MANO-MUÑECA-ANTEBRAZO (EL ARTESANO DE RICHARD SENNET)


MANO-MUÑECA-ANTEBRAZO
(Parte del capítulo "OFICIO" del libro "EL ARTESANO" de Richard Sennet).
La lección de la fuerza mínima.

Para entender qué es la fuerza mínima, observemos otro tipo de trabajo manual cualificado, la mano del cocinero.
Los arqueólogos han encontrado piedras afiladas de unos dos millones y medio de años de antigüedad que se usaban para cortar; los cuchillos de bronce datan de al menos seis mil años, y el hierro martillado, de tres mil quinientos[177]. El hierro en bruto era más simple de fundir que el bronce y produjo una mejora en los cuchillos, porque facilitó su afilado. Los cuchillos de acero templado de nuestros días satisfacen por completo esta exigencia. El cuchillo, observa el sociólogo Norbert Elias, ha sido siempre «un instrumento peligroso…, un arma de ataque», que todas las culturas deben rodear de tabúes en tiempos de paz, sobre todo cuando se utiliza con fines domésticos[178]. Así, cuando ponemos la mesa, colocamos el cuchillo con su borde afilado hacia dentro y no hacia fuera, lo que podría constituir un peligro para nuestro vecino.
Dado su peligro potencial, el cuchillo y su uso han sido simbólicamente asociados al autocontrol. Por ejemplo, C. Calviac, en su tratado Civilité, de 1360, aconseja a una persona joven «cortar la carne en trozos muy pequeños sobre la tabla de cortar» y llevársela luego a la boca «con la mano derecha… solamente con tres dedos». Este comportamiento sustituye un uso previo del cuchillo a modo de lanza para sostener grandes trozos de alimento de tal modo que la boca pudiera morderlos. Calviac criticaba esa manera de comer, no sólo por la probabilidad de que los jugos se escurrieran por el mentón o por el riesgo de tragar mocos y fluidos nasales, sino también porque no enviaba señal alguna de autodominio[179].
En la mesa china, los palillos reemplazaron hace miles de años al cuchillo como símbolo de apacibilidad; su uso permite comer pequeñas piezas de alimento de la manera higiénica y disciplinada que Calviac recomendaba hace sólo cinco siglos. El problema del artesano chino residía en ofrecer comida que se pudiera consumir mejor con los apacibles palillos que con el bárbaro cuchillo. En parte, la solución está en que, si bien la punta afilada del cuchillo es importante en cuanto instrumento de matar, lo que más interesa como herramienta de cocina es el borde de la hoja. Cuando China entró en la era del hierro martillado, en la dinastía Chou, hicieron su aparición los cuchillos especializados, pensados exclusivamente para cocinar, en particular la cuchilla de carnicero, con su borde afiladísimo y la punta cuadrada.
En China, desde la dinastía de Chou hasta hace poco, el chef de cuchilla se sentía orgulloso de utilizar este instrumento como herramienta multiuso, para trocear carne, cortarla en lonchas o picarla (hsiao, tsu o hui), mientras que los cocineros menos hábiles recurrían a cuchillos distintos para cada tarea. El Chuang-tzu, un temprano texto taoísta, elogiaba al cocinero Ting, que usaba la cuchilla para buscar «los huecos en las articulaciones», fina disección que aseguraba que los dientes humanos pudieran alcanzar toda la carne comestible de un animal[180]. El chef de cuchilla buscaba precisión cuando cortaba el pescado en rodajas y los vegetales en dados, con lo que aumentaba su aprovechamiento comestible; y cortaba carne y verduras en trozos de tamaño parecido para poder cocinarlas de modo más homogéneo en una sola olla. El secreto que hacía posible esos objetivos era el cálculo de la fuerza mínima, mediante la técnica de dejar caer y soltar.
