Mondovino

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Vino, Vidi, Vinci
Durante cinco años, un sommelier devenido director de cine recorrió buena parte de los viñedos del mundo –de Italia a California y de Francia a la Argentina– investigando el fenómeno silencioso debajo del boom del vino que el mundo experimentó en la última década: la homogeneización del paladar. Pero lo que en pantalla es una comedia documental por la que desfilan personajes pintorescos, aristócratas centenarios, self-made norteamericanos, aires mafiosos y negocios que desafían los límites del Estado, en realidad es una radiografía de un proceso que se reproduce en todos los ámbitos de la cultura en la era de la globalización: la pérdida de las singularidades ante el avance avasallante de los monopolios.
Una escena de la filmación en Francia

Por Cecilia Sosa
Mondovino no es un documental sobre vinos. Es un provocativo e inesperado retrato del rostro menos conocido de la globalización. Una mirada satírica y encantadora sobre la estandarización del gusto. ¿Cómo? A través de un bucólico viaje por el mundo de la producción y distribución de la acaso más antigua y mágica de las bebidas, que en manos del director norteamericano Jonathan Nossiter se revela como el soporte perfecto de una lúdica comedia de enredos sobre uno de los más álgidos dramas contemporáneos.

En Mondovino no falta nada: dinastías centenarias, entuertos familiares, secretos, campesinos pobres, consultores hechizantes, críticos de medios, narices aseguradas por un millón de dólares, oligarquías, perros de todos colores, y hasta una familia tan orgullosa de llamar a sus empleados por su nombre como de la mesa de su jardín, diseñada a imagen y semejanza de la de El Padrino II.


De Jonathan Nossiter, el director, se podría decir que no es ningún improvisado. Nacido en Washington en el ‘61, hijo de un distinguido corresponsal del Washington Post y del New York Times, pasó su infancia y adolescencia paseando entre India, Francia, Grecia, Italia e Inglaterra. Políglota por obligación y laureado cineasta (su film Sunday fue premiado en el festival de Sundance del ‘97), Nossiter probablemente sea el único director del mundo que pueda ostentar título de sommelier, con tres años de trayectoria elaborando la carta de vinos de los mejores restaurantes de Nueva York.

Nossiter imaginó Mondovino durante una gira de cata por Europa –y como sólo sucede en los grandes acontecimientos–, reunió petates y se subió a una aventura etílica sin igual que involucró cuatro años, tres continentes, ocho países (incluyendo Argentina), un magro presupuesto de 280 mil euros, y una única cámara portátil que manejó a capricho y siguiendo sus más embriagadas inclinaciones.

De Brasil a Nueva York, de Italia a California, de Burdeos a Australia, de Florencia a Alemania, y llegando incluso a Calafate, Salta; el film por momentos parece una épica detectivesca, casi un thriller que salta de copa en copa para seguir los rastros de un inefable crimen. ¿Cuál? La desaparición del “terroir”, esa palabra francesa casi intraducible que adjudica el “espíritu” del vino a la tierra donde es cultivado.

Así, en una suerte de cruzada del gusto, Mondovino desandará punto por punto el proceso que explica esa pérdida. En diminutas fincas y magnificentes viñedos, entre ampulosos críticos y milagrosas instrucciones, se encontrará con las huellas de un conflicto que se reproduce a escala mundial (y con paralelos infinitos): la lucha entre un avasallante poder monopólico (autopromocionado como “democratizante”) que busca ajustar toda producción al “gusto internacional” (sospechosamente coincidente con el norteamericano) frente a los sabores (y saberes) singulares y particulares del trabajo artesanal.

Si bien hay quienes afirman que Mondovino es una suerte de versión vitivinícola de Fahrenheit 9/11, Nossiter está lejos de producir una “globalización para principiantes” en soporte digital. La pelea sin duda quedará así planteada –entre “colaboracionistas” (del gusto hegemónico/democrático) vs “terroiristas” (militantes del “terroir”)–, pero lejos de la pedagogía blanquinegra de Michael Moore (a quien Nossiter considera un reflejo del marketing), el sommelier-cineasta descubrirá, a ambos lados de la barricada, una sorprendente multitud de personajes fascinantes, excéntricos y embriagadores. Y ninguno quedará del todo bien parado. En fin, un catálogo digno de toda comedia que se precie.

