DESDE ADENTRO VAN SONANDO ESOS JÓVENES



Ante la llegada de un visitante extranjero, es recurrente escuchar quejas que exteriorizan la frustración ante la limitada oferta capitalina en opciones gastronómicas, en lugares que sean verdaderas vitrinas de los olores que emanan los fogones de nuestras casas. Cuando se trata de Caracas, a la hora de esbozar sugerencias, casi siempre terminamos apelando a la arepa y las cachapas con queso de mano, no sin disimular aires de naufragio, conscientes como estamos de que se trata de platos rara vez servidos en restaurantes con los estándares de servicio que la expectativa de un agasajo espera, aparte de no ser lo suficientemente contundentes como para ser la única comida de una cena. La otra opción tradicional para impresionar, como lo es el caso de la comida de calle, generalmente no pasa de conceptos locales de comida rápida destinados más a atiborrar estómagos fiesteros que la madrugada arroja, que de verdaderos muestrarios del recetario popular venezolano.

En Latinoamérica, exceptuando a los hijos de las civilizaciones Maya, Inca y Azteca, ésta característica se repite en prácticamente todas las capitales, por lo que sería temerario afirmar que se trata de un fenómeno venezolano, y sería más justo decir que lo es capitalino. Es normal que sea así. Las capitales son crisoles cosmopolitas que contienen un poco de la cultura de cada inmigración (local o extranjera) que las habitan y además de ello son los vórtices tradicionales de inversiones que establecen restaurantes basados en tendencias y olas de moda.

Es importante aclarar que en ningún momento estamos planteando que la cocina de las capitales no representa a la realidad gastronómica del país. Indudablemente cualquier concepción urbana debe insertarse dentro del marco teórico que nos explica y la laxitud que muestran las grandes ciudades ante los embates de las influencias es fundamental para establecer los saltos cuánticos que entendemos por progreso y evolución. En realidad lo que estamos planteando es la respuesta a una pregunta muy específica: ¿Si quiero llevar a alguien a un lugar a comer comida típica de nuestra tierra para que se lleve una impresión real de lo que somos y de lo que hemos construido, a donde hacerlo?

La respuesta está en eso que desde nuestro centralismo victorioso llamamos “el interior”. La mejor manera de probar esta aseveración es notando que cualquier venezolano cuando decide visitar en plan turístico otras regiones de su país, coloca en lugar primario el turismo gastronómico regional (¡algo impensable en la capital!), haciendo acopio avaricioso de la despensa y la oferta gastronómica que el lugar le ofrece. Cayendo en el pecado de la misma generalización con que comenzamos al aseverar que en las capitales es difícil comer el recetario del acervo, podríamos decir que en la provincia de los países es difícil lo contrario: comer algo que se aleje del entorno de las tradiciones.

Múltiples son las razones que hacen que desde la provincia sea mucho más natural preservar tradiciones: El acceso a los mercados y por ende a los productos cosechados a pocos kilómetros es mayor, la gente tiene más posibilidades de comer en casa por cercanía y ello hace que mantener por vigencia y repetición el recetario doméstico sea posible, la posibilidad de acceso a productos genera un nexo y conocimiento natural hacia la estacionalidad del lugar y suele ser más factible el uso de tradiciones gastronómicas artesanales como punta de lanza que atraiga a turistas debido a que la experiencia gastronómica de un estado a otro implica vivir experiencias únicas y sobre todo diferentes.

Quizás resumiendo, la conclusión es que las capitales poseen un lugar muy importante en el plano gastronómico pero a la hora de querer conocer a un país desde sus sabores constituyentes, es necesario traspasar estas fronteras capitalinas.

Colocamos la mirada sobre este hecho muy conocido en casi todos los países, para poder aventurar una teoría: Si en el riquísimo caldo de cultivo de la provincia comienzan a asentarse cocineros profesionales para desde esos baluartes lanzar sus propuestas creativas, el resultado de sus actos creadores poseerá inevitablemente el barniz de la influencia que les insufle la voz popular de la región escogida a través de sus productos, técnicas, estética y tradiciones. Hasta hace poco era aventurado planteárselo y seguía siendo Caracas el lugar escogido para desarrollarse profesionalmente en casi todos los ámbitos de las artes-oficio.

Lo hermoso es que estamos siendo testigos de una generación de jóvenes cocineros que, luego de regresar de sus entrenamientos en el exterior, están escogiendo al interior de Venezuela como morada. Posiblemente nos estamos acercando, sin saberlo, a un sueño.

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