La antigua técnica de la cuchilla se basaba en el mismo tipo de opción que tiene hoy un carpintero no profesional a la hora de clavar un clavo en la madera. Una opción es poner el pulgar contra el mango del martillo para dirigir la herramienta; toda la fuerza del golpe viene de la muñeca. La alternativa es rodear el mango con el pulgar; en este caso, el antebrazo entero puede proporcionar fuerza. Si el carpintero aficionado elige esta alternativa, incrementará la fuerza bruta del golpe, pero también correrá el riesgo de perder precisión. El antiguo jefe de cuchilla chino optaba por la segunda posición, pero desarrolló otra manera de usar la combinación de antebrazo, mano y cuchilla para cortar el alimento con precisión. En lugar de lanzar un martillazo, guiaba desde la articulación del codo la combinación de antebrazo, mano y cuchilla de tal modo que el filo cayera sobre el alimento; en el momento en que el filo tomaba contacto con éste, los músculos del antebrazo se contraían para aliviar la presión posterior.
Recuérdese que el chef sostiene la cuchilla con el pulgar rodeando el mango; el antebrazo hace las veces de extensión del mango, con el codo como pivote. En el caso mínimo, el peso de la cuchilla que cae será la única fuente de fuerza, que cortará suavemente el alimento sin aplastarlo, como si el chef tocara pianissimo. Pero puede que el alimento crudo sea más duro; en ese caso, el cocinero tendrá que aplicar más presión desde el codo para crear, por así decirlo, un forte culinario. Sin embargo, al picar alimentos, como al tocar acordes, la línea básica de control físico, el punto de partida, es el cálculo y la aplicación de la fuerza mínima. El cocinero, más que aumentar la presión, la reduce; el cuidado del chef por no dañar los materiales lo ha entrenado para ello. Un vegetal aplastado es irrecuperable, pero una pieza de carne que no se ha cortado puede salvarse mediante la repetición de un golpe ligeramente más fuerte.
La idea de la utilización de la fuerza mínima como línea básica de autocontrol se expresa en el consejo apócrifo, aunque perfectamente lógico, que se daba en la antigua cocina china: lo primero que debe aprender el buen cocinero es a cortar con la cuchilla un grano de arroz hervido.
Antes de ocuparnos de las implicaciones de esta regla del oficio tenemos que entender mejor un corolario físico de la fuerza mínima: la liberación. Si el cocinero o el carpintero sujetan con fuerza la cuchilla o el martillo una vez asestado el golpe, impiden el rebote de la herramienta. La tensión se dará a lo largo del antebrazo. Por razones fisiológicas que aún no están del todo claras, la capacidad de retirar fuerza en la pequeña fracción de segundo posterior a su aplicación también contribuye a la mayor precisión del gesto; la puntería mejora. De la misma manera, cuando se toca el piano, la capacidad para liberar una tecla se integra en un único movimiento con la presión de la misma, presión que debe cesar en el momento del contacto para que los dedos se muevan fácil y rápidamente a otras teclas. En la ejecución de instrumentos de cuerda, cuando se va a un nuevo sonido, la mano sólo puede realizar limpiamente el movimiento retirándose, un fragmento de segundo antes, de la cuerda que acaba de presionar. Por esta razón es más difícil producir un sonido claro y suave que ejecutar una serie de notas de gran volumen sonoro. El bateo del criquet o del béisbol requiere la misma destreza en la liberación.
En el movimiento de mano-muñeca-antebrazo, la prehensión desempeña un papel importante en la liberación de la presión. El brazo en su conjunto realiza la misma clase de anticipación que para coger una copa, pero a la inversa. Incluso cuando el golpe está a punto de producirse, el brazo entero se prepara, en una fracción de segundo antes del contacto, para el paso siguiente, el de soltar. La estimación de los objetos que describe Raymond Tallis tiene lugar en este paso, cuando el brazo en su conjunto deshace la tensión propia de la prensión y la sujeción del martillo o la cuchilla gana soltura.