¿Democracia vs. Terroir?
¿Cómo no empezar por Michael Rolland, el más brillante “consultor de vinos” que recorre viñedos del mundo recitando un único y misteriosomandamiento: “hay que microoxigenar, microoxigenar”. Dueño de un histrionismo casi agotador y una carcajada infinita y hasta maníaca, Rolland hipnotiza a todos con sus dotes de doctor y terapeuta (de vinos). Sea productor, crítico, japonés o Gérard Depardieu. E imparte, desde su auto conducido por chofer, las pócimas secretas del vino de calidad.

El otro gran personaje es el periodista norteamericano Robert Parker, la indiscutida voz de la crítica internacional de vinos, que con un resoplido de su millonaria nariz puede hundir o salvar cualquier bodega del mundo. Abogado renunciante después del Watergate, Parker vive en una mansión de Maryland (Estados Unidos), cuidando su nariz y su paladar asegurados por un millón de dólares y protegido por un simpático par de perros a los que adora: un sabueso de un olfato hiperdesarrollado y un bulldog flatulento.

Entrado el film, el espectador descubre cómo confluyen los rieles de esa misteriosa “unificación del gusto” tan propia del mundo globalizado: por un lado, el más buscado asesor internacional; por otro, el crítico que desde 1982 revolucionó el mundo vitivinícola al abrirlo al mercado norteamericano. Con ustedes, el francés Rolland y el norteamericano Parker, en rigor íntimos amigos desde hace más de ocho años (un dato que sorprendió al propio director).

El feliz matrimonio Rolland/Parker dice operar sólo guiado por el gusto propio (y ajenos al juicio del otro). Sin embargo, la sutil sociología del film es mostrar cómo ese gusto termina resultando sorprendentemente coincidente. Haciendo cada uno su trabajo con intachable honradez, la tarea sumada puede lograr por ejemplo que una botella producida en una bodega cualquiera se dispare de 35 a 110 euros. Sólo hace falta contar con el asesoramiento adecuado (materia en la que, causalmente, Rolland es el pope) y la máxima puntuación de la revista Wine Spectator (para la que, casualmente, escribe Parker).

Ahora bien, detrás de este dúo dinámico hay un poder bien asentado, la familia que da nombre a la película: los Mondavi. En los siempre soleados valles de California vive el clan de los Mondavi, una familia italiano-americana liderada por Robert Mondavi, “empresario y filósofo” del vino, que con 500 millones de dólares de ganancia anuales y una producción de más de 120 millones de botellas al año, preside el mayor imperio de la uva que extiende sus tentaculares brazos (y búsqueda de potenciales socios) al mundo. Y alrededores. El más pequeño de la dinastía Mondavi sueña con cultivar sus vinos en Marte.

Y luego, un reparto fuera de serie...
¿Cómo olvidar a los Staglin? En sus 18 hectáreas de plácidos viñedos en Napa (California), Shari, la dueña de casa, confiesa, sin ironía, que conoce a sus empleados mexicanos por el nombre y que les regala camisas y sombreros promocionando la marca. Sí, la misma que adora su mesa de roble realizada a imagen y semejanza de la de El Padrino II.

O a la antiquísima oligarquía italiana de la Toscana, recién salida de una película de Visconti, que reverencia a Mussolini (porque logró que los trenes llegaran a tiempo) y que no dudó en abandonar 500 años de experiencia en la producción del vino para obedecer a los secretos designios (¡microoxigenar!) a los que obliga la “bendición” Mondavi.

O al taciturno Aimé Guibert (un hombre de la derecha) que ante la posibilidad de que las viñas de la pequeña población francesa de Aniane se sumen al imperio Mondavi, se descubre como un poético defensor de la globalifobia: “Dios nos envió un milagro: elecciones municipales y un comunista como alcalde”.

O los dramas de Hubert Montille, un romántico productor de Burgundy que cedió la conducción de la bodega a su hijo, más interesado en el marketing que en el “terroir”, y que en el transcurso del film recupera a su hija (empleada en una inescrupulosa firma de vinos internacional) para el sabor y el saber de su industria familiar.O al importador de vinos neoyorquino, Neal Rosenthal, capaz de hilvanar una teoría completa del imperialismo norteamericano masticando hamburguesas, o al utopista que jura que en el noreste de Brasil está la meca virgen donde cultivar el mejor vino del mundo.

