AJÍ EUROPA

Un miembro de una raza al que le toca vivir en un ambiente distinto termina por adaptarse y generar características que hacen que sobreviva más cómodamente en ese ambiente. No somos negros, blancos o achinados por casualidad sino por adaptación.


En el mundo vegetal sucede igual y por eso hay tantos ecotipos para una misma especie. Uno suele pensar en el hinojo como “el hinojo” pero en realidad hay muchas variedades (Florencia, Armo, Carmo, Pollux, Genio…) y cada uno surgió porque es el que mejor prospera en las condiciones de suelo, nutrientes, clima y altitud en las que ha nacido.


La mano humana influye mucho en este proceso, conocido como la domesticación de semillas. La razón es simple: si nacen dos plantas de una misma especie, una vigorosa y otra débil, lo lógico es guardar las semillas de la que prosperó mejor. Este proceso de selección a la larga culmina con plantas que resultan ideales para un clima, suelo y región específicos.

 

Este proceso puede verse también a la inversa. Una semilla que funciona muy bien en un lugar produce una planta fatal si se planta en otro lugar.


Como hablamos del mundo comestible, hablamos del mundo cultural ya que uno no existe sin el otro. Hablar de lo comestible es hablar de ritos de consumo (por ejemplo, solo en navidad), estaciones de aparición (por ejemplo, el festival de algo cuando lo hay), de gustos (por ejemplo, más o menos picante), de historia del pueblo al que perteneces, y así un larguísimo etcétera de una simbiosis entre alimentación e identidad.


Esa identidad puede ser maravillosamente sutil como lo es en el caso del ají dulce venezolano. Por una parte, es unificadora ya que todos nos sentimos hijos del ají dulce y por otra parte es diferenciadora porque cada pueblo cierra filas alrededor de su tipo de ají dulce (he escrito varias veces sobre el ají dulce y al final de este artículo dejo links de ellos) y esa es la razón de las divertidas peleas entre cocineros cuando afirman que el ají dulce de su región es el mejor. Semilla a semilla los pueblos de Venezuela han ido creando el ají dulce margariteño, el jobito, el rosita, el pepón o el llanerón. Todos ají dulces pero muy distintos entre sí en cuanto a sabor, picor leve, aroma, tamaño, forma, método de cosecha o kilos por hectárea.


Como hemos afirmado, existe una simbiosis: una persona de la región de Sucre puede considerarse hija del ají jobito, y este, a su vez, hijo de los sucrenses. Eres criado con ese aroma y si en algún momento tienes que cocinar uno de tus platos tradicionales con otro ají, sentirás que es venezolano, pero no de tu región porque no sabe igual.


¿Pero que sucede cuando vives en una región en donde no se produce un ingrediente que hasta entonces era parte de tu cultura? En esos casos se activa una forma muy poderosa de identidad que es la nostalgia y aparece una de las características más fascinantes de los humanos: la testarudez.


En lugar de adaptarse a comer aquello que se produce de forma ideal en los suelos y condiciones climáticas de su nuevo hogar, los humanos se empecinan en forzar ese ambiente hasta torcerle el brazo y sustituyen cultivos. En donde se sembraba maíz comienzan a sembrar el forastero trigo y en donde se sembraba alcachofa comienzan a sembrar ají dulce.


Esa torcedura de brazo no se logra sin que haya una pelea dura y prolongada. El agricultor nostálgico siembra semillas de ají dulce y el país lo castiga con la llegada del invierno que hace que se caigan las flores, hasta que el agricultor a fuerza de tantear descubre la mejor época para sembrar, pero en ese momento el suelo lo castiga con unos frutos penosos y raquíticos. Luego el agricultor descubre como alimentar ese suelo para que sea el alimento ideal de sus plantas y el suelo que no quiere dejarse vencer hace que produzcan unos robustos ajíes, pero picantes. Cuando el agricultor cree haber ganado la batalla descubre con desazón que ha vencido a medias porque el kilo de producto resulta tan costoso que es invendible.


Y sigue este forcejeo hasta que la nostalgia vence con su fuerza arrolladora. En ese momento ha nacido una nueva fruta con un nuevo tipo de catacterísticas, con semillas que darán plantas malas en cualquier otro lugar. Comienza a expandirse la canopia de aromas y al conjunto de los llanerón o margariteño, se empiezan a sumar el napolitano, el malagueño, el valenciano, el romano o el ají dulce vasco.


El guiso de este nuevo hermano será siempre un guiso a medias para el nostálgico porque nunca sabrá igual, así como el ejemplo del guiso sin ají jobito planteado algunos párrafos atrás. Pero el tiempo es feroz y con el llega la costumbre y el olvido. Llega un momento en el que ya no recuerdas bien el sabor del ají que dejaste atrás y que te vas inclinando hacia este nuevo amor.


Probablemente estos nostálgicos si prueban un guiso con el ají dulce original (por ejemplo, en un viaje a su país) recuerden viejos momentos hasta con envidia, pero con sus hijos será totalmente distinto. Estos hijos han crecido con los aromas del ají dulce Europa y será ese el que los convierte en pueblo, en comunidad. Para ellos el aroma de un ají dulce margariteño siempre será foráneo e inclusive el uso que le darán a esos ajíes será distinto porque se usarán también en recetas tradicionales de los lugares en donde se han criado.


Aún no se ha clasificado al ají dulce europeo, ya que el éxito en la producción de ecotipos europeos es reciente, con menos de un quinquenio, pero llegará.


Cuando los pueblos emigran no parten su corazón en dos pedazos, más bien lo estiran. Ese olor que nos define ha comenzado a estirarse y será espectacular ser testigos de las conclusiones que sociólogos, botánicos y cocineros con sus recetarios irán contando.

____________

Otros escritos sobre el ají dulce.

Mi perfume

Ají dulce: el olor de mi país

Un hombre abraza ají dulce

Comentarios

Entradas populares de este blog

2019, EL AÑO EN QUE TODO CAMBIÓ

DE LO RAZONABLE: ¿ES NEGOCIO UNA AREPERA?

PASTA CON CARAOTAS