Así, el «cortar a cuchilla un grano de arroz» representa dos reglas corporales íntimamente conectadas: la de establecer la línea básica de energía mínima necesaria, y la de aprender a dejar ir, o soltar. Desde el punto de vista técnico, se trata aquí del control del movimiento, pero el proceso está lleno de implicaciones humanas, con las que los antiguos autores chinos de arte culinario estaban compenetrados. El Chuang-tzu aconseja no comportarse en la cocina como un guerrero. De ello extrae el taoísmo una ética más amplia para el Homo faber: la del carácter contraproducente de un tratamiento agresivo, adverso, de los materiales naturales. Más tarde, en Japón, el budismo zen se inspiró en esta herencia para explorar la ética del dejar ir, encarnada en el tiro con arco. Desde el punto de vista físico, este deporte se centra en liberar de tensión la cuerda del arco. Los autores de zen evocan la ausencia de agresión física, la calma espiritual que debería presidir este momento; este marco mental es necesario para que el arquero pueda dar con precisión en la diana[181].
En las sociedades occidentales, el uso del cuchillo también sirvió como símbolo cultural de agresión mínima. Norbert Elias descubrió que los europeos de la temprana Edad Media consideraban los peligros del cuchillo de modo más bien pragmático. Lo que Elias llama «proceso civilizador» comenzó cuando el cuchillo adquirió mayor importancia simbólica y se convirtió para la mente colectiva en evocación de los males de la violencia espontánea y al mismo tiempo en remedio para esa violencia. «La sociedad, que en esa época comenzaba… a limitar los peligros reales que amenazaban a la gente…, establecía también una barrera en torno a los símbolos —observa Elias—. Así fue como, junto con las coerciones sobre los individuos, se incrementaron las restricciones y las prohibiciones en relación con el cuchillo»[182]. Con estas palabras se refiere, por ejemplo, al hecho de que en 1400 las peleas a cuchillo tal vez fueran un acontecimiento normal en una cena festiva, pero que hacia 1600 estos estallidos de violencia estaban muy mal vistos. O a que en 1600 un hombre que se encontraba con un extraño en la calle no se llevara automáticamente la mano a la empuñadura de su arma.
Una persona «bien educada» disciplinaba el cuerpo en las necesidades biológicas más elementales, a diferencia de los toscos campesinos, a quienes se tenía por «marranos» —en nuestro lenguaje coloquial— que se tiraban pedos sin ningún control o se limpiaban los mocos con las mangas. Una consecuencia del autocontrol fue el alivio de la tensión agresiva. El trabajo de picar que realiza el chef hace más comprensible esta proposición quijotesca: el autocontrol corre parejo a la facilidad, a la comodidad.
Al examinar el surgimiento de la sociedad cortesana en el siglo XVII, Elias se sorprendió de la manera en que este paralelismo había llegado a definir al aristócrata amable como agradable para con los demás y dueño de sí mismo; una de las habilidades sociales del aristócrata era comer correctamente. Esta señal de buenos modales en la mesa sólo resultaba posible porque en la sociedad educada los riesgos de violencia física y las peligrosas habilidades asociadas al cuchillo estaban en retirada. En el surgimiento de la vida burguesa en el siglo XVIII, el código bajó un peldaño en la escala social y volvió a cambiar de naturaleza; la capacidad de autocontrol se convirtió en señal de la «naturalidad» que celebraban los filósofos. La mesa y sus modales seguían siendo piedra de toque de distinción social. Por ejemplo, la clase media observaba la regla de que sólo se debía cortar con cuchillo el alimento que no se pudiera trocear o partir en lonchas con el borde más delicado, pero romo, de un tenedor, y despreciaba a las capas sociales inferiores por utilizar el cuchillo a modo de lanza.