Y cuando uno ya imaginaba que no podía aprender nada más sobre la cultura etílica, el director (que a esta altura no hay dudas de que la está pasando bomba) aterriza en el norte argentino, en un final casi a medida del público local. En los ensoñados valles de Cafayate, Nossiter entrevista al mayor de los cinco Etchart, Arnaldo, que señala, entre copa y copa, los parecidos entre Perón, Hitler y Mussolini, la vagancia del campesinado y la milagrosa acción de Rolland que instaló a Argentina en el mercado de vinos del mundo. Y también le queda tiempo para visitar el ínfimo pueblito de Tolombón, donde un adorable nativo “pura sangre indígena” se niega a ser el sueldo de 200 pesos que le ofrece la corporación Etchart y mantiene como puede una finquita de una hectárea donde sigue la tradición de su abuelo produciendo un vino casi imposible.

En busca del propio “terroir”
Mondovino no dejó de despertar polémicas desde que se exhibió por primera vez en el Festival de Cannes en mayo de 2004 (curiosamente el mismo día de la reelección de Bush). Revolucionó el corazón del establishment del vino, fue tapa de los más prestigiosos diarios (incluyendo Le Monde) y no dejó de cosechar amenazas de juicios. El mismísimo Rolland, reseñado por Le Monde como “un mefistofélico mercenario de enología”, declaró que los procedimientos de Nossiter con su persona habían sido dignos de la más cruda manipulación de imagen y sonido.

Sin embargo, y más allá de todo terremoto, la película consigue algo más sutil. Con sus silencios expectantes, sus miradas en fuga, sus personajes siempre desajustados, su adoración por los perros (en especial por los que comen queso), y sus maratónicos 136 minutos, Mondovino logra construir su propio “terroir”. Luminosa, aguda y por momentos desopilante, muestra cómo un sueño casi beodo puede transformarse en un delicado y burlón ensayo sobre la construcción de una hegemonía cultural. Tal vez por eso, Mondovino sea una película de amor, dedicada a aquellos que en medio de la unificación reinante siguen peleando por encontrar su propio “terroir”. Sea en vinos, películas, libros, vidas o canciones.

“Creo que Mondovino ridiculiza a muchos. Sin embargo, Rolland aportó mucho a la industria argentina y no me parece bien castigar a alguien que trabaja seriamente. El tiene un estilo de vinos preferencial y busca difundir lo que conoce en diferentes zonas. Pero cada zona tiene su carácter y personalidad y la tecnología no puede cambiar eso. Es imposible hacer un vino igual que otro. Ni Michael Rolland lo podría lograr. Por eso creo que Mondovino genera mucha confusión”.

Marina Beltrán, directora de la Escuela Argentina de Sommeliers


El mito gourmet
Nota madre:
Vino, Vidi, Vinci

Por Cecilia Sosa
Mondovino sobrevuela una pregunta reveladora y muy poco transitada por la filosofía y la sociología contemporáneas: qué bebemos, qué comemos y por qué. En su libro Meditaciones sobre el gusto. Vino, alimentación y cultura (Paidós), el sociólogo e investigador argentino Matías Bruera asegura que no hay dietas ni dietéticas inocentes y que la difusión del mito gourmet es la negación del problema del hambre. Además, prepara La Argentina fermentada, una historia del vino y los intelectuales argentinos.

¿Cómo empezaste a pensar estos temas?

–Durante bastante tiempo escribí en revistas gourmet como forma de supervivencia a la docencia universitaria. Pero un día salí a sacar la basura y alguien vino corriendo a buscarla. En Argentina los paladares se refinaron justo en el momento en el que la sociedad se partía en dos.

¿Cuál es la dietética de Mondovino?

–El debate que plantea no es nuevo, sólo que ahora parece centrarse en el vino. Lo más interesante es que en la lucha entre los supuestos críticos-conservadores de la cultura globalizadora y los ecuménicos o universalistas, nadie queda bien parado. Detrás de todos, siempre hay un interés económico. Mondovino no me parece más novedosa que el ensayo que escribe Roland Barthes sobre el vino en Mitologías, que muestra cómo el vino también es un producto de una expropiación. Esto es lo que trata de manera colateral Mondovino que también tiene un costado cínico: hay perros que comen quesos franceses y trabajadores a los que se les reprocha que malgasten las uvas.

