MIS DOS MERCADOS

El lunes 01 de Junio de 1987, el aire húmedo y cargado de humo no vaticinaba nada bueno para quienes nos aprestábamos a iniciar nuestra semana en Mérida. Durante la noche nos arrancaron una parte del alma sin que lo supiéramos, fue la noche en que nos quemaron el mercado. Para entonces, estaba prácticamente lista la estructura que con reticencia se erigía, con el fin de mudar al mercado que por 101 años había visto pasear entre sus pasillos a varias generaciones. Por allí pasamos a desayunar al menos una vez en nuestra vida los merideños y era el lugar clásico para que por poco, o casi nada, comieran los estudiantes. Desde el segundo piso, la vista asombrosa de flores y verduras era embriagante y la certeza de caras conocidas era lo más parecido a las reuniones de plaza y coche que uno podía ver en las películas del romanticismo. Allí nos reuníamos los merideños. Era nuestro mercado.

Confieso que para entonces no entendía bien porqué mi papá, una vez que se enteró que iban a mudar nuestro mercado a una estructura “limpia y moderna”, comenzó inmediatamente a protestar. Miraba con cierta sorna la pasión que él mostraba en caminatas de protesta, a las que yo lo acompañaba más por safrisco que por convencido. En eso estuvo unos cuantos años, viendo con cierta impotencia que por encima de sus gritos se levantaba el “progreso”. Cuando era inminente el traslado, las marchas fueron cosa del día a día y para entonces yo ya era estudiante de la U.L.A. Junto a mis compañeros y casi todos los vendedores del mercado (cosa que nunca reseñan en la historia oficial) acompañábamos a los Raúles (así se llama mi padre) que tenían tiempo luchando. Para acabar con esas marchas no hizo falta gas lacrimógeno ni peinilla… bastó un fósforo.

Hoy, el nuevo mercado es una referencia importante de mi ciudad de crianza, posiblemente uno de los mayores atractivos turísticos de Mérida. Sin desmerecerlo, en este nuevo mercado no se oyen los gritos desfachatados de los estudiantes y de los poetas. Los mercados reflejan en gran medida el alma de las ciudades y de sus pobladores. Quizás, sin saberlo nosotros, una noche el fuego arrasó nuestra alma pueblerina e infantil a la que le gustaba ver campesinos con mulas cerca de la Plaza Bolívar y la sustituyó por concreto, vidrios de esos bonitos que parecen espejos y transacciones. Quizás así deba ser, pero me hace falta ese mercado.

II
El amor que le profesamos sus habitantes a Caracas bien podría calificarse de síndrome. Podemos sentarnos a hablar de sus males, pero jamás aceptaremos que otro lo haga por nosotros. Vivimos un permanente limbo de reconstrucción, aferrados a lo que fue y seguros de que para allá volveremos. La prueba de que nuestra alma está menos corrompida de lo que nos hacen creer a veces, es el “Mercado de Quinta Crespo”. Calificar ese lugar de oasis va mucho más allá de un recurso poético: traspasar sus puertas es literalmente una tregua. Los mercados de las capitales son fascinantes porqué son el reflejo calcado de la diversidad cultural de un país y “Quinta Crespo” es un lugar particularmente amable, estructurado, con secciones claramente definidas. Una zona para animales vivos, la zona de carnes, la de aves, la isla para pescados, un anexo para frutas, nueces y especias y sobre todo el gran patio central para verduras en donde luego de algunas visitas es fácil entender que existe un cuadrante para papas, otro para tomates o la esquina de los peruanos. Cuando uno entra, hay unos muchachos con carretillas, que rondan los 15 años, esperando para ser contratados por quienes vamos a comprar grandes cantidades, ¡Vale la pena su servicio, sólo por disfrutar el conocimiento absoluto que tienen del lugar! La última vez le dije a uno que buscaba auyama bebé y me contestó “lo llevo adonde el portugués que vende cosas raras”.

La magia de “Quinta Crespo” va mucho más allá de la impresionante diversidad de productos que ofrece. Llegar no es fácil. Estacionarse peor. Pero una vez que traspasamos sus puertas, empieza un festín de caras dulces y gente amable que han recibido por años a caraqueños y caraqueñas que van a hacer sus compras. En una ciudad en donde es inusual saludar cortésmente al desconocido, resulta providencial que exista un lugar en donde todo el mundo se saluda. Para mi ya se ha vuelto un vicio preguntar teatralmente en voz alta para qué se utiliza un vegetal, solo por el placer de oír las mil y una recetas que de manera espontánea comienzan a arroparme.

A los 22 años me arrancaron un pedacito de alma en Mérida, dos años después me mudé a Caracas y Quinta Crespo se encargó de curarme.

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