en aprender a
hacerlo, como pasa con tantas recetas familiares. Con los años Magdalena le
enseñó a la señora Cruz a hacer el postre y así la familia Villaroel-Larez le
pasó el testigo la familia Guerra-Valerio
y ella quedó como garante solitaria en la isla de ese conocimiento. Por
tratarse de una receta que inició con un noviazgo fallido, Kruebery Valerio, la
hija de la señora Cruz, llama a su madre jocosamente “La Limonera del Amor”.
Ese dulce de limón es de los postres más delicados que he
probado en Venezuela. Hace algunos años, en ocasión de un evento del colectivo
de promoción cultural Margarita Gastronómica se le pidió a la señora Cruz que
enseñara a hacer, desde una tarima, el postre a un público cautivo. Ha sido
marca de Margarita Gastronómica pedirle a cocineras populares que muestren su
arte en público, e inclusive la chocolatera venezolana María Fernanda Di
Giaccobe las bautizó con mucho acierto con el jocoso nombre de cociñeras, ya que a los habitantes de la
isla de Margarita se les conoce cariñosamente como ñeros.
Fui gustoso testigo de ese día y mas allá de lo sabroso de la
receta, me impresionó lo increíblemente compleja que es técnicamente. Tanto,
que sentí que nadie del público la iba a repetir.
Desde la fundación Fogones y Bandera venimos trabajando en
levantar un catálogo técnico del recetario popular debido a todas las razones
ya expuestas. Siguiendo esa dirección, recientemente invitamos a la señora Cruz
para que hiciera nuevamente la receta. Esta vez estábamos preparados con
cámaras, filmadora y público.
El público fue escogido e invitado con una condición: tenían
que hacer los limones en almíbar en sus casa y enseñarles a otros a hacerlo.
Amigos, lo que continua es la transcripción de la receta.
Solo ponemos una condición para regalarles esa información. Por favor háganla
en casa y enseñen a sus hijos a hacerla.
III
(RECETA
DE LIMONES EN ALMÍBAR A LA MANERA DE VENEZUELA)
Cocina es producto ¡y pocas veces más cierto que con esta
receta! Cuenta la señora Cruz que este postre sale bien si se hace con limones
criollos que no tengan más de un día de sacados de la mata. No cualquier limón.
Tiene que se uno “que esté hecho pero no amarillo”.
El siguiente paso es sobar
el limón. Literalmente. Con una cuchara, aprovechando su borde romo, se va
raspando con delicadeza la superficie de cada limón para ordeñarle el amargo aceite. Debe colocarse el culito del limón mirando hacia arriba y raspar hacia abajo. Del culito hacia abajo. Es como cuando se le
quitan las escamas al pescado. Solo funciona en una dirección”.
Los limones se dejan en un recipiente cubierto con agua.
Mientras tanto en una olla de peltre o de cobre ¡Y miren que
la señora Cruz insiste mucho en que sean esos materiales!, se colocan los
limones y se cubren con agua. Es importante que en el agua haya un trozo de
cobre. Un pedacito de tubo de transportar gas sirve. Se tapa la olla y se le
coloca un peso encima para que no entre aire mientras se cocinan. Se cocinan los
limones, apagándolos cuando tengan 20 minutos hirviendo. Es decir “a los veinte
minutos de reventar el hervor”.
Se sacan los limones del agua caliente y se meten en un
recipiente con agua y hielo. El famoso baño
de maría invertido que tanto nombran hoy en día los chefs.
Si se revisan, cada limón habrá roto por algún lado. Cada uno
tendrá un huequito. Con esa paciencia que sólo tiene la cultura popular, debe
sacarse todo el relleno del limón usando un palito (“una ramita de la misma
mata de limón sirve”) hasta que sólo quede la esfera. La cascarita entera y
hueca.
Se ponen todos los limones en un recipiente con agua limpia a
temperatura ambiente y cada doce horas a lo largo de dos días se cambia el
agua. Cuatro veces en total. Al cabo de esos dos días se prueba un pedacito de
cáscara de uno de los limones para estar seguros de que ya no están amargos.
¡Han pasado dos días y ha llegado el gran día! En una olla
(ya no importa el material) se coloca la misma cantidad de agua y de azúcar. El
famoso almíbar 1 a 1 de los reposteros. Importante calcular la cantidad como
para que cubra todos los limones. A esa agua con azúcar se agrega algún licor
(“a mi gusta caña blanca porque le da mejor sabor”) y aroma transparente de
vainilla para que no le cambie el color al almíbar. Para una olla grande típica
de casa, hablamos de ¼ de taza de licor y dos cucharaditas de esencia de
vainilla.
Cuando rompe a hervir el agua azucarada, se van agregando una
a una las cáscaras de limones ¡Y nace la magia! No se las razones químicas del
fenómeno, pero estos limones de color mustio, triste, amarillento; en ese
momento, el momento de entrar en el almíbar, tornan a un verde intenso. Un
color casi artificial. Y allí, en esta agua azucarada-avainillada-alicorada,
esperamos que hierva de nuevo la mezcla para apagarla. El almíbar resultante es
muy ligero. Nada espeso. Podría decirse que un guarapo.
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gracias por este regalo