¿Por qué es tan difícil pensar el vino como mercancía?

–En torno del vino hay una sensibilidad particular, casi utópica, tiene una dimensión cultural que concentra todas las mitologías y que limpia las costras de todos sus personajes. Pero, en definitiva, es una mercancía más, y una que produce millones y millones de dólares. Los norteamericanos no se podían quedar afuera de ese negocio.

La película muestra algo curioso: cómo los norteamericanos siempre se las arreglan para presentar su gusto como democracia.

–Sí, pero eso pasa en todos los ámbitos. George Steiner habla de “norteamericanización” de la cultura que en el mundo de la alimentación se estereotipa con la idea de la “Mcdonalización”, donde la hamburguesa y el ketchup parecerían funcionar como vehículos igualadores. Pero el asesor vitivinícola Michael Rolland de Mondovino no es diferente a Bill Gates. El tema es que él, asociado con la crítica, se transforma en un negocio redondo, a la vez que estigmatiza todo el libre juego de los sabores.

¿Es posible hablar de una “estandarización” del gusto?

–La modernidad ha pensado el gusto como un sentido inferior, como lo que no puede universalizarse. Kant ya decía que a diferencia del olfato que condena a todos, siempre podemos elegir qué tomar y qué comer. Por eso dice que el gusto ayuda a la convivencia. En realidad, el gusto es una idea absolutamente burguesa: da por hecho y por derecho que uno puede elegir. Al plantear la absoluta libertad de elección, anula la concepción primaria de la necesidad e instituye que el hambre es el gusto de los que no tienen para comer. Ninguna convivencia tal como la plantea Kant puede lograrse en un país donde la gente no come.

¿Cómo se combina la estandarización del gusto con esa especie de explosión del mundo gourmet?, ¿no son procesos contradictorios?

–El mito gourmet ha resuelto esa diferencia. Frente a la masificación de la comida, el gusto aparece como lo distintivo. Pero lo distintivo también se ha transformado en industria. Los chefs van a cocinar a locales de comida rápida. El mundo gourmet logra estandarizar el gusto. Dice que un vino tiene gusto a frutos salvajes, a madera, a tabaco. En Argentina hay un canal que transmite las 24 horas, decenas de publicaciones, clubes delvino y del buen vivir; y todo acontece cuando la mitad de la población deja de comer.

¿Qué consecuencias tiene la difusión del mundo gourmet?

–El mundo gourmet anula la posibilidad de pensar el hambre. El fetichismo del gusto esconde algo que el progresismo argentino no ha entendido del todo. Lo primero que se reclamó fue distribución, que la gente pueda comer. Está bien, pero hace perder de vista la dimensión productiva, más profunda a futuro. Argentina es un país alimentariamente dependiente. Sólo dos empresas multinacionales producen 41 millones de toneladas de soja cuando antes había 30 tipos de cereales distintos. Uno no tiene ni idea de qué está comiendo. Los pequeños-burgueses verán Mondovino y saldrán horrorizados por la globalización del vino. Pero más allá de la plata que haga Rolland, la verdad más terrible de Argentina es otra.

En La Argentina fermentada, tu libro que sale a fin de año, revisás la historia a través del vino, ¿por qué?

–Salvo Sarmiento nadie pensó a futuro en Argentina. El trajo el Malbec y dijo había que preocuparse por el vino. Que Estados Unidos iba a competir, pero que nosotros también podíamos. Es curioso, el escritor argentino más importante se llama Sar-miento: vástago de la vid.

