Hace 25 años


Gabriel García Márquez se ganaba el Premio Nóbel de Literatura y La Casa de los Espíritus de Isabel Allende, veía por primera vez los anaqueles. Científicos de Stanford afirmaban haber logrado un monopolo magnético. Las Islas Malvinas eran invadidas. Fallecían Carl Orff y Fasbinder Se estrenaba a nivel mundial la película Blade Runner. Nombres que me han acompañado por un cuarto de siglo. Nombres que palidecen ante el de un señor de porte y ademanes decididos, que en ese momento se aprestaba a tomar un avión rumbo a Cataluña, una vez agotados los esfuerzos de tocar puertas nacionales.

Hace 25 años él se presentó ante una imprenta con un pesado legajo de hojas escritas a máquina, celosamente retenidas durante el viaje. Con la candidez que sólo puede dar el desconocimiento técnico preguntó: ¿cuánto cuesta hacer un libro? La experiencia le haría entender que ese premonitorio “costar” no se refería únicamente a dinero, sino también a un esfuerzo impensable. Abandonó la oficina del editor dejando la orden para que se editaran y le enviaran a casa 5000 ejemplares. Resulta fácil imaginar la sonrisa de sorna ibérica que debió dejar tras de si un capricho, que a todas luces, se veía como un acto más del cotidiano mágico de las repúblicas bananeras: ¡5000 libros con más de medio millar de páginas cada uno, sin fotos, con un tema poco atractivo, pagados con chequera propia y para un país que nunca hacía ediciones de más de 1000! ¡Válgame Díos, Latinoamérica da para todo! ¿Cómo explicarle a ese editor que 5000 era el número mínimo para que el precio de venta de cada libro estuviese en las posibilidades de sus coterráneos, si éste se vendía al costo? Ganancia ni siquiera era una palabra a tentar.
Él llegó a casa y se deleitó oliendo hojas fallidas escritas a mano o a máquina o ambas cosas, que en dos enormes escaparates resumían más de una década de trabajo. El tiempo de la nostalgia habría de ser breve porque pronto el mar estaría entregando 5000 libros recién editados y sólo, cuando tuvo frente a sí, el descomunal volumen que sumaban, entendió los ojos asombrados del español ante el inusitado pedido casero. Vendrían verdades duras que se resumían en las comisiones que cobraban distribuidores y librerías. Sumarle esos costos al precio de venta hubiese sido volverlo un objeto prohibido, así que mantuvo el precio resultante del costo de edición y pagó nuevamente de su bolsillo las comisiones. Quince días después de haberse colocado, el poco atractivo libro de portada monocolor, sin ningún tipo de publicidad en las librerías, , ya era obvio que un tiraje de 5000 ejemplares había resultado una grosera subestimación, más si entendemos que en el último cuarto de siglo se han vendido en promedio 17 por día. Dos meses después, la imprenta se aprestaba para una nueva andanada frenética de impresión de libros de cocina venezolana. Esta vez eran 15 mil y ese número habría de derrumbar décadas de conocimiento de mercado editorial. Hace 25 años cada vez que un venezolano compraba MI COCINA de Armando Scannone, no podía imaginarse que literalmente estaba recibiendo un regalo del autor. Nada pudo ser predecible desde entonces, comenzando por los mismos compradores. Jóvenes, ¡eran jóvenes! Muchachos de 20 años, cuando mucho 30, leyéndose con goce páginas y páginas de recetas tradicionales venezolanas.

Son muchas las páginas que se han escrito y se escribirán para entender el fenómeno de MI COCINA. Mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre la precisión milimétrica de sus explicaciones ¿Pero porqué jóvenes?
Debemos entender que la generación de nacidos en Venezuela en las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX, es muy particular: son los hijos de las primeras madres profesionales de Venezuela. Son los hijos que no comían criollo en casa todos los días sino en ocasiones especiales. Son los hijos que no hicieron hallacas en Navidad. Son lo hijos que sin saberlo, conscientemente entendían que algo profundo les había sido arrancado. Son las decenas de miles de estudiantes de Fundayacucho a los que el libro los mantuvo sembrados a nuestro país en tierras sin restaurantes venezolanos y con mesas de noche que no tenían recetas manuscritas por la mamá. Ellos, esos hijos, se lanzaron hacia el libro porque el libro los explicaba. Cada aroma que emanaba de esas páginas los reconciliaba con un gentilicio y los acercaba a una abuela. Cada instrucción de un asado negro fue primero esbozo milimétrico y con los años sutileza atrapada que se encargarían de transmitir, ahora si cargados de sapiencia, a sus hijos. Hubo un cortocircuito y Don Armando con su libro reconectó. Dijo él en su momento que lo había hecho por egoísmo, para asegurar que cada día comería tan bien como en su infancia ¡Egoísta se nombró quien lo entregó todo! … y más.

Hace 25 años, primero uno, luego, dos, luego cinco, luego mil hasta llegar a varios de cientos de miles, comenzamos a empujar dos pesadas puertas. Una vez abiertas de par en par, Don Armando las franqueó y entró de lleno en la historia.

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