Elias es un admirable historiador, pero se equivoca, creo, como analista de la vida social que con tanta vivacidad describe. Trata la conducta civilizada como un barniz que oculta una experiencia personal más sólida: la vergüenza, auténtico elemento catalizador de la autodisciplina. Sus historias acerca de sonarse las narices, ventosear y orinar en público, lo mismo que acerca de la evolución de las costumbres en la mesa, tienen todas origen en la vergüenza de las funciones corporales naturales, de su expresión espontánea; el «proceso civilizador» inhibe la espontaneidad. A Elias la vergüenza le parece un sentimiento dirigido hacia dentro; «La ansiedad que llamamos "vergüenza" es densamente velada a la vista de los demás…, nunca se expresa directamente en gestos ruidosos… Es un conflicto en el seno de la propia personalidad: uno se reconoce inferior»[183].
Esto, que desentona si se aplica a la aristocracia, no resulta tan chocante en relación con las costumbres de la clase media. Sin embargo, esta explicación no puede aplicarse en absoluto a la comodidad o el autocontrol que busca el artesano; en su caso, no es la vergüenza el motivo del aprendizaje de la fuerza mínima y la liberación. Desde el punto de vista estrictamente físico, no puede ser ése el impulso que lo mueve. Es cierto que hay una fisiología de la vergüenza y que esta fisiología es mensurable en la tensión muscular del estómago y de los brazos; vergüenza, ansiedad y tensión muscular forman una trinidad non sancta en el organismo humano. La fisiología de la vergüenza cancelaría la libertad de movimiento físico que un artesano necesita para trabajar. La tensión muscular es muy negativa para el autocontrol físico. En términos positivos, cuando los músculos se desarrollan, tanto en volumen como en definición, los reflejos que los ponen en tensión se hacen menos pronunciados; la actividad física se vuelve más suave, menos espasmódica. Esta es la razón por la cual las personas con cuerpos físicamente fuertes calibran mejor la fuerza mínima que las personas con cuerpos débiles; se ha desarrollado un gradiente de fuerza muscular. Los músculos bien desarrollados en el cuerpo también son más capaces de relajarse. Mantienen la forma aun cuando se dejen ir. Desde el punto de vista mental, el artesano de la palabra no podría explorar éstas ni emplearlas bien si estuviera embargado por la ansiedad.
Para ser justos con Elias, podemos imaginar dos dimensiones del autocontrol: una de ellas es una superficie bajo la cual subyace el desasosiego personal; la otra, una realidad cómoda consigo misma, tanto física como mentalmente, una realidad que sirve al desarrollo de la destreza manual del artesano. Esta segunda dimensión conlleva su propia implicación social.
La estrategia militar y diplomática debe evaluar constantemente grados de fuerza bruta. Los estrategas que utilizaron la bomba atómica decidieron que se necesitaba una fuerza abrumadora para lograr la rendición de los japoneses. En la estrategia militar actual de Estados Unidos, la «doctrina Powell» propone la acumulación de una cantidad intimidatoria de soldados sobre el terreno, mientras que la doctrina de «conmoción y pavor» sustituye los hombres por tecnología: una masiva acumulación de misiles robóticos y bombas guiadas por láser, que se arrojan de una sola vez contra un enemigo[184]. El enfoque alternativo ha sido propuesto por el politólogo y diplomático Joseph Nye con el apodo «poder blando»; se parece más a la manera en que trabajaría el artesano hábil. En la coordinación manual, el problema gira en torno a las desigualdades de fuerza; trabajando juntas, las manos desiguales subsanan la debilidad. Asociado a la distensión, el poder moderado del artesano da un paso más. La combinación proporciona autocontrol al cuerpo del artesano y hace posible la precisión de la acción; en el trabajo manual, la fuerza ciega, bruta, es contraproducente. Todos estos ingredientes —cooperación con el débil, contención de la fuerza, liberación después del ataque— están presentes en el «poder blando»; además, esta doctrina trata de trascender la contraproducente fuerza ciega. He aquí un oficio integrado en el «arte de gobernar».

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