“Los pequeños-burgueses verán Mondovino y saldrán horrorizados por la globalización del vino. Pero más allá de la plata que haga Rolland, la verdad más terrible de Argentina es otra. Sólo dos empresas multinacionales producen 41 millones de toneladas de soja cuando antes había 30 tipos de cereales distintos. Uno no tiene ni idea de qué está comiendo.” Matías Bruera

Entrevista Jonathan Nossiter, el director de Mondovino
El mundo es una uva
Nota madre:
Vino, Vidi, Vinci

Por Mariano Kairuz
“El décimo episodio de la versión extendida de Mondovino transcurre todo en Argentina”, cuenta Jonathan Nossiter por teléfono desde Río de Janeiro, donde actualmente vive y prepara sus próximos proyectos. Y aclara: “Y un poco en Brasil también, y dos minutos en Paraguay”. Nossiter se refiere al último capítulo de una miniserie que emitirá la televisión francesa y que editó en simultáneo con la película, que empezó como un proyecto de rodaje de dos o tres meses y terminó extendiéndose por cuatro años. “Hacer una película es una historia de amor. Y como en las historias de amor no hay un origen cierto; hay muchas raíces posibles que permiten que este amor crezca. Es el caso de Mondovino: yo estaba preparando otra ficción. No quería hacer un documental sobre el vino. Cuando empecé pensé en hacer una película pequeña, pero como el amor, creció sola. Porque los intercambios entre la cámara, los contextos y los lugares, y las personas fueron muy buenos, muy raros, interesantes. Es una cosa orgánica: fui poco a poco armando más viajes, y al cabo de cuatro años tenía una película, y luego una serie de diez horas.”

Usted dijo que Mondovino no es un documental sobre el vino, sino sobre otros temas relativos a la globalización. ¿Por qué decidió abordarlos desde el vino, en ese caso?

–Estoy bromeando un poquito, porque claramente se puede decir que en primer plano hay una visión del mundo del vino. Pero para mí, Mondovino no es un documental; es una película. La idea de una película didáctica con entrevistas no me interesa; para mí lo que hay en Mondovino no son entrevistas; yo hice una puesta en escena con las personas a las que filmé. Yo amo el vino y ya trabajé bastante en el mundo del vino, pero los discursos normales sobre el vino son insoportables. La cultura del vino, en la manera en la que hablan los críticos y los conocedores, para mí no es interesante; ellos exageran el placer del vino y yo no quise hacer eso. No sólo es snob; es peor: no tiene significado. Es una expresión de poder, de avance social, en cualquier país. Hoy es un discurso que forma parte de los sueños de personas con pretensiones sociales. El vino para mí no es interesante por eso, sino por la cultura que se revela detrás de su producción y distribución. En un momento comprendí qué era lo que me interesaba: los seres humanos, la complejidad de las culturas que forman parte del mundo del vino, la posibilidad de entender de las particularidades de cada cultura. Filmé en Argentina, Paraguay, Brasil, Estados Unidos, Francia, Italia. En general las películas se hacen en un par de lugares y con muchas restricciones; yo tenía una libertad total para viajar, para investigar y para encontrar personas muy poderosas que controlan económica y culturalmente el destino de mucha gente. Y al mismo tiempo filmar con personas muy simples, muy humildes.

También dijo que podría haber abordado los mismos temas a partir de la industria farmacéutica. ¿Lo consideró realmente?

–Sí, creo que estamos viviendo tiempos muy peligrosos. El peligro es la concentración de cada vez más poder, más recursos en manos de cada vez menos personas en todos los países. Lo que está ocurriendo en el mundo de la farmacéutica es lo mismo que está aconteciendo en el mundo del vino, el de la política, el del cine. Yo creo que es un nuevo fascismo, un fascismo “dulce”, que no se percibe como fascismo, porque está todo atrás. Pero como cineasta yo nunca podría filmar con libertad en el mundo de la producción farmacéutica, porque está muy protegido. En cambio, el mundodel vino se ve como una cosa simpática, linda, sin problemas, y se me abrieron todas las puertas. Creo que la estructura de engaños que existe en el mundo del vino es un espejo perfecto de cómo funciona la sociedad en general. Porque el vino siempre fue dos cosas: la agricultura, la relación con la tierra, con la naturaleza; y al mismo tiempo una expresión de poder, y una expresión cultural de gran pretensión.

¿Está de acuerdo con lo que dice Hubert de Montille en la película, sobre que “donde hay vino hay civilización”?

