TAREA PENDIENTE

Hagamos un recorrido por la biblioteca gastronómica de casa e intentemos el ejercicio de detenernos un rato en los floridos títulos de las recetas de esos libros. Será fácil encontrar enunciados como: “Cabrito en jugo de panca y balsámico” (Del Chef peruano Virgilio Martínez en el libro Perú mucho gusto, pag. 168), “Vieiras con espárragos y longaniza de Sant Celoni” (Planteado por el cocinero catalán Santi Santamaría en La cocina de Santi Santamaría, pag. 222), o una receta del chef Austro-Norteamericano Wolfgang Puck llamada “Barbecued pulled Pork” (Makes it easy, Pag. 192).

A simple vista parecen sólo bautizos atractivos para platos creados por autores, que a modo de abreboca, nos invitan a intentar su recreación. Pero si apuntamos hacia las tres palabras escritas en itálica (panca, longaniza y barbecued) veremos que en los enunciados de sus recetas se esconde uno de los fenómenos más trascendentales de la cocina actual: nos referimos al uso como ingrediente principal, de lo que a su vez es una receta realizada por otra persona. En pocas palabras, el plato del chef peruano no sería posible si este no compra primero un frasco de pasta de ají panca y el catalán no podría continuar con su alquimia sin pasar primero a comprarle longanizas al maestro charcutero del pueblo.

Entender el valor gastronómico, como ingrediente en nuestras cocinas, de todo aquello que otras manos han realizado, es un paso complicado porque colisiona con nuestra renuencia a comprar frasquitos. Sencillamente, solemos creer que el uso de ellos atenta contra una cocina autentica o creativa, olvidándonos que están presentes todo el tiempo: ¿Qué sería una torta bejarana sin el pan de horno que hizo otro? ¿Qué sería una hallaca sin la aceituna que otro maceró y rellenó? ¿A donde iría a parar nuestro asado negro sin la muy comercial salsa Inglesa? ¿Acaso considera usted incorrecto nuestro pan navideño porque tuvo que comprarle el jamón a una trasnacional con código de barritas y todo? Queso, papelón, dulce de icacos, curry, harina precocida de maíz, chocolate, soya, frasquitos de adobo… ¡Pare de contar!

II

Una característica fascinante de nuestra realidad gastronómica reciente, es la proliferación exponencial de productos artesanales locales en los anaqueles de los supermercados.

Seguramente cada ciudad de nuestro país las tiene, por lo que quizás peco de un chauvinismo grosero al exponer mis preferencias; pero intuyo que en ese renglón la ciudad de Mérida lleva la voz cantante. Un recorrido por sus calles hace que sea totalmente natural comprar vino de mora, variedades de quesos y licores locales, mermeladas inauditas, los mil usos de la trucha (ahumada, en paté, huevas secas o frescas, etc.) o deshidratados de frutas servidos con forma de serpentina. Se trata de productos inventados casas adentro, pero que han traspasado esas puertas hasta convertirse en referencias locales.

Sumado a este catálogo casero-moderno, está el enorme índice compuesto por la inventiva popular a lo largo de nuestra historia. Surge así el dulce de leche de Falcón, los aliados andinos (Marshmallow nacional, suelo llamarlos), los bicuyes encurtidos de Lara, el masapán de merey de oriente, las bolas de cacao de Chuao, la morcilla carupanera, los picantes de suero de Trujillo o los bagres salados del llano… Por apenas rasgar el velo que esconde un recetario popular particularmente asombroso.

Los cocineros tenemos una tarea pendiente. Más que una tarea, una deuda, contraída con todas esas personas que cada día se levantan con su recetario casero y lo exhiben en anaqueles o a orillas de carretera. Al comienzo de éste artículo hablábamos del caso de la ciudad en Mérida, ciudad en la que es muy común ver en los menús ensaladas con vinagretas de balsámico, así como prácticamente imposible encontrarlas con la palabra vinagre merideño de mora, en enunciados que deberían exhibirse con el orgullo empleado por el catalán Santi al nombrar las longanizas de su ciudad. Mucho menos menús a nivel nacional que le rindan culto a un batido de papelón llanero o a un Tabule de mañoco como recientemente me planteó una cocinera amiga.

En la medida que volteemos la mirada hacia productos y productores, hacia un recetario popular que nos vuelve uno sólo como pueblo, podremos hablar de la cocina de autor que hace falta: es decir, aquella que cargada de denominación de origen, convierte en infranqueable e inequívoca nuestra propuesta.

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