¿Es de queso la Luna?

Quereme así piantao, piantao, piantao
Trepáte a esta ternura de locos que hay en mí
Ponéte esta peluca de alondras y volá
¡Volá conmigo ya¡, ¡vení, volá, vení!

A. Piazzolla

Gente extraña los cocineros, eso somos: gente extraña. Todo lo olemos con falta de pudor y como sabuesos vamos construyendo nuestro mundo a fuerza de disimular nuestro descarado olfatear cotidiano. La mano sudada de un hijo, la mejilla de quien nos es presentado o el plato que nos sirven, todo lo olemos. Gente extraña y egocéntrica, que voltea interesada cuando alguien habla casualmente de meniscos, porque creemos que se trata de una nueva receta para cocinar rodilla y cada vez que se nombra un animal no pensamos en cómo se cría, sino en como se estofa. Pensamos que el mundo gira a nuestro alrededor, como correctamente lo notó una vez el chef vasco Bruno Oteiza, tenemos la certeza de que los arquitectos estudian para hacer restaurantes y los ingenieros para hacer calles que lleguen a los restaurantes.

Llorones y solidarios hasta la muerte, somos. Pocas veces vamos al cine acompañados para no quedar en evidencia y es fácil reconocernos casi siempre lo hacemos vestidos de cocineros para evitar una ropa fría civil, que se nos vuelve ajena con los años. Tal vez nos gastemos dos sueldos en una silla que nos gustó, nos amantamos de lo estético, aún así jamás nos quitaríamos los muy feos suecos de cocinero. Vemos con amor esos pies que nos sostienen, la silla en la cocina es una afrenta, el cuchillo más que un instrumento de trabajo es un fetiche, que no pasa de mano en mano porque su virginidad nos ha pertenecido y casi siempre comemos parados.

No apagamos el celular, si uno de nosotros llama salimos corriendo para diluir el despecho entre dos, entre tres. Honestamente nos entristece un restaurante vacío y uno a reventar es triunfo compartido. Cuando, la Torroja de Mecano nos cuenta de la barra del 33 en “Cruz de Navajas”, nos imaginamos en silencio a Mario y cuando Cerati en “Un millón de años luz” habla de las cenizas de una noche larga, nos miramos con complicidad ante historias pasadas que ya no aturden.

La adrenalina es nuestro vicio y los primeros pasos a su adicción los damos con cada aplauso inmediato buscando aceptación que esperamos con uñas y que en acto de amoroso gesto gastronómico sólo han visto dientes. A veces tomamos vacaciones y siempre visitaremos, por ejemplo, la Tour Eiffel porque casualmente está cerquita de un restaurante. En esos momentos en los que aparecen los primeros síntomas de abstinencia, a eso de las 10 de la noche, cuando el cuerpo nos pide a gritos el trajín cotidiano de órdenes que se dan y se toman, provoca abandonar la compañía, saltar de la mesa y entrar corriendo a la ajena cocina.

Siempre llegamos sobrios a las fiestas cuando éstas ya comienzan a mostrar amantes que se lo dicen todo en el fragor de la desinhibida madrugada. Miradas furtivas por venir que se nos transparentan. Nuestra hambre al llegar a casa es acompasada por neveras pintadas (no vacías) como diría Miguel Hernández … pintadas con una única botella de vino y un frasco de mostaza. Es curioso, los cocineros tenemos un olor común que podemos reconocer con reverencia de secreto de masón cada vez que nos adentramos al submundo desordenado de nuestros carros. Creemos en amuletos, tenemos códigos de honor, no nos gusta que nos recuerden que un cuchillo también sirve para asesinar y al leer una receta olemos y predecimos el rítmico sonido del sofrito.

Para el placer y por el placer vivimos, como si parte del decálogo de un credo se tratara, creemos en el placer como la más grande de las conquista del siglo XX. Nos reunimos mucho en nuestros días libres y nos regodeamos con saber que se fantasea con nuestros condumios y con nuestros secretos para no ser gordos. Cuando alguien no se emociona nos derretimos, lo que es muy diferente a sentirse triste. Los cocineros usamos la palabra abollado por lo menos veinte veces al día.

No queremos que nuestros hijos nos sigan los pasos, pero es mentira, tarde o temprano llega un carnaval cargado de minúsculos trajes de chef y nos emocionamos embobados imaginándolos no como beisboleros famosos, sino como los cocineros famosos de mañana. Es verdad, nuestras estrellas no son zodiacales ni de rock, sino los cocineros que admiramos. Pasan los años y siempre hay uno que nos impacta y queremos ser como él. A veces los cocineros nos divorciamos y nunca hay trauma porque nuestros libros de cocina son nuestro único activo.

Vemos como a extraterrestres a los que esperan la jubilación para dejar de hacer. También soñamos con envejecer agarrados de la mano frente al mar, pero el aire de ese sueño está cargado con el olor de cada plato planificado por años, para el restaurante que tendremos para ese entonces. Nuestra jubilación es poder finalmente hacer lo que siempre hicimos, solo que con la libertad conquistada del que define sus tiempos y cocina cada vez más para el alma y cada vez menos para el mercado.

Cuando la musa se nos acerca la besamos y cuando se aleja sabemos que está en la luna porque los cocineros si sabemos que la luna es de queso y moriremos discutiendo de que tipo de queso es.

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