–El habla de la historia, de los mesopotámicos, los griegos y los romanos. El viñedo siempre fue para ellos una manera de establecer la civilización. Todo el vino, el alemán, el francés, el español, fue plantado por los romanos, desde su punto de vista, como un acto de civilización. No se sabe qué pensaban los franceses o los ibéricos de la época. Basta pensar en el décimo episodio de la serie Mondovino, que ocurre enteramente en Argentina: fui a Quilmes, en Cafayate, Salta. Allí en una época, los españoles pensaron que la plantación de viñedos fue un acto de civilización, pero para los indígenas no lo fue. Fue una expresión de civilización como poder. Entonces ¿qué quiere decir que “cuando hay vino hay civilización”? Hoy en Cafayate hay muchos productores de vino indígenas, pero al día de hoy no tienen los recursos para hacer el marketing y poder entrar en el mercado internacional. Hay amor, pero hay exclusión: hay posibilidades de su parte, pero una falta de posibilidades para ellos, es muy complejo. El vino como civilización es tan complejo como el tema de la Conquista.

Por la época en que estrenó la película en el festival de Cannes y más tarde en Estados Unidos, mucha gente que participó en ella se enojó con usted. ¿Qué fue de todas las amenazas de acciones legales que surgieron por ese entonces?

–No pasó nada. Porque todo lo que hay en la película es verdad. Yo no engañé a nadie. Las palabras, las situaciones son reales; nadie me pudo procesar, porque no cambié el sentido de lo que se dijo. Pero son personas muy poderosas que no están acostumbradas a ser vistas por un ojo escéptico, que las cuestione. En Italia, las dos familias más poderosas del vino, Antinori y Frescobaldi (que ahora tienen otros problemas legales), tienen un poder bastante mafioso y lograron disminuir el impacto de la película en Italia, con presiones a periodistas, y sobre la red de distribución. Pero no pudieron hacer nada legalmente, estoy limpio. Y en Estados Unidos fue muy violenta la reacción contra Mondovino. En Francia ha visto hasta hoy que hay una independencia entre la cultura y la política. Pero en los Estados Unidos, después de seis años de Bush, eso está terminado: no hay más independencia ni libertad. Y la película fue vista como una ataque contra el poder norteamericano. Como soy norteamericano, hubo mucha gente muy enojada, muchos periódicos me atacaron. Desde el San Francisco Chronicle, Los Angeles Times, New York Times; hubo muchos artículos atacando la película y atacándome a mí personalmente. Fue muy interesante; un poco brutal, pero muy interesante.

¿Cuáles fueron los argumentos de Parker y de Rolland cuando se enojaron con usted?

–Rolland dijo que yo había cambiado totalmente sus palabras. Mi respuesta fue muy simple: “Si eso fuera cierto –le dije–, tú me harías un juicio; no lo hiciste, lo cual prueba que no es cierto”. Además yo lo invité a ver todo lo que había filmado para mostrarle personalmente dónde había cambiado yo las intenciones. Y él le dijo a la prensa de muchos países que yo era un mentiroso, que cuando me había hablado mal de la gente de Longeduc, del sur francés, por ejemplo, lo había hecho en off; pero eso no es cierto, porque nosotros filmábamos todo el tiempo. Tanto Rolland como Parker están tan acostumbrados a que la prensa esté de su lado, que no esperan que alguien les haga preguntas sobre el abuso del poder. En elsite de Parker hay doscientas páginas que denuncian a la película, y que durante un tiempo me tildaron de nazi y luego de comunista: ¡un extremista de derecha y de izquierda!

¿Volvió a verlos desde el estreno de la película?

–Sí, y fue muy interesante el primer encuentro con Rolland, cuando vio la película por primera vez. Estaba muy confundido. En aquel momento yo sentía cierta simpatía por él. En su rostro tenía una confusión, yo creo, existencial. Sentí compasión por él. Una periodista dijo que tenía la impresión de que Rolland se estaba viendo en un espejo por primera vez en su vida. Luego esta fase de confusión existencial pasó. El tiene muchos recursos, millones de dólares, muchas sociedades con compañías por todo el mundo, y tiene con qué defender sus intereses.

Usted dijo también que le parece que la situación que se está viviendo ahora arranca en los años ‘80, y en varios momentos de Mondovino la cámara enfoca las fotos de Reagan y otros personajes que remiten a aquella época, y que están colgadas en las oficinas de algunos de sus entrevistados.

