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I

Actos que hoy en día nos parecen perfectamente naturales al punto de considerarlos derechos irrenunciables, como serían el derecho a tener vacaciones, decidir nuestra propia sexualidad o comer por placer, históricamente estuvieron constreñidos a una minúscula minoría conformada por los miembros de las casas poderosas… las mismas que para evitar revueltas y frustraciones, esbozaron en medio de bacanales y del ocio tratados filosóficos en donde la flagelación era el camino expedito hacia las virtudes: Gula y hedonismo pasaron a ser las palabras malignas que nos alejaban del noble camino asceta. De allí que podamos afirmar que uno de los puntos de inflexión importantes en nuestra relación como humanidad con el acto de sobrevivir dignamente, en esto que llamamos transitar por la vida, sin duda ha sido la democratización y conquista del placer.

En particular, cuando se trata de analizar nuestra relación con la alimentación, la democratización ha sido particularmente dramática si tomamos en cuenta que inclusive para las clases históricamente poderosas (reyes, gobernantes, latifundistas) la posibilidad de comer a placer era un acto festivo y ocasional, dado que el acto de alimentarse debía supeditarse a aquello que le permitían las estaciones climáticas y la cercanía de los productos. En un mundo en donde irrumpió la refrigeración, la conservación, el transporte, la globalización y los supermercados; resulta innegable que el goce histórico y exclusivo de los pudientes se democratizó al punto de que hoy en día la humanidad considera literalmente un derecho el tener acceso no sólo a productos para alimentarse, sino a una variedad de ellos.

Entiendo perfectamente que alimentarse es parte del bastión intangible que levanta los muros del acervo para protegernos y volvernos pueblo con identidad, de allí que banalizarlo puede ser extremadamente peligroso. Igualmente estoy consciente de que en un mundo de desigualdades, resulta chocante plantear el acto de alimentarse como uno de búsqueda de placer. Pero si entendemos y aceptamos que la búsqueda del placer es un derecho colectivo que puede equipararse al de la educación, la salud, los derechos humanos o la vivienda; lucharemos por colectivizarlo, tal como hicimos con las vacaciones como acto de aceptación del ocio como virtud. Creo en el placer como derecho, de allí que por años el hecho masivo y democratizador del placer de comer, no sólo como acto alimentario, me hizo creer que finalmente que Epicuro de Samos, 2300 años después de haber pregonado su filosofía hedonista, había ganado. Pero nunca sabemos de que nido salta un pájaro para hacernos revisar conceptos… el mío, resultó particularmente inesperado.

II

Posiblemente por razones estrictamente generacionales no había logrado engancharme al fenómeno masivo de las redes sociales. En particular Twitter me exasperaba por sentir que era la plataforma para incurrir en dos cosas con las que no comulgo: exponer de manera de impúdica cada segundo de nuestra cotidianidad y lanzar noticias sin corroboración periodística, sin importar el tremendo daño que puede generar una noticia mal tratada. Terminé cayendo en el nido de Twitter por razones profesionales que no vienen al caso y, luego de aprender a filtrar, me encontré con una poderosa herramienta para lograr estadísticas en cuestión de segundos. Estando en esas, lancé la pregunta ¿Cuál ha sido la mejor comida de tu vida?, esperando respuestas que apuntaran hacia ingredientes, platos o restaurantes específicos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comencé a recibir las respuestas: Todas registraban momentos vividos, más que búsqueda de placer. Uno decía que esa comida había sido comiendo arroz empelotado con atún en la montaña, otra recordaba la pisca que una vez le hizo la madre estando enferma, una recordaba la primera vez que cocinó en casa propia, uno recordaba a la madre y se arrepentía de no haberle sacado a tiempo los secretos de su recetario, e inclusive apareció la respuesta romántica de quien decía que había sido cada cena desde que se casó.

Después de leer esas y muchas otras respuestas, resulta inevitable revisar la teoría con la que comencé este artículo. Por años los restaurantes se han hecho pensando en que son los lugares temáticos que permiten romper con las barreras que establece esa mala palabra que es Gula. Pero a la luz de los comentarios recibidos, pareciera que en el fondo el éxito de un restaurador no se sustenta únicamente en la calidad de la cocina o del servicio que ofrezca, sino en su capacidad de construir un templo en el que cada mesa termine por ser un microcosmo donde se tejan historias y suspiros. Por suerte, seguimos siendo una humanidad poética.

@sumitoestevez

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