¿QUIERE UN CAFECITO?

Entender el hablar trancado y aspirado de un campesino de nuestro páramo andino no es cosa fácil (inclusive para quienes se han criado en las ciudades aledañas), salvo por una pregunta que no espera respuesta, que queda flotando en la oscuridad, tiznada de cocinas con olor profundo a leña, cuando los visitamos: ¿Quiere un cafecito?

En medio de parajes en los que culturalmente la palabra y el contacto físico sobran, el gesto paternal de ofrecerle café a los desconocidos que traspasan impunes los portones, sin importar el número de visitantes, pasa a ser una vez más, una de las huellas dactilares más espectaculares de la idiosincrasia de los venezolanos: nosotros, independientemente del grado de afecto y de nuestra capacidad adquisitiva, jamás negamos bebida y comida… es más, aunque no nos las pidan siempre las ofreceremos.

La afirmación anterior (la de que siempre ofrecemos, si estamos comiendo) posiblemente le suene obvia a usted, justamente por ser de este continente, pero puedo asegurarle que nos es así en todas las culturas. Recientemente lo narró un amigo cercano: llegó sin ser invitado (¡habrase visto semejante falta de educación!) a la casa de unos amigos venidos de lejos y con costumbres distintas a las nuestras, y las encontró haciendo una parrilla. Como era obvio, se integró inmediatamente a la partida que controlaba las brasas, y para su sorpresa, ¡a la hora de servir, le informaron que ya iban a comer y amablemente le pidieron que se retirara!

Sería una estupidez establecer juicios de valor que parabolicen la anécdota anterior. Las incomodidades de unos son las cotidianidades de otros y justamente por ello es que existen diferencias culturales. El punto aquí no es juzgar la conducta cultural que no comprendemos. El punto es que si tenemos pan, lo partimos si por la esquina se asoma alguien para hablar con nosotros. El punto es que si no lo hacemos, el otro dirá que somos unos groseros que no merecemos este gentilicio. El punto es que la frase de “siempre es posible echarle agua a la sopa” es parte de aquello por lo que comulgamos como pueblo. El punto, quizás el más importante, es que nos hemos ganado el derecho a “caer” de improviso, a pedir una ñapa que atiborre la arepa comprada y a vivir en un país en donde que nunca nos metemos algo a la boca sin ofrecerlo primero.

II

Un maestro de obra a quien no conozco y a quien contraté para hacer un trabajo puntual en el patio de mi casa, salió de pesca el fin de semana. El Lunes, me regaló una bolsa con por lo menos 5 kg de pescado. Por casualidad, salí a hablar con él al mediodía y estaba comiendo con sus dos obreros… partió el pan y me lo ofreció junto a su gaseosa.

Acabo de mudarme. Frente a mi casa vive una señora que apenas he saludado. Amanecemos por primera vez en un espacio atiborrado de sonidos y olores nuevos, acrecentando una sensación de indefensión que no nos libera. La señora toca el timbre y nos brinda una arepa. Sabe que aún no hemos conectado el gas.

Nuestra hija posee la virtud de socializar con el entorno a una velocidad que abruma. Los padres de una amiga recién adquirida la han invitado a una reunión dominguera en casa de unos amigos de ellos y nos proponen que nos sumemos cuando vienen a buscarla. Paracaidistas no contados, somos. Al llegar, la timidez es un muro que no sabemos derruir. Nos presentan al señor de la casa y él saluda mudo, absorto como está con una paella, que comienza a regar aromas que permiten inferir sus virtudes. Una hora después no nos molestamos en preguntar si podemos servirnos de nuevo. Lo tácito pude ser redundante.

III

Somos un pueblo que puede mirar ciego a través del parabrisas cuando un niño nos pide dinero, pero basta que ese mismo chico nos diga “¿Me regala un poco de ese pan que tiene allí?”, para que saltemos a darlo. Dar comida, pareciera ser nuestro reducto humanista irrenunciable.

Somos un pueblo que hace rato tuvo que volver infranqueable la puerta de la casa que da a la calle, pero se le olvidó echarle cerrojo a la de la cocina.

Quizás, desde esas mismas cocinas, comencemos a desandar caminos y abramos puertas y recordemos que somos aquellos que no aprendieron a cocinar lo justo.

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