–Yo creo que las verdades políticas que sentí salieron de la experiencia de filmar Mondovino. Espero que el montaje sea una reflexión de esos cuatro, cinco años que duró la experiencia. Y sí, creo que los años ‘80 fueron muy importantes, al marcar la dirección política, económica, social y cultural de Occidente. Creo que Thatcher y Reagan fueron revolucionarios. Súper peligrosos. Después de cuarenta años de posguerra, de sociedades democráticas buscando un equilibrio social y económico, un respeto individual; no digo que fueran tiempos maravillosos, pero había en Europa y en Norteamérica un contrato con la gente que con Thatcher y Reagan se rompió; y se abrieron las puertas para una concentración de recursos, de riqueza, inimaginables, destruyeron todas las leyes que protegían a las personas. Fue una destrucción también de la diversidad cultural, se homogeneizaron, se estandarizaron todos los productos, también los culturales. Todas las personas que están destruyendo el mundo del vino hoy –Rolland, Parker, Antinori, Lafite-Rotschild, Mondavi no existe más, pero las personas que tienen el poder en Napa–, todos empezaron en los años ‘80; el éxito de todos ellos está ligado a esa época; es increíble.

¿Cómo llegó a la parte latinoamericana de la película?

–Yo creo que es un poco el futuro del vino. No en el sentido económico, sino en uno existencial. Porque aquí se dan todas las posibilidades, entre Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, todos los futuros posibles. No hay duda de que la Argentina tiene la historia más rica de producción de vinos, los terruños más diversos; hasta hoy, al menos, hay una historia de más de cuatrocientos años. Yo he tenido la satisfacción, el placer, de conocer los vinos argentinos de los años ‘60, ‘70, ‘80 y lo que está ocurriendo en Argentina es muy interesante, porque no hay dudas de que técnicamente, gracias a sus ventas internacionales, ha avanzado mucho en los últimos quince años. Pero es imposible no reconocer que la mayoría de los vinos son hoy muy parecidos; no solo unos a otros, sino también muy parecidos a los vinos americanos, chilenos, sudafricanos, italianos. Es un juego económico. Creo que nadie quería decir “estoy destruyendo la cultura”, sino que la mayoría de la gente busca procurar cosas buenas para sí, pero están viviendo un momento de presión económica y cultural muy fuerte. Casi no hay diferencia entre el marketing y los periodistas del vino.

Rolland es tal vez la persona más importante del presente y del futuro del vino argentino. Está trabajando con quince bodegueros diferentes. No sólo con los Etchart (que aparecen al final de la película); el proyecto con ellos es pequeño. El es asesor y partner de muchas bodegas en Mendoza muy poderosas. Con Parker están cambiando totalmente el vino argentino. Y si nadie reacciona, el vino argentino en pocos años no tendrá nada de argentino. Perderá toda su identidad. Será igual que los vinos de Napa, deSudáfrica del Sur, de Australia, de todo el mundo. Creo que es una lástima, que no haya una reacción, una resistencia contra esta homogeneización.

¿Qué le pareció la película Entre copas?

–Creo que es lo opuesto a Mondovino. Es una expresión de la cultura de Hollywood, del poder americano. Muy bien hecho, eh. No estoy diciendo que sea una mierda. Pero políticamente para mí es una expresión pura del punto de vista hollywoodense del americanocentrismo. Mondovino está intentando entender la posición de los norteamericanos dentro de un mundo más grande.

Por ahí se puede leer que usted filmó parte de Mondovino borracho...

–Es un chiste, porque la película está filmada de una manera muy particular. Hay un placer en sus imágenes, una sensación de descubrimiento, una libertad, una espontaneidad, que para algunas personas es intolerable; para ellas es una cámara amateur, mal hecha, una “cámara con cocaína”, así que hice un chiste sobre eso. Pero es cierto que cuando filmaba tomé vino. Aunque fue lo mismo cuando hice Sunday, que es una película clásica, en 35 mm, con poco movimiento de cámara; en esa también me gustaba tomar vino durante el rodaje.

“La cultura del vino, en la manera en la que hablan los críticos y los conocedores, no es interesante. Exageran el placer del vino. No sólo es snob; es peor: no tiene sentido. Es una expresión de poder, de avance social, en cualquier país. Hoy es un discurso que forma parte de los sueños de personas con pretensiones sociales.”

Jonathan Nossiter, director de Mondovino

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