¿SERÁ QUE HAY UN PARAÍSO PARA LOS COCINEROS?

Dejemos volar libre la imaginación un rato, fantaseemos. Imaginemos que los cocineros poseen un rincón del paraíso en donde son esperados como premio. Imaginemos inclusive un poco más. Imaginemos que ese lugar se puede habitar en vida … o en sueños-vida, que no es lo mismo pero es igual ¿Qué ha de tener un lugar así?: ¡exageremos!, hoy está permitido.

Es un lugar en donde indudablemente el oficio de cocinero es el más prestigioso de todos. Es más, son ellos (y su labor) los que logran el prestigio envidiado de ese pedacito de cielo. El uniforme que portan los del oficio es respetado a tal punto, que el día de la fiesta más importante del año para la ciudad, no menos de 20.000 de sus habitantes deciden vestirse de cocineros para celebrar. Ya lo comenté antes, está permitido exagerar.

Por ser una ciudad diseñada a imagen y semejanza de las pasiones de los que cocinan, es pequeña para que todos se conozcan y obviamente es una ciudad llena de bares. Bares en los que para los turistas se venden también libros. Obviamente los que han escrito … ¡los cocineros! En una ciudad así, al tomar un taxi, la gente como es lógico especifica a donde va. Como es una ciudad moderna, los taxis se guían por pantallas con localizador satelital que muestran un mapa especificando el destino … excepto si la dirección es el restaurante de un cocinero. En ese caso el taxista apaga displicente el tecnológico adminículo. Sería un insulto no saber de memoria la dirección de los restaurantes de los moradores que a bien se han ganado este pedacito del cielo.

Es una ciudad en la que no todo el mundo es cocinero. Un hipotético cocinero nacido en nuestro fantasioso lugar diría con razón que se necesitan obreros que hagan calles que vayan a los restaurantes, arquitectos que diseñen restaurantes o artesanos que sepan trabajar bien el hierro para poder hacer las manillas de las puertas de los restaurantes. Ya que no nos hemos constreñido en este escrito surrealista, permitamos una licencia final. Cuando a un extranjero visitante se le muestra la catedral de la ciudad, antes de pasar a los rigores históricos y de construcción, se le explica que la importancia del lugar es tan inmensa que seguramente allí velarán cuando muera al cocinero más importante de la ciudad.

Imaginemos que la ciudad existe. Imaginemos que se llama Donostia … o San Sebastián porque es un lugar tan irreal que necesita dos nombres.

DONOSTIA

San Sebastián, como se le conoce cuando no es nombrada con su materna lengua vasca, es una ciudad de 180.000 habitantes y no he exagerado un ápice cuando la describí “hipotéticamente” en los párrafos anteriores. No en vano es el lugar del mundo que posee más estrellas Michelin (máxima calificación posible para un restaurante) por metro cuadrado. Luego de Islandia y Noruega, el país vasco es el lugar con los índices de calidad de vida más grandes que hay en la tierra. Es la ciudad del colectivo y de la confianza, representados en sus dos lugares de reunión emblemáticos: Las sidrerías y los bares de pintxos. Los primeros son enormes espacios adosados a los lugares en los que se produce un famoso vino de manzana con grado alcohólico de cerveza que envuelve la atmósfera con increíble olor. En ellos se paga una cantidad fija de dinero por concepto de entrada y a partir de ese momento los clientes pueden servirse la cantidad de sidra que deseen, desde enormes barricas que cargan un promedio de 10.000 litros cada una. Servida la sidra, la gente se sienta en larguísimas mesas colectivas a comer carne y tortilla de bacalao hasta el amanecer. Por otro lado, los incontables bares de pintxos, a veces uno al lado del otro, representan la marca y el verdadero carácter solidario de los vascos. Son lugares con anchas barras en las que permanentemente están expuestos platos con diferentes tipos de tapas que en lengua vasca se conocen como pintxos. Allí luego de pedir vino o “caña” (cerveza), se come de pié tomado cada vez que se desee un pintxo y botando servilletas, cigarros y palillos al piso. Cuando toca la hora de pagar, el cliente se acerca al hombre de la barra y le dice a voz de cuello lo que ha consumido ¡jamás cruza por la mente de un vasco engañar al dueño!

La cultura gastronómica de cualquier morador común de Donostia abruma. Sus moradores reconocen la diferencia entre un jamón ibérico de bellota cortado al momento con cuchillo y uno cortado en rebanadora sólo por el sabor quemado que la segunda con su velocidad de artefacto eléctrico le produce a la grasa. Ha contribuido a este conocimiento el diminuto tamaño de la ciudad que hace que todo el mundo almuerce (y cocine) en su casa. De hecho las neveras son considerablemente más pequeñas que las nuestras porque todo el mundo compra en los mercados lo del día.

Cual meca para quienes profesan la religión musulmana, visité dos lugares necesarios (la famosísima escuela de cocina de Luis Iriza y el restaurante Mugaritz del chef Andoni) y para mi orgullo encontré que en la escuela el profesor principal es venezolano y en Mugaritz el somellier también lo es.

Si usted conoce a Donostia y lo que ésta ha implicado para el mundo de la cocina, posiblemente se esté preguntando porque aun no he nombrado a Arzak. No lo he nombrado porque necesito terminar de asimilar todo lo que ese monstruo de la cocina me removió, para entregárselos el próximo Domingo ¡Agur!

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